Capítulo 16
3 de diciembre de 1999
Los rayos del sol se asomaban lentamente por el horizonte, las sombras que cubrían el pueblo comenzaron a desaparecer. Al menos por ahora, el peligro había pasado.
Esa mañana, las campanas de la iglesia, ubicada en el centro mismo del pueblo, frente a la plaza principal, sonaron llamando a sus feligreses para la misa matinal. Sus gruesas paredes construidas con grandes bloques de piedras que provenían de las reducciones Jesuíticas le daban al templo un aspecto antiguo y majestuoso.
Aquella mañana, como en ninguna otra, templo se encontraba abarrotado. Con la aparición del hombre lobo, todo había cambiado en el tranquilo poblado, el ambiente ya no era el mismo. El miedo había hecho una marca imborrable en los corazones de sus habitantes.
Gran parte del pueblo había acudido a la misa, los asientos no alcanzaban para tal cantidad de asistente. Incluso personas que no habían ido en mucho tiempo, incluso en años, estaban allí presentes como si fueran los feligreses más devotos.
Ante el temor atroz que generó en toda la aparición de la criatura, las personas buscaban protección en la Iglesia. Sin embargo, al encontrarse tanta cantidad de personas, era inevitable que surgiera la interrogante, alguno de los presentes podía ser la bestia.
Las personas se miraban unas a otras con ojos de sospecha y duda. La amabilidad que caracterizaba a los vecinos se había ido, ahora solo permanecía el temor.
Mientras todos esperaban que el Padre Bernad, murmuraban por lo bajo. Cada uno compartía sus sospechosos de ser la bestia, de hacer brujería, de hacer tratos con el diablo. A pesar de encontrarse en la casa de Dios, todos hablaban de las miserias de los demás, todos buscaban responsables.
Entonces todos enmudecieron. Frente a ellos, parado frente al altar, no se encontraba el joven Sacerdote. Allí estaba el viejo Padre Carlos Scheidemann.
–Queridos hermanos. Nos encontramos reunidos hoy, en este tiempo de oscuridad, para pedir a Dios el altísimo que nos ilumine. No es nuevo para nadie que nuestro querido San Antonio está siendo acechada por una criatura del infierno.
Mientras el viejo sacerdote hablaba, todos permanecieron en silencio, mirándolo con los ojos llenos de esperanza, como si en las palabras de aquel hombre milagrosamente curado de su enfermedad se hallara la respuesta a su sufrimiento.
–Escúchenme bien. El mal no se irá de San Antonio. Se encuentra arraigado desde el origen de los tiempos. Me temo que aquella bestia endemoniada es solo el comienzo. Deberán tener fe queridos hermanos. Deberán tener fe y cumplir la prueba que Dios le está imponiendo. Deberán tener su corazón dispuesto como Isaac lo tuvo cuando Dios le ordenó que sacrificara a su propio hijo en su nombre. Deberán estar dispuesto a hacer lo que sea necesario para alejar a este mal para siempre.
Mientras oían estas palabras, todos se fueron convenciendo más y más que el padre Carlos realmente fue enviado por Dios para prevenirlos. Poco a poco se fueron convenciendo que tendrían que hacer lo que él les pidiera para salvarse de aquellos colmillos y garras infernales.
Cuando terminó la celebración, el Sacerdote permaneció en la entrada de la Iglesia despidiendo uno a uno a los presentes
– Que Dios los bendiga. –Les decía mientras estrechaba sus manos y los invitaba a regresar.
Cuando ya todos se habían marchado, el Padre volvió a ingresar al templo. Distraído hojeando las páginas de su biblia, no se percató que todavía quedaba una persona sentada en el último banco de la Iglesia, era Tom el comisario.
Buenos días Padre – le dice Tom sorprendiendo al sacerdote.
–Eres tu Tom. Supongo que ahora crees en mis palabras. –
–En efecto. Ahora creo en esa historia del lobo. Sin embargo, sigo pensando que usted se encuentra totalmente desquiciado. Veo lo que intenta aquí. Está aprovechándose del miedo de las personas para intentar convencerlas de que hagan lo que yo no quise. Usted quiere que maten al muchacho Jakov.
–El miedo es una poderosa arma de convencimiento. Una persona con miedo hará todo por salvarse a sí misma. Por eso he fracasado contigo, tú no tienes miedo. Al menos eso intentas creer. Pero no lo has pensado bien. ¿Qué harás cuando esa bestia venga tras tus seres queridos? ¿Acaso no tienes miedo que tu pequeño termine como su hermano?
Tom se enfurece. –No se atreva a hablar de nuevo de mis hijos.
–Te niegas a aceptarlo, pero en el fondo lo sabes. Siempre lo has sabido. Aquel muchacho es el mal personificado. Las desgracias no dejaran de suceder en el pueblo a menos que acabes con él. Podrás matar a la bestia, podré hacer todas las misas que pueda, pero nada cambiará, a menos que ese muchacho se muera.
–No soy un asesino.
–Quizás recuerdes a tu amigo Liam Becher.
–Cállese. Usted no sabe nada de lo que pasó ese día.
–Oh, pero si lo sé. El hizo lo que había que hacer. Gracias a su sacrificio hemos tenido más tiempo, pero ese tiempo se nos está agotando.
–¿De qué está hablando?
–Durante la primera noche de luna llena del nuevo milenio, se dice que el ángel de la muerte vendrá a este mundo y las barreras entre nuestro mundo y el infierno se estremecerá. Esa noche, el ángel liberará al demonio. Esa noche comenzará el fin.
Tom ríe. –Realmente se encuentra mal de la cabeza.
–Después de todo lo que has visto. Después de ver cara a cara el rostro de la bestia, te resistes en creer. Tu obstinación será nuestra condena. Si no piensas ayudar, al menos mantente alejado.
–¿Alejado de qué?
–De lo inevitable. Jonathan Jakov va a morir.
Tom lo mira con seriedad. No podía dar crédito a las palabras de aquel sacerdote. No podía creer que un hombre de religión buscara impartir la muerte.
–¿Dónde está el Padre Bernard? –Preguntó al darse cuenta que el joven sacerdote no había sido visto en días.
Completamente enojado entra a la pequeña habitación tras el altar. Dentro no había nadie. Solo un pequeño escritorio de madera con una biblia abierta sobre él. En las paredes había estantes abarrotados de libros, algunos de ellos muy antiguos. Al no observar nada fuera de lo normal se dispuso a retirarse, pero entonces algo llamó su atención.
Junto al escritorio había un pequeño cesto de basura. Dentro de él había vendas, muchas vendas, completamente teñidas de sangre.
De pronto vino a su mente el relato de Javier. Aquella noche en el hospital él aseguraba haber herido a aquel hombre vestido de negro.
–¿Fue él verdad? ¡Ese bastardo mató a la pequeña! –Gritó enfurecido.
Al darse vuelta para enfrentar al sacerdote, la gruesa puerta metálica se cierra frente a su rostro.
–Lo siento hijo. –Se disculpa el anciano.
–¿Qué ha hecho? ¿Acaso se han vuelto locos? ¡Déjeme salir ahora mismo!
–Lo siento. No podrá salir de aquí hasta que la tarea esté cumplida. Hoy Jonathan Jakov morirá. Será mejor que no interfiera. Hay demasiado en riesgo.
–Usted está enfermo. ¿Me oyó? ¡Usted está loco!
Tom patea la puerta una y otra vez, pero es inútil. Estaba atrapado.
–¡Déjeme salir ahora mismo!
Mientras gritaba una y otra vez para que lo liberase, pudo escuchar como los pasos del sacerdote se alejaban y finalmente, escuchó el sonido de las grandes puertas de madera tallada de la iglesia cerrándose.
2
Pedro no había dormido nada. Desde que había vuelto aquella madrugada permaneció sentado en el pórtico con la mirada perdida hacia las plantaciones. Su esposa en cambio, permanecía acostada. Desde que le fueron arrebatadas sus queridas hijas ya no encontraba razón suficiente para levantarse, sus días transcurrían entre llantos y lamentos constantes.
Las horas transcurrían velozmente. Pronto llegó el mediodía. Cada vez faltaba menos para la esperada noche, momento en que Pedro volvería a cazar a aquella bestia que le había destrozado su vida.
Mientras permanecía sentado, un delicioso aroma impregnó el ambiente y se coló en su nariz. Era el inconfundible aroma del guisado que cocinaba su esposa. Sorprendido ingresa a su hogar. Al llegar a la cocina encuentra su mejor mantel, aquel mantel floreado con detalles en verde que guardaban para ocasiones especiales, tendido sobre la mesa. Sobre él, estaban cinco platos, la bajilla de porcelana que solo se usaban en las fiestas. Junto a la cocina se encontraba su esposa, cocinando en una gran olla.
–Sara. ¿Qué estás haciendo?
–¿Qué crees que hago? Preparo el almuerzo. –Respondió ella con una sonrisa.
–¿Te encuentras bien?
–Claro. Siéntate cariño. Pronto estará listo. Las niñas no deben tardar en venir. También debes llamar a Gastón.
–Cariño...
–Llama a Gastón por favor. –Lo interrumpió tajante.
Comprendiendo que su esposa estaba terriblemente mal, Pedro piensa que la presencia de su hijo podría calmarla, así que asiente con la cabeza y se dirige hacia el teléfono. Al marcar el número de la casa de su hijo, el teléfono suena varias veces, pero nadie responde.
–¿Qué sucede? –Pregunta Sara.
–Nada cariño. Intentaré de nuevo.
El teléfono vuelve a sonar varias veces, hasta que por fin Gastón contesta.
–Hola. ¿Quién habla? –Pregunta Gastón con un tono de voz sombrío.
–Soy yo. Tu padre.
–Hola.
–Hijo. Necesito que vengas. Tu madre no se encuentra bien.
–Lo siento. No es un buen momento para mí.
–¿Sucede algo hijo?
–Nada papá.
–Entonces ¿qué demonios te sucede? ¡Es tu madre por Dios santo! ¡Vas a tomar tu auto y vas a venir a apoyarla ahora mismo! –Gritó Pedro enfurecido.
–Ahora no puedo papá. Lo siento mucho. Pero te prometo que esta noche iré a cuidar a mamá. Me quedaré con ella mientras tú haces lo que tienes que hacer.
–Hijo, si te sucede algo solo di... –la llamada se interrumpe de repente.
–¿Gastón vendrá pronto? –Preguntó Sara con ojos esperanzados.
Pedro no supo que contestarle. Se acercó a ella y la abrazó.
–¿Dónde están las niñas Pedro?
–Ellas... ellas se han ido. Ya no volverán cariño. Debes ser fuerte.
–Pero el almuerzo ya está servido. Ellas tienen que volver. Es su comida favorita.
–Tranquilízate Sara. –Le suplicó susurrándole al oído.
La mujer repentinamente recuerda el trágico final de sus queridas hijas y comienza a llorar amargamente.
–Quiero a mis niñas aquí conmigo. Haz que vuelvan por favor. –Suplicaba inútilmente. Su esposo solo podía abrazarla.
–Todo estará bien. –Intentó calmarla, aunque en el fondo de su alma sabía que ya nada volvería a ser igual.
Mientras los señores Stevenson sufrían el dolor más atroz que jamás hayan vivido, Gastón permanecía sentado en el sofá de su sala. Junto a él se encontraba el teléfono con el que había hablado con su padre hacía unos momentos. En su mano tenía una rosa de un color rojo intenso. Su verde tallo todavía tenían espinas que se clavan en la piel de Gastón, pero parecía no importarle.
Se levanta del sofá y camina con dificultad. Se toma el hombro. Un dolor punzante lo obliga a apoyarse contra la pared. Al mirar la mano con la que se sujetaba el hombro ve que está cubierta de sangre.
Con dificultad se incorpora y continúa caminando. Al llegar a la puerta de su habitación se detiene. Apoya la mano en el picaporte y por un momento duda. Luego abre la puerta lentamente.
Una indescriptible pestilencia se apodera del aire. Aquel nauseabundo olor a putrefacción invade el resto de la casa. Gastón entra al cuarto. A su alrededor revolotean enormes moscas con una horrenda tonalidad verdosa.
Sobre la cama estaban dos bultos cubiertos por una sábana blanca completamente manchada de un color amarillento y con gusanos reptando sobre ella. Gastón se acerca. Se para junto a la cama. Extiende su mano para quitar la sabana, pero se detiene. Todo su cuerpo se estremece.
Deja la rosa sobre los bultos.
–Lo siento mucho. Siento que esto pasara. –Susurró en el enrarecido aire de aquella habitación.
3
Eran tiempos extraños en el pequeño San Antonio. En la tienda del señor Lazarte eran pocos los empleados que habían asistido a trabajar. Tal es así, que el mismísimo Eugenio se vio en la necesidad de atender a los pocos clientes que entraban.
–Buen día. Bienvenidos a mi tienda. –Dijo cuando alguien ingresó sin despegar su vista del periódico que estaba leyendo.
–Buenos días. –Saludó alguien con un marcado acento. Eugenio levantó la vista y frente a él tenía el sonriente rostro del padre Müller.
–Ha es usted padre. Tantos días sin verlo. Es una sorpresa verlo por aquí. En realidad, es una sorpresa ver a alguien por aquí. Con todo lo que está pasando nadie siquiera se asoma fuera de sus casas.
–Si. He estado un poco enfermo. Pero ya me encuentro bien gracias al Señor.
–Dígame Padre. ¿En qué puedo ayudarle?
–Solo estoy pasando por los hogares llevando mi bendición. Son tiempos muy oscuros mi querido Eugenio.
–Lo sé. Se está hablando mucho en el pueblo. Las personas comentan. Todas esas muertes repentinas. Asesinatos. Y esos extraños aullidos en las noches. Dígame Padre. ¿Qué está sucediendo?
–¿Usted qué cree?
Eugenio, quien era un hombre muy religioso, mira hacia la gran cruz que tiene colgaba justo frente a la entrada de su tienda.
–Creo. Creo que el Diablo está aquí en San Antonio. ¿Cree que estoy en lo cierto? Es decir, las personas están muertas de miedo. Mis empleados se reportan enfermos. Pero creo que lo que está pasando es que algo terrible está por ocurrir.
–El mal adopta muchas formas. Puede permanecer oculto durante años. Pero créeme, el mal se revelará y entonces será demasiado tarde. A menos que hagamos algo.
–Pero ¿Que podemos hacer Padre?
–Atacarlo antes que él se revele.
Eugenio se sonrió. –¿Atacar a esa bestia que ronda por las noches? Creo que no Padre. Sinceramente, no quiero terminar como los Tello o esas pobres niñas Stevenson.
–Esa bestia no es nada comparado con lo que vendrá. Hablo de atacar el mal que ocasiona todas las desgracias en el pueblo. Hablo de acabar con la persona que traerá al diablo nuevamente a este mundo.
–¿No está hablando en serio Padre?
–Hablo muy enserio. Estoy reuniendo personas que me ayuden a completar la tarea que Dios me ha asignado. Debemos matar a Jonathan Jakov.
–Usted está fuera de sus cabales. Usted, Un sacerdote. ¿Habla de matar a alguien? No me importa quién sea o que haya hecho. No matarás. ¿Lo recuerda? ¿De la Biblia?
–A veces Dios nos exige tareas que van en contra de todo lo que creemos. Es allí cuando debemos demostrar nuestra fe.
–Hágame el favor y retírese de mi tienda. No es bienvenido.
El sacerdote esboza una sonrisa. –Que Dios lo bendiga. –Dijo y se despidió.
Eugenio, completamente sorprendido. Se acerca hasta a la entrada y observa como el Padre se aleja. Pero queda aún más impactado al percatarse que allí afuera, esperándolo, había un grupo de más de 10 personas. Muchos conocidos, algunos eran hasta sus empleados.
–¿Acaso todos se han vuelto loco en este condenado pueblo? –Murmuró por lo bajo.
Eugenio se dio cuenta en ese momento que algo terrible estaba a punto de ocurrir. Aquel día nuevamente correría sangre en el polvoriento suelo de San Antonio.
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