Capítulo 20

4 de diciembre de 1999

01:30 Hs

1

El ambiente en el pueblo se había tornado lúgubre, triste, como el de un cementerio en el cual una fosa abierta espera recibir el cuerpo de un recién fallecido. Un silencio sepulcral se había apoderado de la noche. Nadie, absolutamente nadie deambulaba por las solitarias calles en las que, suaves brisas levantaban andanadas de polvo de la tierra reseca. A través de pequeños espacios entre las cortinas, algunos vecinos miraban hacia el exterior, intentando ver aquel mal aterrador que los invadía. Las puertas y ventanas habían sido tapiadas o aseguradas con algún pesado mueble puesto tras ellas. Todos miraban su reloj, viendo como las manecillas se movían desesperantemente lentas, aún faltaban demasiadas horas para el tan ansiado amanecer. Aquella cosa seguía allí afuera, ávida de capturar algún pobre desafortunado para destrozarlo en una lluvia de garras y dientes.

Mientras largaba una gran cantidad de humo de su cigarro que nublaba su visión de la pantalla de su computadora, Fernando se reclinaba sobre su cómoda silla, con sus piernas extendidas sobre su escritorio. Había permanecido ajeno a las cosas que sucedían allí afuera. No era su intención averiguar que era esa cosa. El, solo pasaba otra tranquila noche en su estudio de radio, oyendo música y fumando. Su programa no había salido al aire, aun así, él estaba allí pasando viejos temas para todo aquel que, en aquella noche solitaria, encontrara un consuelo en los sonidos musicales.

Había pasado algunas horas desde que los sonidos de lejanos disparos habían perturbado la paz en el pueblo, luego de ello, tan solo el silencio. Silencio, que solo era interrumpido por las viejas baladas de rock que Fernando oía a través de sus auriculares. Era la segunda caja de cigarros que habría aquella noche. Mientras le daba un gran pitido a la desvaneciente colilla, por un momento pensó en como estarían sus amigos. Se apenaba mucho de no haberlos ido a visitar, pero luego de años de llevar una vida nocturna, su cuerpo se había acostumbrado a dormir la mayor parte del día, y luego por las noches, por mucho que tratara, le era imposible dormir.

Dentro de su estudio, todo estaba oscuro. Las únicas luces que resplandecían eran las de su monitor y el brillo intermitente de su cigarro. Allí afuera, la amarillenta luz del poste del alumbrado público, se colaba por su ventana, proyectándose en el piso.

Mientras fumaba, en la mente de Fernando pululaban ideas, sueños que jamás pudo realizar. Le hubiera gustado tanto haber estudiado Ingeniería o alguna de esas cosas, pero como muchos en el pueblo, estaba atrapado en una vida insípida, sin grandes aspiraciones. Era mejor no soñar, simplemente hacer que aquellas ideas se fueran con el humo del cigarrillo.

Finalmente, luego de horas sentado frente a la pantalla, su espalda comienza a dolerle. Se levanta con dificultad y se estira dando un gran bostezo.

–Me pregunto que estará sucediendo allí afuera. –Pensó mientras se acercaba a la puerta. Su casa estaba a escasos metros del estudio. Solo debía correr unos pasos y ya estaría en su hogar. Acercó su mano al picaporte y estaba dispuesto a abrirlo, pero en ese momento se percató de algo.

Allí, en la luz del alumbrado que se colaba por la ventana, se proyectaba una enorme sombra. Había algo allí afuera.

–Dios mío. –Dijo en voz baja mientras retrocedía, alejándose lentamente de la puerta.

Aquella cosa permanecía allí afuera. Parecía olfatear el aire. La enorme cabeza de la criatura se acercó al vidrio de la ventana sin cortinas. Fernando se arrojó al suelo tras una pequeña mesa. La bestia respiraba contra el vidrio empañándolo, parecía sentir que allí dentro había alguien. Afortunadamente la ventana era demasiado pequeña para que aquella cosa entrara, pero la puerta, la puerta no era más que una delgada capa de madera. No haría falta aplicarle demasiada fuerza para tirarla abajo.

Fernando cerró sus ojos intentando contener el creciente miedo. Su mente le gritaba que corriera a la seguridad de su hogar, pero no podía. Aquella cosa se interponía, jamás lograría siquiera llegar hasta su puerta y mucho menos alcanzaría a girar la llave.

La bestia continuaba observando, algo en el interior llamaba su atención. Entonces Fernando se percató de la música. Aquella vieja balada de rock continuaba sonando en sus auriculares.

Un fuerte golpe en la puerta lo sobresaltó. Una enorme grieta apareció en la endeble madera. Aquella cosa intentaba entrar. Aterrorizado, se arrastró como pudo hasta el rincón más alejado del pequeño estudio y se ocultó tras unas cajas. Fue en ese momento que escuchó a la puerta caer pesadamente. La criatura estaba dentro.

Fernando observó desde detrás de las cajas. Sintió una horrible sensación de pánico. Se tapó la boca intentando no gritar. Apenas un poco de cartón lo separaba de aquel horrible ser. La enorme forma de un lobo negro se puso de pie. Su descomunal tamaño alcanzaba el techo. La bestia daba fuertes respiraciones, percibía la cercanía de una nueva presa. El sonido de los auriculares atrajo la atención de la criatura, se acercó hacia ellos.

Fernando vio su oportunidad. La puerta estaba despejada. Tan solo debía correr unos pasos hacia ella y luego hasta su hogar. Busco en su bolsillo. Allí estaba la preciada llave. Aquella puerta era de metal, debía ser suficiente para detener esa cosa. Tomó coraje, intentó levantarse despacio y deslizarse en absoluto silencio hasta la puerta. Pero una de las cajas cayó pesadamente.

Sin mirar hacia atrás, Fernando corrió despavorido lo más rápido que sus delgadas piernas le permitían. El sonido de la computadora cayendo al piso mientras la criatura, furiosa, corría en busca de su víctima, es todo lo que oyó. Corrió los escasos metros que lo separaban de la preciada puerta de su hogar. Cuando por fin llegó, intento colocar las llaves, pero los incontrolables temblores de terror hicieron que se le cayeran.

–Soy un estúpido. –Se maldijo mientras levantaba la llave lo más rápido que podía. Cuando por fin abrió la puerta, entró y al cerrarla pudo ver la enorme criatura corriendo hacía el. Apenas pudo cerrar cuando sintió el fuerte golpe. Las bisagras parecieron saltar de la pared por la fuerza del impacto. Fernando respiró aliviado. Pero luego sintió otro impacto, y luego otro. Aquella cosa intentaba entrar. Al cuarto golpe una de las bisagras cayó al piso provocando un gran estruendo que resonó en sus oídos.

Aquel monstruo no tardaría demasiado en entrar. Fernando corrió hacía la puerta trasera mientras los golpes continuaban. Completamente aterrado, abrió la puerta justo en el que el monstruo había conseguido entrar. Sin mirar hacia atrás comenzó a correr por las solitarias calles de San Antonio. Estaba allí afuera, completamente solo, rogando a Dios que la criatura tardara en percatarse de que había huido. Pero sus suplicas fueron en vano. Apenas había avanzado unos cien metros cuando vio al gigantesco lobo salir de su casa.

Fernando continuó corriendo. Tan solo le faltaba un par de cuadras hasta la casa de Javier, quizás él podría ayudarlo.

Corrió lo más rápido que pudo. Desesperado y sin aliento, expulsaba grandes catarros que se le atravesaban en su boca. No se atrevía a mirar atrás, no quería saber que tan cerca estaba aquella cosa.

Continuó corriendo, ya tenía la casa de Javier a la vista. Ya faltaban apenas unos metros. Pero entonces tropieza y cae pesadamente.

Su codo ardía como si hubieran apoyado sobre él una braza caliente. Pronto sintió la tibia sensación de la sangre deslizándose por su brazo. Aterrado, se levantó lo más rápido que pudo. Miró hacia atrás esperando ver a la bestia dando un gran salto para atraparlo, pero no había nada. Se encontraba completamente solo. Nadie lo perseguía. Una pequeña sonrisa de alivio se dibujó en su pálido rostro. Todavía espantado de muerte recobró su aliento y recorrió los escasos metros que lo separaban de la casa de Javier.

La luna continuaba brillando en lo alto, imponente, esparciendo su luz amarillenta y triste por las polvorientas calles del pueblo.

2

El Sargento Vega se había quedado dormido en el cómodo sillón de la oficina de su jefe. Las emociones de los últimos días habían sido demasiado para él. La idea del retiro sonaba como una exquisita música en su mente. Mientras pensaba en todo lo que haría cuando ya no tuviera que trabajar, desde ir de pesca como tanto le gustaba o quizás comprar una pequeña finca como la mayor parte del pueblo y llevar una vida tranquila como agricultor, finalmente entró en un sueño profundo. Pronto los espantosos sonidos de sus ronquidos invadieron el lugar.

–¿Cómo puede dormir en un momento como este? –Se preguntó el Cabo Cruz con cierto tono de fastidio.

No podía dejar de observar la luna brillando en el firmamento poblado de estrellas. Sin dudas era una noche hermosa, incluso agradable. Pero esa ilusión de paz se interrumpió con un poderoso aullido. La criatura estaba cerca.

El aullido sonó tan poderosamente que Vega sobresaltado se cae del sillón en el que dormía como duerme un perezoso.

–Eso, eso se oyó realmente muy cerca. –Exclamó aterrado el agente Benítez, aferrando con todas sus fuerzas el cañón de su escopeta.

–Tranquilízate Ramón. Aquí estamos a salvo. –Intentó calmarlo el agente Quiroga.

Los cuatro hombres se acercaron a la ventana. La luz de la comisaría comenzó a fallar. Los focos comenzaron a prender y a apagarse de manera intermitente hasta que pronto, todo se apagó. El pueblo entero quedó en penumbras. Era imposible ver lo que acechaba allí afuera.

Los hombres retrocedieron. La ventana era lo suficientemente grande para que algo entrara de un salto. El miedo se apoderó de ellos. El aullido volvió a sonar estridente y poderoso, lleno de una ira insaciable. San Antonio estaba a merced de aquella cosa.

–¿Qué haremos? –Pregunto Benítez.

–En momentos como este solo se puede tener fe. –Les dijo desde su celda el Padre Bernard. Estaba arrodillado en el duro piso con las manos entrelazadas orando.

–¿A qué se refiere Padre? –Preguntó Quiroga.

–¿A caso no lo ven? Esa cosa allí afuera. Esa cosa no es un simple monstruo. Es un demonio. Si ustedes creen que el Comisario va a detenerlo con sus simples armas, están muy equivocados. Solo el Señor, solo él tiene la fuerza para vencer al demonio.

–No lo escuchen. No es más que un demente y un asesino. –Comentó fastidiado el Sargento. –Mató a una niña inocente y por su culpa esta noche han muerto más personas. No lo dejen meterse en su cabeza.

–Tiene razón. Soy un asesino. Créanme no pasa un segundo sin que mi alma se rompa en mil pedazos por las cosas horribles que he tenido que hacer. Pero es el precio que debo pagar para cumplir la voluntad de Dios. Lo volvería a hacer sin dudarlo, porque si dudamos del señor, ese será nuestro fin.

–¿Qué podemos hacer padre? –Preguntó Benítez, sin prestar atención a la advertencia de su superior.

–Oren conmigo. Lo único que puede salvarnos ahora es nuestra fe. Días oscuros se aproximan. El mal ronda en el pueblo. El fin... el fin está cerca.

El aullido volvió a estremecer los corazones de los policías. La luna continuaba brillando en lo alto, inmuta testigo del horror desatado en el pequeño poblado.

El sargento furioso se alejó, no quería seguir escuchando aquellas palabras sin sentido. Se acercó a la ventana y dio un vistazo a la oscuridad absoluta. Al mirar hacia atrás vio a sus subalternos de rodillas, orando junto al sacerdote. El miedo, al igual que un virus incontenible, había hecho mella en ellos. Veían en las palabras del sacerdote aquel alivio para el terror que tanto anhelaban.

3

Desde la completa oscuridad de su cuarto. Pablo escudriñaba el exterior con ayuda de los binoculares que su padre le había obsequiada en su séptimo cumpleaños y que jamás había usado. Había intentado dormir, pero el sonido de lejanos disparos y aquellos horripilantes aullidos le helaron la sangre. Completamente preocupado intentaba ver con sus propios ojos aquella cosa que sembraba el terror en las desoladas y sombrías calles. La única luz, era la luz de la luna llena que teñía el ambiente el ambiente de una tonalidad fantasmal.

Había estado observando durante horas, pero la bestia seguía esquiva, oculta en la oscuridad esperando, acechando a su próxima víctima. Aquella noche había probado sangre y ahora nada la contendría.

Desde la lejanía, vio las inconfundibles luces del patrullero. Pasó a gran velocidad levantando una nube de polvo en aquellas resecas calles de tierra. Sin dudas ahí iba su padre, el hombre más valiente del pueblo. Lo único que Pablo deseaba era ser como el algún día. Se imaginaba a sí mismo, ya siendo todo un hombre, vistiendo orgullosamente el uniforme de Policía, quizás recibiendo alguna medalla que su padre en persona le entregaría. Con un gran abrazo y lágrimas de emoción le diría "estoy orgulloso de ti hijo. Siempre lo he estado".

Pero sus pensamientos fugaces se iban tan rápido como la realidad llegaba. Su padre era un hombre frio, de su boca jamás saldrían palabras como esa. Sin importar lo que hiciera. Frecuentemente su mente se llenaba con un pensamiento que poco a poco se iba transformando en certeza, su padre no lo quería. Quizás si él hubiera muerto en lugar de su hermano todo sería mejor.

–Esto es inútil.

Arrojó los binoculares que cayeron sobre su cama. Frustrado de no poder ser de gran ayuda. Se dirigió al baño. La tenue luz de una vela en la meza de luz de la habitación de su madre iluminaba el pasillo desde la puerta entre abierta.

Pablo miró dentro de su habitación. Su madre estaba profundamente dormida. Al lado de la vela había un frasco de pastillas para dormir y otro frasco de antidepresivos. La vida no había sido fácil para ella desde que su hijo mayor había muerto y desde la separación. Había días en que de repente y sin motivo aparente, estallaba en llanto. Aquellas pastillas la habían ayudado. Pablo la miró con tristeza. Se acercó a ella y la cubrió con las sabanas. Mojó sus dedos y apagó la llama de aquella vela a punto de consumirse en su totalidad.

En silencio salió del cuarto y cerró la puerta lentamente.

Volvió a su habitación y se acostó. Mirando al techo, en absoluto silencio, podía escuchar la leve brisa que soplaba meciendo los arboles de un lado a otro. La energía eléctrica no volvía. Apenas podía ver la luz de la luna que se colaba por la ventana. De pronto la luz comenzó a desvanecerse, una sombra la iba cubriendo lentamente. Pablo se levantó. Observó por su ventana. El cielo comenzaba a cubrirse de oscuras nubes de tormenta. La luna comenzó a ocultarse detrás de un gran nubarrón. El viento comenzó a soplar con más intensidad.

–Es lo único que faltaba en este maldito pueblo. Otra tormenta.

Entonces, caminando por el medio de la desolada calle. Apenas visible en la oscuridad, vio la enorme figura de un lobo. Corrió hasta su cama y buscó con desesperación los binoculares. Volvió hasta la ventana y por fin pudo verlo.

Un incontrolable escalofrío recorrió su cuerpo. Aquella enormidad, se paseaba majestuosa bajo la luz de la luna que se desvanecía reemplazada por oscuras sombras. Aquella cosa horrorosa se gravó en su retina. La respiración del pequeño se agitó. Estaba a punto de dar un grito cuando vio que la bestia se detuvo. Se arrojó al piso pensando que lo había visto.

Espero unos segundos y se levantó lentamente. La bestia aún seguía ahí. Pero algo no estaba bien en ella. Se veía agitada, débil. De un momento al otro cae sobre su costado. Intentaba levantarse, pero no podía. La ultima luz de la luna desapareció tras la nube. Un horrible rugido poco a poco comenzó a transformarse en el desgarrador grito de un hombre.

Atónito, Pablo vio como aquella criatura se transformaba nuevamente en un hombre. La oscuridad no le permitía ver la identidad de aquella cosa, pero algo era seguro. Aquella bestia, aquella criatura que asesinaba despiadadamente, necesitaba de la luna. Sin su influencia no era más que un simple hombre.

Pablo lo pensó detenidamente. El hombre seguí allí tirado en el suelo. Completamente débil. La luna estaba cubierta en su totalidad. Era su oportunidad de averiguar la identidad de aquella criatura. Era su oportunidad de hacer que su padre se sintiera orgulloso.

Tomó una linterna y se dirigió a la puerta principal. Tomó aire profundamente como si se tratara de un nadador a punto de sumergirse en las profundidades y giró el picaporte lentamente. La puerta chirrió con un sonido espeluznante. Un ligero temblor recorrió su espalda. La certeza de estar haciendo algo demasiado estúpido no le impidió continuar. Estaba decidido a averiguar de una vez por todas quien era aquel monstruo, aquel que había atacado tan cruelmente a las niñas Stevenson.

El hombre continuaba tirado en medio de la calle, totalmente indefenso, débil. Pablo se acercó, la potente luz de su linterna iluminó el cuerpo desnudo de aquel sujeto. Estaba cubierto de sangre. Continuó acercándose. Todavía no podía distinguir su rostro. Faltaba poco. Se acercó lo suficiente como para poder tocarlo con sus manos. El hombre estaba en posición fetal dándole la espalda, cubriéndose el rostro con sus manos. Viéndolo así resultaba penoso, hasta podría llegar a sentirse lástima por su cruel destino.

–Oye tú. ¿Quién eres? –Preguntó con cierta duda en su voz.

El hombre no respondió.

Pablo acercó su mano a su cabeza listo para voltear y descubrir su identidad. Sus dedos temblaban incontrolables, pero ya estaba tan cerca.

Entonces escuchó el sonido de un vehículo acercándose. Las luces azules del patrullero iluminaron la profunda oscuridad. Pero también vio otra cosa. Su sombra. Su sombra era proyectada en polvorienta calle. Al mirar hacia arriba ve la espeluznante luna asomándose una vez más. Lo siguiente que sintió fue una mano poderosa sujetándole el brazo. Su linterna cayó al suelo.

–¡Auxilio! –Gritó desesperado.

Frente a él, todavía estaba aquel hombre, pero su rostro. Su rostro ya no era humano, comenzaba a transformarse nuevamente en un gigantesco lobo. El hombre grita de dolor mientras sus huesos comienzan a deformarse y su cuerpo se contrae y expande horriblemente. Pablo cae al suelo. Desesperado comienza a correr hasta su casa. Entra lo más rápido que puede y cierra la puerta tras él.

Su corazón palpita como si fuera un tambor que alguien toca de manera desaforada. Intenta tranquilizarse. Muy despacio, se desliza hacia la ventana. Correo con cuidado la cortina y observa hacia el exterior. El hombre lobo ya no estaba. Lo siguiente que ve son las luces del patrullero pasando a gran velocidad.

Poco a poco, se calma. La respiración se normaliza. Estuvo tan cerca de averiguar algo crucial, pero al menos ahora sabe que aquella cosa es un hombre, un hombre que puede ser cualquiera en el pueblo. 

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