Capítulo 23
1
06 de diciembre de 1999
15:00 hs.
La tarde se había vuelto calurosa, agobiante. La humedad en el ambiente se intensificaba a medida que grandes y oscuras nubes de tormenta se acercaban desde lo lejos.
Desolado por la pelea con su padre, Pablo fue a su lugar especial. Allí, en el cementerio de San Antonio, permaneció sentado bajo la sombra de una antigua acacia, cuyo tronco se inclinaba y sus ramas se encorvaban como si fuera la silueta de un anciano, mirando la tumba de su hermano. Sus padres habían decidido enterrarlo bajo la sombra de aquel árbol, porque querían que tuviera una sombra agradable en los días de intenso calor. Pablo le gustaba imaginarse que su hermano no había sufrido, que estaba allí abajo como si fuera solamente una persona dormida, con su rostro armonioso y sus manos cruzadas sobre su pecho en un descanso eterno, pero la realidad era que no había mucho de su hermano allí. Los escasos restos que pudieron recuperarse de entre los hierros retorcidos apenas podrían haber llenado una cubeta.
–Ojalá estuvieras aquí. –Susurró al aire con melancolía mientras observaba el rostro sonriente de su hermano en aquella placa de bronce donde se leía "DESCANSA EN PAZ TE QUIEREN POR SIEMPRE TUS PADRES Y HERMANO".
Pablo permaneció observando el cementerio. Reinaba un silencio sepulcral. Se podía sentir una paz que no se conseguía en otra parte. Las viejas lápidas que decoraban las tumbas nombrando a sus ocupantes estaban corroídos por él oxido y el implacable paso del tiempo. Los antiguos nichos, algunos de casi doscientos años, en donde descansaban familias enteras, lucían descastados, abandonados y olvidados por sus descendientes. Es triste pensar en aquellas pobres almas olvidadas, viendo como sus últimas moradas se deterioran lentamente, siendo vandalizados por bastardos desconocidos. El césped en el cementerio estaba prolijamente cortado. En algunos sectores se observaban hundimientos en el suelo, probablemente viejas tumbas sin señalar, cuyos ataúdes cedieron por el peso de la tierra y todo se hundió sobre ellos. A pablo le costaba trabajo superar la muerte de su hermano y cuando estaba allí junto a su tumba, tenía la extraña y cálida sensación de tener su presencia junto a él, diciéndole que todo estaría bien.
Pablo permaneció un largo rato contemplando las viejas tumbas, intentando imaginar las historias de los habitantes que vivieron en el pueblo durante décadas antes que él. Se perdió en sus pensamientos hasta que el calor sofocante le provocó un casi irresistible sueño. Sus ojos comenzaron a pesarle. No era la mejor idea echarse a dormir en medio de un cementerio, así que decidió marcharse. Se acercó por última vez a la tumba de su hermano y tocó su foto sonriente por última vez.
–Nos veremos pronto hermano. –Volvió a susurrar.
Dio una última mirada a lo lejos. El cielo comenzaba a cubrirse de un gris lleno de tristeza y soledad. Fue en ese momento que algo llamó su atención. Al costado del cementerio, detrás del viejo árbol donde había permanecido recostado, estaba el camino que conducía a la vieja casa del cuidador del cementerio. Ya nadie vive allí, no después de las horrorosas cosas que ocurrieron allí. A solo cincuenta metros del cementerio, atravesando el camino, en el cual parecían que los árboles de cerraban sobre él, como gigantescas manos dispuestas a atrapar al que fuera lo suficientemente valiente (o estúpido) para pasar por él, se observaban las paredes de la vieja casa, consumidas por un fuego iracundo, y que ahora estaban repletas de musgos y enredaderas, El techo había cedido en parte y había caído hacia el interior. Los vidrios de las ventanas habían estallado y sus marcos carbonizados se asemejaban a grandes ojos. La casa completa parecía un ser deforme que estuviera esperando a quien se acercara y nadie lo hacía. Durante años nadie se atrevió a acercarse. Se contaban historias aterradoras de cultos satánicos que la ocupaban en oscuras noches para celebrar sus misas negras. Se decía que la casa misma tenía un pode maligno que hacía que algunas personas fueran allí a quitarse la vida. La casa estaba hambrienta de almas y eso, según cuenta las señoras chismosas del barrio en sus charlas de café, es lo que le ocurrió al antiguo cuidador. No sabía mucho de la historia, solo recuerda que era muy amigo de su padre. Algunas noches él y su hija habían ido a cenar con su familia. Parecía ser un sujeto agradable, pero luego enloqueció y asesinó a esa misma niña que Pablo había visto tantas veces en su casa. Su padre jamás le contó lo que sucedió. Eso lo había deprimido mucho y luego la muerte de su hijo mayor lo habían convertido en lo que es hoy, el Comisario frio como el hielo.
Mientras pensaba en todas esas cosas, Pablo se queda observando la vieja casa, casi hipnotizado por ella, hasta que se horroriza al ver pasando una figura dentro de la ventana. Un súbito escalofrío recorrió su cuerpo. Estaba a punto de echarse a correr endiabladamente cuando vio a una persona salir. A lo lejos no podía distinguirla con claridad. Parecía ser un niño, completamente desnudo. El niño miró hacia todas direcciones como si estuviera completamente perdido, fuera de sí. Caminó un par de pasos y luego se desplomó junto a la tétrica casa.
Pablo dudó por unos instantes, pero luego decidió acercarse. Después de todo podría ser alguien que necesitara ayuda. Se acercó con la piel completamente erizada del miedo. El siniestro camino parecía cerrarse sobre él como la boca de un animal hambriento. Por un momento la idea que la bestia en su forma humana estuviera allí, tirado junto a la casa endemoniada habitada por quien sabe qué demonios, pasó por su mente, pero no podía ser la bestia. El, la había visto en su forma humana, era un hombre y no un niño. Esto lo tranquilizó en parte a medida que se acercaba más y más. La figura del niño le parecía cada vez más familiar.
–¡Franco! –Finalmente gritó al reconocer a su amigo.
Corrió hacia él, desesperado. –Amigo. ¿Qué te sucede?
Lo sacudió intentando despertarlo. Su rostro lucía aterradoramente pálido. Las cuencas de sus ojos parecían dos pelotas negras y hundidas hacia el interior. Estaba completamente desvanecido. En su brazo había una enorme herida. Pablo se percató que parecían ser las marcas de una mordida, parecía ser reciente. No sangraba, pero el tejido a su alrededor estaba con una siniestra coloración morada y negra, como si tuviera la más terrible de las infecciones.
–Oh no. Esa cosa te ha mordido. –Dijo aterrado.
Franco abrió sus ojos lentamente, completamente adolorido.
–Ayúdame. –Suplicó con su débil voz.
Pablo se quitó su remera y lo cubrió con ella.
–Todo estará bien. –Lo animó.
Permaneció junto a él un largo rato mientras pensaba que hacer. Quizás debería ir corriendo a buscar a Jonathan, pero no quería dejarlo solo. No allí junto a esa vieja casa. Pero Franco estaba demasiado débil para caminar, y solo Dios sabe qué pensarían los habitantes de ver a un muchacho desnudo con una enorme mordida. Pablo pensó por un largo rato hasta que, finalmente, decidió ir por ayuda. Nadie debía saber que su amigo fuer mordido. Con todo su pesar volvió a meter a su amigo en aquel lugar espantoso. Si por fuera la casa parecía aterradora, por dentro era simplemente desquiciante. Cualquiera se volvería loco de espanto si tuviera que permanecer allí demasiado tiempo, pero no había otra opción. Las endebles paredes parecía que estuvieran a punto de desmoronarse bajo su propio peso. Las sombras que se proyectaban en los polvorientos y sucios pisos parecían seres sacados del mismo infierno. Pablo lo dejó allí, recostado contra una pared donde la tranquilizadora luz de luz se filtraba desde el techo caído.
–Volveré...
2
16:00
Habían pasado demasiadas horas de búsqueda. Jonathan comenzó a sentirse terriblemente mal. Los punzantes dolores en su cabeza habían regresado despiadadamente. Cuando el calor comenzó a subir asfixiantemente, todo se volvió negro para él. Cuando abrió sus ojos, estaba acostado en el sofá del departamento de su amigo. Los vidrios de la ventana rota la noche anterior continuaban allí en el piso, completamente pulverizados, brillando con el reflejo de la luz del sol que los hacían parecer como diminutos diamantes.
–Lo siento. Debimos traerte. Te has desmayado. –Fue lo primero que le dijo Javier cuando despertó.
Fernando estaba parado en la puerta fumando un cigarro, lanzando grandes bocanadas de humo.
–Mi hermano. Debo buscarlo.
Javier lo detuvo cuando intentó levantarse.
–No puedes. Estas muy débil. Debes confiar en mí. Lo seguiremos buscando.
–De ninguna manera. Debo encontrarlo. No puedo fallarle. –Insistió Jonathan quitando bruscamente el brazo de su amigo.
Se levantó tambaleante. Apenas consiguió dar unos pasos, cuando sintió que todo le daba vueltas. Se aferró con fuerza a una silla. Su mano apretó tan fuerte la madera que parecía que los huesos iban a romperse. Respiró hondo cerrando los ojos hasta que sintió que todo se estabilizaba. Movió los dedos de los pies, podía sentir el suelo firma bajo ellos. Nada lo detendría de buscar a su hermano.
–Vamos de nuevo. –Le ordenó a Javier lanzando una mirada decidida.
–Está bien. –Se resignó Javier.
Nuevamente estaban los tres en el vehículo a punto de partir, cuando vieron a los lejos un pequeño que se acercaba jadeante. El pequeño corría a duras penas, en un trote que apenas era algo más veloz que una caminata. Estaba sin remera, completamente empapado de sudor, levantando el brazo derecho haciendo señales para que lo esperaran.
Finalmente, Pablo llegó hasta ellos. Exhausto y temeroso. Se notaba la preocupación y desesperación impregnada en su rostro.
–Lo encontré. –Fueron sus palabras entrecortadas con agitadas respiraciones.
3
El vehículo de Javier pasó a gran velocidad levantando grandes nubes de polvo. Ingresó por el viejo camino que conectaba la calle de tierra junto al cementerio con la entrada de la vieja casa del cuidador del cementerio. Se detuvo frente y todos bajaron rápidamente. Subieron los destartalados y podridos escalones del pórtico y entraron. Allí estaba Franco, continuaba desvanecido, débil, pálido, como lo estaría un enfermo a punto de morir.
Javier lo cargó, mientras Jonathan le sostenía la mano. Su brazo colgaba inerte como los brazos de un muñeco. Lo subieron con cuidado en el asiento trasero y partieron velozmente. La herida de la mordida lucía espeluznante, la carne a su alrededor se había puesto del todo negra y en el centro asomaba un asqueroso líquido blanco, que se escurría como si fuera gusanos saliendo de un cuerpo descompuesto.
Javier condujo lo más rápido posible. No sabía muy bien que hacer. La angustia crecía.
–Debemos llevarlo al hospital. Está muy mal. –Dijo Fernando al ver el rostro moribundo de Franco.
–No podemos hacer eso. –Contestó Jonathan. –No podemos llevarlo. Falta poco para el anochecer y entonces él... él...
–Lo entiendo. –Lo interrumpió Javier. –Sé quién puede ayudarnos.
Condujo velozmente mientras observaba el reloj en el tablero junto al volante. Ya eran las 16:30. Faltaban menos de tres horas para que la noche cayera sobre ellos t la luna asomara en todo su esplendor transformando en aquel inocente niño en una bestia sedienta de sangre.
Finalmente, el vehículo se detuvo abruptamente frente a una pequeña casa de blancas paredes, con un techo a dos aguas de tejas rojas. Sentada en un sillón en el pórtico, Melisa los miraba. Supo en ese instante que algo horrible había pasado. Entró corriendo a buscar a su madre.
Cuando Carolina salió de su hogar. Javier ya tenía a Franco en brazos. Jonathan, Fernando y Pablo caminaban junto a ellos. Carolina les hizo señas para que pasaran.
Les indicó que dejaran al pequeño en el sofá de la sala.
–¿Qué la sucedió? –Preguntó Carolina mientras corría en busca de sus elementos de enfermera.
–Esto es difícil de decirlo. –Dijo Jonathan, mientras ella escuchaba el corazón de Franco con su estetoscopio y colocaba un termómetro en su boca. –Pero la bestia... la bestia lo ha mordido.
–Parece tener una horrible infección en la herida. Necesita antibiótico y necesita desinfectarse. Necesita ir al hospital ahora mismo.
–No podemos. Tu no lo entiendes. –Se negó Jonathan intentando encontrar las palabras adecuadas para decirlo. –Luego de ser mordido...él... él se transformó también en esa criatura. Por eso no podemos llevarlo al hospital. Esta noche ocurrirá lo mismo.
Carolina lo miró sorprendida. Luego miró a los demás. La expresión seria de todos le indicó que lo que oía no era más que la verdad.
–De acuerdo. Pero de igual modo debemos hacer algo o morirá.
Jonathan miró hacia todos lados esperando ver el siniestro rostro de la muerte acechando, esperando para llevar a su hermano como lo había hecho con sus padres. Aliviado constató que aquella oscura figura que lo atormentaba no estaba, aquel día al menos, su hermano no moriría.
–Él estará bien. –Le dijo con un suave tinte de esperanza en su voz.
4
17:00 hs
Finalmente, la camioneta de la morgue cargaba los cuerpos, cuya sangre regaba el césped de la casa de los Jakov. Sentado en su cómodo sillón, meciéndose suavemente, Pedro observaba como el vehículo se alejaba llevando los cadáveres desgarrados violentamente de aquellos pobres desgraciados que decidieron seguir las ordenes de un demente.
Observó como el Sargento obeso que tanto le repugnaba volvía a colocar la cinta perimetral alrededor del patio de sus vecinos.
–Me pregunto cómo hará el comisario para explicar tantos muertos en tan poco tiempo.
El sol aun brillaba implacable, pero las amenazantes nubes continuaban acercándose desde el norte como el negro manto que cubre el rostro de una viuda. Ya podían sentirse las primeras brisas que preceden a la tormenta.
Una ligera sonrisa se dibujó en su rostro. Ya habían capturado al asesino de una de sus hijas y con suerte aquella noche atraparía a la bestia. Estaba seguro que aquella sería la noche de su venganza. No solo mataría a esa criatura infernal. Aquella noche también arreglaría cuentas con aquel sacerdote. Mientras se imaginaba con macabra precisión todo lo que le haría cuando aquel pálido hombre de mal hablar estuviera a su alcance, se vio interrumpido por la delgada figura de su hijo acercándose a él.
–¿Con que al fin has decidido venir? –Dijo con una mezcla de enojo y decepción.
–Lo siento papá. No me he sentido bien últimamente. Lamento mucho no haber venido. –Le respondió Gastón con una sombría tranquilidad en su voz.
–Está bien hijo. Pero esta noche... esta noche te quedarás con tu madre. Están pasando demasiadas cosas y no debes dejarla sola.
–Lo siento papá... esta noche...
Pedro se levantó súbitamente completamente enojado.
–Esta noche te quedarás... o habré perdido todos mis hijos. –Le ordenó apretando su puño dispuesto a golpearlo como lo hacía cuando era tan solo un mocoso.
–Está bien papá. Me quedaré. –Le contestó mientras observaba las grandes nubes acercándose.
5
17:30 Hs
Tom daba un gran sorbo a su amargo y oscuro café. Su rostro reflejaba el extremo cansancio de noches enteras sin dormir. Mientras miraba por la venta y veía el alto campanario de la iglesia. Había pasado todo el día dando explicaciones absurdas a los forenses. Al parecer decir que un hombre lobo había atacado a aquellos pobres bastardos no resultaba lo suficientemente convincente. Así que solo se remitió a decir que fueron víctimas de un animal salvaje al cual no alcanzó a distinguir con exactitud. Cuando terminó la última gota de su bebida caliente, Tom se quedó contemplando el pueblo. Se veía tan tranquilo, tan pacífico. "EL MEJOR LUGAR PARA VIVIR" pensó mientras veía a las aves posándose sobre los cables eléctricos que surcaban las calles de San Antonio, meciéndose suavemente con los primeros vientos que llegaban desde el norte.
Súbitamente, el estridente sonido de las campanas de la Iglesia sonando, llamando a sus fieles, llamó su atención.
–Este maldito anciano...–Bramó enojado y se dirigió hacia el templo con la firme idea de detener al sacerdote que lo había secuestrado.
Mientras caminaba la poca distancia que lo separaba de la iglesia, Tom observó como las personas iban saliendo una a una de sus casas. Familias enteras se dirigían al llamado de las campanas. Cuando llegó a las grandes puertas del templo, abiertas de par en par invitando a todos a entrar en busca del acogedor refugio de la fe, se topó con una verdadera muchedumbre. No recordaba en años haber visto una cantidad semejante de asistentes a una misa. El miedo los empujaba a buscar protección en la casa de Dios.
Desde lo alto del altar, el Padre Scheidemann los miraba con los brasos abiertos, como un padre recibiría a sus hijos dispuesto a darles un gran abrazo. Estaba vestido con una túnica blanca que resplandecía bajo los rayos de luz que se colaban por los grandes ventanales vidriados. Las personas fueron cubriendo uno a uno los largos bancos de madera. Algunos permanecieron de pie abarrotando los pasillos entre las hileras de bancos. Tom permaneció a lo lejos, parado junto a la puerta. Apretaba su puño con ira, pero no podía arrastrar a un anciano a la cárcel, al menos no enfrente de tanta gente, así que se dispuso a escuchar nuevamente los disparates del anciano demente.
–Queridos hermanos. –Comenzó a hablar el sacerdote con una voz firme pero tranquilizadora. –Sé que tenéis miedo. Sé que la sangre ha corrido en nuestro querido San Antonio. Sé que el mal nos ha invadido en forma de horribles criaturas que asechan al anochecer. Pero este no es el momento de tener miedo. Este es el momento de ser fuertes, de aceptar la palabra de Dios. Él nos pone a prueba, él nos pone a prueba en una situación que parece insuperable, mortal, como puso a prueba a Moisés en el desierto. Es por ello que debemos ser fuertes, debemos permanecer unidos. Esta noche... esta noche será la última en que la bestia salida de la más siniestras de las pesadillas nos atormentará, porque esta noche no tendremos miedo. Esta noche iremos juntos a hacerle frente...
Las personas se miraban unas a otras, algunas tenían la expresión del miedo plasmada en su rostro como una pintura surrealista, pero otros tenían un extraño brillo en los ojos. Comenzaron a mirar al anciano parado frente a ellos como si fuera su salvación.
–Ahora debemos orar. Orar y esperar el atardecer. Porque cuando la luna salga y los demonios caminen entre nosotros, no les temeremos. Esta noche el diablo deberá volver a su fosa de fuego eterno.
Al ver como el padre iba convenciendo uno a uno a los presentes, un frío halo de preocupación recorrió la mente de Tom. En silencio, y mientras nadie se percataba, se retiró lentamente. Temía otra noche de muerte.
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