PRECIOSO
Era como tener gusanos en el estómago.
Gusanos blancos, grandes y babosos. Los había visto una vez por la televisión, en un programa de emergencias donde le habrían las tripas a un maldito desgraciado y saltaban al igual que tiras de cabellos pálidos. Eran pequeños, grandes, y se retorcían de la misma manera que aquella porquería que tenía en mi interior. Porque lo sentía, lo sentía colgando de mí, siendo parte de mi ser aunque lo detestaba a muerte, aunque le temiera. Estaba ahí colgando de mi cuerpo, llorando, gritando con su vocecita, con sus terribles gritos.
Ni siquiera me atreví a tocarlo.
No me atreví a mirarlo a los ojos porque le tenía miedo, porque entre el ardor de mi pecho y de mi garganta, entre el charco de sangre y placenta el estaba ahí, pequeño, cubierto de tripas ahogándose en el líquido amniótico que había tragado. Era tan pequeño que podía fácilmente tomarlo con mis manos. Pero no lo tocaba.
Porque entre la sangre, entre su piel grisácea y su llanto ensordecedor sentí la frialdad en mi piel, en mi pecho agitado y el sudor que recorría mi cuerpo. Porque el cordón umbilical me unía a él, en sangre, en el maldito linaje. Porque había una parte de mí en él y porque finalmente había logrado quitármelo de encima.
Porque ahora lo único que me separaba era un pequeño trozo de carne. De su nacimiento impuro, desastroso, sentí la angustia como agujas en mi piel, que se enterraban lentas y fuertes hasta sofocarme. Porque escuché en su llanto mi propio dolor y el recuerdo de viejas atrocidades que luché, que intenté olvidar. Mi cuerpo desnudo seguía temblando, me seguían doliendo el estómago, mis entrañas, mis partes íntimas, me dolían de la misma manera que antes, me ardía la piel, me ardían los dedos temblorosos porque podía ver las cicatrices en mis muslos, en mi vientre hinchado. En la sangre que despedía mi cuerpo y el mareo que me golpeaba. Porque sabía que desde aquél día que él me empujó contra la cama y me bajó los pantalones yo ya no lograría salvarme, porque lo sentía en mi cuerpo, en mi debilidad mental, en mi cabeza enferma.
Lo arrastré de la misma manera que se arrastra un cadáver, que se arrastra un pedazo de basura. Mi mano de envolvió en el cordón umbilical que nos unía en sangre, en dolor y en llanto. Porque aquél bebé sentía el odio que corría mi mirada y yo detestaba su presencia, detestaba el color claro de sus ojos, porque no eran los míos, porque su cabello era negro, porque no se parecía a mí. Porque a pesar de que intenté amarlo, quererlo, a pesar de todo... A pesar de todo él sentía el terror y el desagrado en mi tacto contra su piel blandita.
Lo tomé en brazos y era pequeño. Tan chiquito, tanto que mi pequeño pecho lo acunó, en mis brazos desnutridos y mi mano huesuda. Me dolía el cuerpo entero, y él seguía llorando. Me levanté como pude y grité de dolor una vez más, retorciéndome, los restos de sangre rodearon mis piernas y lo sostuve con fuerza. Temblando, totalmente fuera de mí, caminé hasta el baño y prendí el agua. La sangre de mis manos se limpió cuando cayó en la vieja bañera sucia, y esperé. Esperé, tarareando, intentando calmar su llanto insoportable porque también los demonios necesitaban calma. Porque, a pesar de sus ojos detestables y su su carita desconocida su sangre me ataba a él.
Porque cuando el agua empezó a tocar el suelo pude acercarse a la bañera. Y lo alcé, lo alcé y el lloró, me miró, y se encogió porque no tenía fuerza en sus manitos ni en sus diminutos piecitos. Porque era un ser pequeño, débil, tan frágil que fácilmente podría ahogarlo en el agua. Porque, de cierta manera, yo había sido así. Porque él me había quitado la ropa interior cuantas veces quiso e hizo de mí un desastre. Porque sabía que él quería este bebé, porque estaba enfermo. Al igual que mi cabeza y la pequeña porquería que tenía en manos.
Pobre angelito. Pobre niñito. Mi corazón ya estaba apestado, estaba cubierto de alquitrán y ni sus ojitos cubiertos de lágrimas podían despertar empatía alguna. Porque me habían arrebatado la inocencia a tirones desde mi infancia y porque aquél había tenido la mala suerte de tenerme como madre.
Porque no me asusté cuando lo solté.
Cuando lo ví revolcarse como un gusano en el agua. Ahí, con su cordón umbilical aún en mis entrañas y sus ojitos claritos igual a los suyos. Porque el único miedo que tuve fue saber que después de él... Vendrían más.
Pequeño precioso, tus ojitos brillaron igual que dos zafiros bajo el agua.
Cuando te dejaste de mover.
HUNTER. 2020.
PRECIOSO. RELATOS DISTORSIONADOS.
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