Capítulo 1

7 de noviembre de 1999

El sol comenzaba a descender lentamente en el lejano horizonte. Mientras sus últimos rayos se desvanecían, su luz era remplazada por la amarillenta luz del alumbrado público de la ciudad. Desde el balcón de su pequeño departamento ubicado en los suburbios, Jonathan Jakov observaba el atardecer con su rostro impregnado de melancolía. En su mano tenía su último informe médico, el tumor en su cabeza se encontraba en un lugar prácticamente inoperable. No le restaba mucho tiempo de vida. Dicen que en los momentos previos a tu muerte toda tu vida pasa ante sus ojos, y eso, esa indescriptible sensación de pérdida y ese potente desasosiego causado por el tiempo que transcurrió implacable sin que se haya hecho nada al respecto, era lo que pasaba por la mente de Jonathan. Tristeza porque su vida estaba a punto de terminar por una maza tumorosa que crecía incontrolable, angustia de saber el sufrimiento que marcaría sus últimos días en esta tierra y sobre todo culpa, culpa de haber desperdiciado tantos años en soledad.

Cuando la oscuridad de la noche finalmente cubrió la ciudad, las nubes se encargaron de cubrir la luna que se asomaba distante, Jonathan vuelve a entrar a la soledad de su pequeño departamento. En el perchero de madera colgado junto a su cama, colgaba su uniforme azul, con la brillante insignia de oficial colgada en el bolsillo de la camisa. Uniforme que ya no volvería usar nunca más. Una vez que se enfermó, ya no le permitieron seguir trabajando. Tenía licencia médica hasta que estuviera en condiciones de volver al trabajo. Esa era la idea, recuperarse y volver, lo era hasta que se enteró de la triste realidad.

Con la única compañía del sonido del televisor, se acostó en su cama y sumido en su tristeza no pudo evitar recordar a su querido pueblo, su familia, sus amigos, todo eso que había dejado atrás hace ya siete años con la promesa de jamás volver. Así permaneció, recordando, hasta que finalmente se quedó dormido con el papel de su estudio médico todavía en su mano derecha.

El viejo reloj de pared daba las doce en punto de la noche cuando un fuerte y palpitante dolor en su cabeza lo despertó. Completamente aturdido, manoteó con dificultad el cajón de su mesita de luz hasta que encontró sus calmantes. Desesperadamente tomó dos pastillas juntas, pero el espantoso dolor no cesaba. Sintiéndose terriblemente mal, se levanta nuevamente a duras penas y se dirige al baño.

El malestar lo aturde y lo marea hasta hacerlo vomitar. Permanece arrodillado aferrándose al inodoro, mientras su cuerpo se retuerce y la respiración se le dificultaba mientras lanzaba todo el contenido de su estómago. Cuando se enjuaga el agrio sabor de su boca, ve el reflejo que el espejo le devuelve cruelmente. Ya no ve ese hombre robusto, de pelo negro y tés trigueña, que alguna vez supo ser uno de los mejores Oficiales de la Academia de Policía, en su lugar, la única imagen que le devuelve el espejo es la de un hombre muy delgado, con el rostro pálido, con marcadas y oscuras ojeras. Las lágrimas comenzaron a aflorar de sus ojos, la amargura lo invadió recordando lo solo que se encontraba.

Luego de un largo rato se sintió lo suficientemente mejor para volver a su cama. Allí permaneció sin volver a dormir, con la mirada perdida hacia el ventilador de techo que giraba irregularmente sobre él, arrojando una pequeña brisa que se sentía como una leve caricia sobre su sudado rostro estremecido por los dolores constantes.

Los minutos fueron pasando en el profundo silencio del departamento, hasta que los minutos se transformaron en horas y finalmente el reloj indicaba que era las tres de la madrugada, aquel horario que solo pertenece a las almas en penas y personas rotas. Jonathan no había podido conciliar el sueño. En su cabeza se agolpaban todo tipo de pensamientos y sobre todo una profunda desazón.

El silencio se hizo aún más profundo cuando repentinamente el ventilador se detuvo de manera abrupta, como si alguien lo hubiera sujetado de improviso. En principio pensó que se trataba de un típico corte de energía eléctrica como en otras tantas calurosas noches veraniegas, pero pronto sintió algo más, algo que lo hizo estremecerse. Una fría briza sopló dentro de su habitación. Un fuerte escalofríos le recorrió la espalda hasta llegar a su cabeza, como si alguien le hubiera pasado de improviso un gran trozo de hielo bajo sus ropas. Un grisáceo vapor comenzó a salir con cada una de sus respiraciones como si se tratara de la noche más fría de un crudo invierno. La bombilla del pasillo, cuya luz entraba por la puerta iluminando tenuemente el lugar, comenzó a parpadear hasta que de pronto se apagó, llenando la pequeña habitación de una atemorizante oscuridad que solamente se entrecortaban con los tenues y blanquecinos rayos de luz de luna que se colaban por la ventana.

Tomando la linterna que con dificultad buscó en el cajón de la meza junto a su cama, la encendió e ilumino hacia la puerta del cuarto, pero su luz se atenuaba cada vez más. Luego de unos parpadeos, su luz también se apagó.

El más espantoso miedo y la angustia más terrible describen lo que sentía Jonathan mientras se esfuerza por ver. Cierra sus ojos con fuerza y los vuelve a abrir intentando que su vista se acostumbre a la oscuridad imperante. Es en ese instante en que escucha el espeluznante sonido de una profunda y cavernosa respiración. Su sangre se hiela por completo al darse cuenta de que no se encontraba solo.

–¡¿Quién eres?!–Pregunta inútilmente. La luna asoma completamente de entre las nubes iluminando el cuarto con su pálida luz que se cuela entre las flameantes cortinas descubriendo a aquel misterioso visitante... la horripilante imagen de un ser completamente oscuro, parado en la puerta de la habitación, mirándolo fijamente, sin pronunciar palabra alguna, se revela ante sus ojos.

–Haz venido por mí? – Pregunta Jonathan, sabiendo perfectamente que era aquel espeluznante ser nocturno que lo mira detenidamente. Sabía que el día llegaría en que aquella criatura vendría por él.

La extraña figura tenía un tamaño enorme, parecía estar rodeado por un espeso humo negro a su alrededor. El extraño ser se agacha para introducirse a la habitación. Su oscuro rostro de forma cadavérica daba lugar a su penetrante mirada, con atemorizantes ojos completamente negros, vacíos, sin el más mínimo indicio de vida. Mirar dentro de aquellas cuencas, era como mirar a la nada misma. El ser se aproximó sin decir nada, solo mirando fijamente al convaleciente joven.

Jonathan intentó levantarse, pero sus extremidades no le respondían, como si estuviera preso de una completa parálisis. Su respiración se agitaba mientras crecía su desesperación a medida que el espectro se acercaba cada vez más y más, hasta que finalmente estuvo junto a su cama. La criatura se acercó tanto que pudo sentir su gélido aliento con un extraño aroma que solo puede describirse como el putrefacto hedor de la muerte.

Al mirar hacia el interior de los ojos de aquel ser, Jonathan se sintió arrastrado hacia sus vacías profundidades. Por un momento, ya no se encontraba en aquella habitación, sino acostado en el fondo de un gran y oscuro agujero. Con su mano tocó las paredes y se horrorizó al sentir la frialdad de la tierra y las raíces que crecían como pequeños dedos que lo tenían aferrado con fuerza. Miró hacia arriba, pudo ver el gris cielo sobre él. Estaba tan lejano, inalcanzable desde su prisión subterránea. Intentó gritar por ayuda, pero su grito se ahogaba, como si el terror que sentía apagara toda posibilidad de salir de allí. Entonces se percató que desde la superficie alguien lo observaba, su imagen estaba envuelta en penumbras, pero su forma era humana. Aquel hombre miraba con atención apoyado en una gran pala que empleaba a manera de bastón.

–Por favor. Estoy Vivo... –Fueron las únicas palabras que pudieron salir de su boca, suaves como un susurro.

–Lo sé. –Fue la respuesta de aquel hombre. Luego comenzó a arrojar grandes y pesadas paladas de tierra dentro de aquella fosa.

El espanto se apoderó del joven al sentir el espantoso dolor que le causaba todo el peso de la tierra impactando contra su cuerpo indefenso. Todo se volvía oscuro a medida que la tierra iba cubriendo su rostro, hasta que solo su ojo derecho permanecía semi abierto viendo como la última palada de tierra era arrojada y todo se volvió negro. En la profunda oscuridad en la que se encontraba, comenzó a escuchar lejanos gritos desesperados, al principio tenues y dispersos, pero luego se oyeron cada vez con mayor intensidad hasta convertirse en miles de gritos desgarradores que lo aturdían por completo. De repente las voces se apagaron por completo y sobrevino el más profundo silencio.

–Ayuda. –balbuceó Jonathan con dificultad sin tener respuesta alguna.

Mientras permanecía allí, durante aquellos instantes que parecían horas, otro sonido reemplazó la mudez de la oscuridad. El sonido del crepitar de llamas podía oírse con intensidad creciente. Al forzar su vista intentando ver su entorno, una sutil luz naranja se veía en un lejano horizonte. Aquella luz se fue esparciendo, hasta convertirse en un enorme incendio. Jonathan sintió que podía moverse y rápidamente se incorporó. Miró hacia todas partes intentando ver algo, pero solo observó el fuego que lo rodeaba y comenzó a sentir el intenso calor. Las llamas se abrieron formando un camino como si quisieran que lo siguiera. Caminó a través de aquel pasaje infernal. Entre las paredes de fuego vio demoniacos ojos de color rojo intenso, que resplandecían entre las llamas. Aquellas espeluznantes miradas lo observaban a medida que avanzaba, hasta que de pronto, el fuego desapareció tan abruptamente como inició y Jonathan volvió a estar rodeado de penumbras. De pronto el lamento de un niño llamó su atención. A lo lejos vio un pequeño que no parecía ser mayor de 12 años, caminando con dificultad, secándose sus lágrimas con su brazo. No podía ver con claridad su rostro, pero algo en aquel niño lo conmovió. Le pareció extrañamente familiar.

Por favor ayúdame hermano. –Escuchó suplicar al pequeño.

Su desesperación creció al darse cuenta que aquel muchacho era su propio hermano. Comenzó a correr hacia él lo más rápido que pudo, pero por más que lo intentaba parecía que nunca se acercaba. De la oscuridad, volvieron a aparecer aquellos brillante ojos rojos alrededor del niño, y luego el fuego volvió a encenderse y rodeo al niño. Jonathan quiso alcanzarlo, pero unas fuertes manos lo sujetaron de sus hombros. El mismo hombre que lo había enterrado en esa húmeda tumba ahora le impedía ayudar a su hermano. Forcejeo sin éxito, las manos de su captor lo agarraban con una fuerza sobrehumana.

– No puedes salvarlo. – Le susurró el hombre a su oído. Entonces horrorizado vio como las llamas rodearon a su hermano y grotescas criaturas salidas de las llamas lo sujetaban mientras su cuerpo ardía y sus gritos de dolor retumbaron en el lugar, mientras él, impotente, solo podía observar. Entonces todo volvió a ser negro para luego volver a ser los profundos ojos vacíos de aquel espectro que lo observaba de cerca.

Ahogado por sus lágrimas, Jonathan volvió a suplicar.

– Por favor, te lo imploro, todavía no.

Cuando el rostro de la criatura casi estaba en contacto directo con el suyo, cerró sus ojos, resignado, esperando que su hora finalmente llegue.

Entonces sintió que volvía a moverse y abrió sus ojos. Aquella criatura ya no estaba. El corazón de Jonathan latía rápidamente, la transpiración fluía por su pálido rostro y un terrible nudo le atravesaba la garganta. Comenzó a llorar desconsolado. Por un momento pensó que quizá se tratara de un sueño, pero ese pensamiento se esfumaba al recordar su terrible historia con esa criatura. Pero esa visión era algo nuevo, algo que nunca había experimentado. Sintió que había descendido a los infiernos y allí en medio de todo ese terror estaba su hermano suplicando por su ayuda. Aquel hermano al que no pudo proteger en el pasado y que volvería a fallarle dejándolo en ese sufrimiento terrible. El sentimiento de desolación y culpa creció al percatarse de que ya ni siquiera recordaba el rostro de su hermano. El ultimo recuerdo que tiene de él, es el de aquella calurosa tarde de diciembre, hace ya 7 años. Salió de su casa con un gran bolso dispuesto a marcharse. Su padre sentado en la sala mirando la televisión ni siquiera se molestó en salir a despedirlo. Su madre sumida en una gran depresión, lloraba en su habitación, tampoco se despediría. Caminó lentamente los casi cincuenta metros que separaban su casa de la calle que habría de llevarlo hasta la parada de autobuses, mirando las plantaciones de maíz donde había pasado su infancia.

– No me dejes hermano. –Se escuchó decir a una tierna voz infantil a lo lejos. Jonathan volteó y vio a su hermano que en ese momento tenía tan solo 5 años. Con gran dificultad el pequeño camina hacia él. Todavía se encontraba muy débil.

–Por favor quédate. –Volvió a rogarle.

–Lo siento. –Fue su fría respuesta. Volteó y siguió su caminar con el dolor más intenso, cada fibra de su cuerpo quería quedarse allí junto a él, pero aun así decidió marcharse mientras su hermano se quedó allí llorando, con el viento llevando sus sollozos hasta que se mezclaron con el sonido del crujir de las plantas. Y así, entre lágrimas, Jonathan partió para nunca más regresar.

La fuerte luz del sol que entraba por la ventana y le daba de lleno en su rostro lo despierta. Aturdido se incorpora y se sienta en su cama. Los horribles recuerdos de esa visión lo hacen buscar con desesperación entre las cosas de su ropero hasta que encuentra aquella vieja fotografía de su familia. Se los ve sonrientes, llenos de alegría. Entonces se detiene a mirar la imagen de su pequeño hermano Franco. Luego de pensar por un largo rato, finalmente se decide. Si su hermano estaba en peligro, esta vez no habría de fallarle. Llego el momento de volver a su pueblo.

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