Infierno
Esta vez no voy a romper la puerta, tampoco pienso cruzar a su balcón. Fui donde Marce y le pedí las llaves de su habitación. Como estaba sentada en la silla de su escritorio, con las piernas cruzadas sobre el borde, tecleando en su computadora y con la música alta, no logró escuchar cuando entré. Cerré la puerta con seguro y guardé las llaves en el bolsillo de mi pantalón. Después de todo, tal vez la música alta no venga mal en este momento.
—¿Qué haces aquí? — se levantó de la silla del escritorio, tras percatarse de mi presencia.
—¿Todavía lo preguntas? ¿No era esto lo que querías? —me acerqué lentamente, mientras ella retrocedía.
—¡Sal de mi cuarto en este momento!
—Ahora pides que salga, porque no es lo mismo llamar al diablo que verlo llegar — me abalancé sobre ella, agarrando sus dos manos y presionándolas contra la pared.
—¡Suéltame, idiota!
La arrincone con mi cuerpo, evitando que pudiera defenderse con las piernas.
—¿Ahora estás asustada?
Ahí estaba, a solo centímetros de sus brillosos labios, respirando el mismo aire, mirándonos fijamente, como si estuviéramos esperando algo el uno y del otro.
—¡Déjame en paz, imbécil!
—¿Realmente quieres que te deje en paz? — su cuerpo vibró cuando hundí mi rostro en su cuello. Tan fresca, tan dulce, tan apetecible, tan mía.
—¿Qué crees que haces?
Aspiré su fragancia, su aliento, podía percibir sus temblores, oír su agitación.
Acaricié su cuello con mis labios hasta pasearme deliberadamente hacia su barbilla. Cerró los ojos entreabriendo sus labios y realmente surgieron esas ganas de devorar cada centímetro de ellos, de comisura a comisura, pero no pienso hacerlo hasta que no la vuelva loca y sea ella quien necesite de los míos.
—¿Por qué tan callada? ¿Dónde está la chiquilla escandalosa en este momento?
—Déjame — pidió con un hilo de voz, como si estuviera luchando con ella misma.
Tracé un camino con mi lengua hacia su oreja y oí su dulce gemido, ese que me provoca cientos de espasmos y vibraciones. Su piel es tan dulce, fresca, olorosa.
—¿Sientes muchas burbujas más abajo de tu ombligo?
Sentí cuando cruzó las piernas y dejó de luchar para soltarse.
—Te has rendido. Cuéntame, ¿qué estás esperando de mí?
Podía ver a través de su fina blusa sus pechos erectos. Puedo imaginar lo cremosa que debe estar ahora.
Abrió los ojos, viéndome con una expresión embobada, tímida y lasciva. Tuve que frenar la situación antes de que escalara más de la cuenta, dejando mis huellas en su cuello; una marca que le hará pensar en mí, en este momento, y desear que esto se vuelva a repetir.
Dejé ir sus muñecas, observando cómo se dejaba caer lentamente en el suelo, quedando a la altura de mi erección. Llevó su mano a la parte baja de su abdomen, tratando de normalizar su agitación. No articuló palabra alguna, solo me observó fijamente mientras le bajaba el volumen a la música.
—Piensa mucho en mí, hermanita preciosa.
La dejé sola en su habitación y recosté mi espalda de la pared en el pasillo. Sacudí mi camisa, tratando de enfriarme. No sé cómo pude salir de ahí. Ese cuarto es el más fresco de esta casa, pero por ese sublime momento me pareció el mismísimo infierno en la tierra. He estado acostumbrado a altas temperaturas y al calor, pero nada se asemeja al que experimenté hace unos momentos.
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