El pozo (nueva versión)

El reloj despertador taladró los oídos de Alexandro. Y él con la misma falta de piedad, lo golpeó con el puño para apagarlo.

Hizo el titánico esfuerzo de sentarse en la cama. Sabía que si no lo hacía se volvería a quedar dormido. Era el único rasgo disciplinario que había podido hacer sin ayuda de nadie. Y aunque normalmente eso le enorgullecía, no estaba de humor.

La mitad de la cama tenía ropa sucia, un cuaderno, bolas de papel y la sábana con la que se arropaba. Rescató un par de medias dispares –y no demasiado sucias- del suelo y se las puso. Su crecimiento acelerado de adolescente le había estirado las piernas y los brazos, pero no les había dado suficiente músculo. Su leve gordura de niño había desaparecido y apenas quedaban unas pecas como excesos de grasa en su cuerpo, que comenzaba a tapar con un uniforme limpio. Se vestía sin ganas, rascándose los ojos con largos dedos de pianista, intentando recordar el sueño húmedo que había tenido en la madrugada y que le había obligado a ir al baño a lavarse. Sabía que había sido con la única niña del salón con senos grandes, pero no se acordaba de nada.

Su teléfono sonó con el intro de alguna canción de rock pesado. Era un recordatorio. "Comprar una hoja de examen". Y de paso, bajarle el volumen al teléfono, pensó. A la mierda, se añadió a sí mismo. No voy a ir a ese examen. No estudié nada. No quiero ir. No iré.

Preparó su desayuno y huyó de casa para evitar la mirada de su madre. Comenzó a caminar, indeciso de dónde ir, y decidió seguir hacia la plaza sin desviarse hacia la escuela. Era arriesgado, pues era un sitio de reunión de varios colegios privados de la zona, y un par de públicos –incluyendo el suyo- pero no había nadie por ahí. Era la hora de entrada, y no parecía haber ningún alumno o profesor por ahí.

No se decidía si ir al arcade, entrar a la tienda de videojuegos, comprarse un paquete de chicles para revender dentro del colegio al día siguiente, o una cajetilla de cigarros. Tenía toda la mañana a su disposición. Se volteó a ver el kiosko más cercano y en vez de evaluar los dulces expuestos, se encontró con lo que creyó era un ángel.

Había una chica mirando distraídamente las golosinas. Tenía un vestido negro que mostraba sus bonitas piernas, con medias hasta la rodilla y zapatos de tenis rojos. Su bolso, abultado, evidenciaba que dentro estaba el uniforme guardado de cualquier manera. Su largo cabello claro le caía en cascada por la espalda, y se acomodó un mechón largo tras la oreja. Alexandro se sintió atraído hacia ella de inmediato. Y sin pensarlo se levantó de la banca.

¿Qué le iba a decir? Un piropo no, sabía que no servían. Tal vez algo sobre... sus zapatos. No. Sentía que su valentía se disminuía mientras se le acercaba. ¿Y si le miraba como si estuviera loco? Ya podía verle el perfil de la nariz con claridad. Las manos con uñas pequeñas pintadas de rosa. Se inclinó para verle el rostro, y ella se volteó, taladrándole el alma con los ojos color miel.

Se dio cuenta que no le estaba diciendo nada.

―Eh, disculpa...

―¿Sí?

¿Disculpa qué, cabeza hueca? ¿Disculpa qué? ¿Qué decir? Sonrió, nerviosamente. Ella en cambio, estaba tan tranquila...

―Ah, es que... me pareciste familiar. ¿No estudias en...? –señaló con la mano un colegio cercano que sobresalía por su torre de campanas. ¿Cómo es que se llamaba el maldito sitio?

―Sí. Aunque hoy no...

―Yo tampoco –sonrió, emocionado y menos tenso. -¿A quién le gusta ver historia a las siete de la mañana? –ella rió.

―¡A nadie!

Compraron sendos cartones con leche de chocolate, y conversaron toda la mañana en la plaza. Compartieron chismes de sus respectivos colegios, sus cuentos de terror y leyendas, sus profesores inaguantables y reglas estúpidas que no tenían sentido. Alexandro le invitó el desayuno en el cafetín del arcade, y no pararon de hablar hasta que la campana del colegio de...

―Me he dado cuenta que no me he presentado. Me llamo Alexandro.

Se dieron la mano, ella, fingiendo mucha elegancia.

―Clara.

Se sintió contento de encontrar a alguien que valiera la pena en ese colegio privado lleno de idiotas creídos y adinerados. El mar de chicos de todos los colegios de la zona se dividía en cada calle, en cada tienda y en los bancos del parque. Ella dejó de mirar al gran grupo de su colegio para seguir conversando con él, cuando una voz la hizo sobresaltarse. Alexandro de inmediato se alertó.

―¿Y tú qué haces?

Un chico de uno o dos cursos más alto que él les miraba a los dos con los pulgares sobresaliéndole de los bolsillos. Era tan alto como Alexandro, pero ancho. De brazos grandes apretados en su suéter gris, piernas de futbolista y una cicatriz en la nariz. No se veía del tipo que le gustaba resolver las cosas hablando.

―¿Quién es este bicho?

―¿Cómo que quién es? –exigió Clara, envalentonada. Se veía muy pequeña a su lado.

―Soy Alexandro ¿pasa algo? –dijo él, levantándose, y arrepintiéndose de inmediato.

―Pasa que estás hablando con mi novia.

―¿Qué es lo que te pasa, Jhon?

Clara le empujó, sin moverlo de su sitio. Alexandro sintió cómo su corazón se aplastaba bajo el peso de la decepción y la rabia. ¿Eran novios? ¿Ella... y ése?

―¿Se estaban... ya sabes, conociendo mejor?

―¿Qué es lo que te pasa?

―¿Cómo hablas con este pendejo...? –Jhon le miró de arriba abajo, buscando alguna palabra adecuada, y sin encontrarla a tiempo, Alexandro dio un paso al frente.

―¿Y qué? ¿Le prohíbes hablar con nadie? ¿Te da miedo que consiga algo mejor que tú? –Se oyó decir con voz rabiosa. Sintió cómo la mano le temblaba y la apretó.

―Es mi novia –dijo el grandulón. Que le miraba con curiosidad. Como cuando un niño se pregunta qué tan fuerte debe pisar para matar a una cucaracha.

―No eres nadie para decirle qué puede y no puede... -el puñetazo le cortó las palabras y le impulsó hacia atrás. Mantuvo el equilibrio de algún modo, y cuando lo recuperó por completo, le palpitaba la mitad del rostro.

Clara gritaba. Se había formado un círculo de curiosos. Jhon se acariciaba el puño y le miraba, conteniéndose de terminar de apartar a la chica de en medio para terminar con su problema. Pero volteó a un lado. Alexandro comenzó a ser consciente de que la gente alrededor hablaba.

―¡Cobarde!

―Es verdad, eres un cobarde.

―Mariquita.

―¡Ven aquí a decírmelo! –amenazó el otro, pero nadie se le acercaba. En cambio el volumen de las voces aumentó.

―¡Peleas con pura gente joven!

―¡Así cualquiera!

―¿Por qué no te peleas con mi hermano!

―¡Marica!

―¡MARICA!

―¡COBARDE!

Jhon descargó su rabia contra Alexandro, que estaba cerca, y poco preparado para el golpe. Un dolor en el hombro le indicaba que se había caído, El rostro le palpitaba de dolor. Rozó su labio con la lengua y descubrió que le dolía horrores. El sabor de la sangre se mezclaba con el de la saliva, y escupió, arrepintiéndose de inmediato. Dolía mucho, tanto que se le salió una lágrima.

Jhon gritaba al grupo que le rodeaba, pero no podía atacar a una multitud entera de estudiantes. Algunos le lanzaron bolas de papel, y otros señalaron a Alexandro, que se levantaba. Clara estaba en pánico, sin saber qué hacer. Lloraba en silencio sin moverse, y lo miraba, atónita.

¡Ya vete! ¿Te quieres morir? ¡Mírate! ¡Te va a volver mierda! Le gritaba su instinto.

―Es cierto, eres un cobarde. –Le obligó a decir su adrenalina. Aún tenía fuerzas para querer impresionar a la chica, para probarse a sí mismo de que podía aguantar.

Pero su aguante no sirvió de mucho. Alguien gritó...

―¡Policía!

Y fue todo. No había rastro de nadie. Hasta Alexandro huyó en pánico, temiendo demasiado ir preso o que llamaran a sus padres. Jhon arrastró a Clara hacia alguna parte y no hubo tiempo de seguirlos. Su angustia se incrementó al ver la de ella, su ira y su impotencia también, al ver que no podía hacer nada.

Alexandro encontró el pozo. Ignoró el hecho de que siempre era difícil de conseguir, y esta vez, solo, internándose tras los jardines privados de alguna casa abandonada, no hubo nadie que le impidiera el paso ni inconvenientes para llegar y quedarse allí todo el tiempo que quisiera.

Un pozo de piedras negras. Un pozo que podría llenarse a rebosar de todas las leyendas que alumnos de los colegios de la zona se han inventado sobre su origen y por qué no se debía ir allí solo. O por qué no se podía pedir un deseo tradicional. Y por qué había que pensárselo mucho para intentarlo siquiera.

Alexandro pateó una piedra, que cayó en el pozo. Rebotó contra las sucias paredes, generando un eco profundo, demasiado largo, demasiado abismal, demasiado imposible. Se asomó dentro, y la oscuridad le devolvió la mirada.

Supo que tenía que dar algo a cambio para su deseo. Se quitó una correa de cuero de la muñeca. Una correa que se había manchado con su sangre hacía pocos minutos. Algo primitivo e inconsciente le hablaba en lo más profundo de su ser, pero no podía entenderle con claridad.

"Desearía que Jhon se muriera, y Clara pudiera estar conmigo."

Dejó la pulcera caer. Esta vez, no hubo ningún eco.

Dos años más tarde.

Alexandro esperaba fuera del colegio de monjas a la única rubia natural que había visto por ahí. Clara lo abrazó desde la espalda, sorprendiéndolo.

―Te daría un beso, pero no te gusta que te den besos en público... Niñita.

―Ya veremos quién es la niñita esta tarde.

Ella se rió y se sonrojó. Esa tarde merendaron, e hicieron el amor por primera vez en su habitación. Que ya no estaba desordenada, pues ahora todo estaba guardado –o escondido- en su lugar. Como aquel recorte de periódico, que reseñaba, un día de octubre, la trágica muerte de una familia entera de clase acomodada. Un accidente automovilístico que terminó muy mal, con un fuerte incendio, y el cadáver calcinado de todos los que estaban dentro.

Alexandro ese día se había sentido responsable, pero no culpable. Una marca había aparecido en su muñeca. Una marca que no se iría hasta que todo se hubiera pagado.

Pero Alexandro era feliz porque el pozo le cumplió su deseo.

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