Capítulo 4
Los planes de Marcoleno comenzaban con un reconocimiento y exploración de la zona, guiado por una prudencia a la que estaba encantado de conocer por primera vez. El lugar guardaba la apariencia de una ciudad muy mediterránea, se asemejaba mucho a las de su país. Se fijó en el nombre de un establecimiento: 'Caffe del Carmine'. Eso le hizo pensar en Italia. Buscó el nombre de la calle en la pared de un edificio: 'Via Paolo de Granita'. Sí, sonaba italiano. No le importaría labrar allí su futuro, simpatizaba con sus hermanos italianos. Una abigarrada ciudad mediterránea constituía el escenario ideal para su fuga y desaparición a los ojos de sus perseguidores. No tenía más que mezclarse con sus gentes y emular su acento; su aspecto físico, tanto el suyo como el de Darnea, ya era equiparable. Aquellas iniciales horas de su diseñada nueva vida entablaron amistad con el barro y el fango, con la búsqueda de cartones y de todos aquellos aderezos que ayudaran a catalogarlo velozmente como mendigo.
Mas cuando se acomodó en su rincón al resguardo del mundo junto a su bienamado portal dimensional, y se sucedieron las horas para alcanzar el nuevo día, fue entonces cuando comenzó la disertación interior sobre su futuro. Se trataba de una reflexión vaga pero constante, pertinaz, que no lo abandonó durante todo el mes que se prolongó la preparación de la fuga. Orientaba continuamente hacia el porvenir sus divagaciones, y no recreaba imaginariamente más que bellos episodios de vida en común con su amada Darnea. "En este parque pasearemos juntos al atardecer", o "en esta heladería nos comeremos juntos un helado hasta que acabemos comiéndonos el uno al otro", o "en este restaurante nos cogeremos de las manos mientras esperamos el primer plato", conformaban parte de su repertorio habitual de pensamientos fogosamente autodirigidos, sumamente letales para su deseo y su paciencia.
Cada día recorría calles y caminos diferentes con el fin de asegurarse de escoger la mejor ruta de huida. Cada día vigilaba y comprobaba diversos edificios, tratando de hallar uno desocupado y lo menos llamativo posible. Cada día, también, exploraba alrededor de la ciudad, adentrándose en los bosques asentados en las laderas de las montañas adyacentes, vigías de la bahía. En varias ocasiones se dejó impresionar por el castillo que presidía el conjunto, altivo y guardián de las tierras a sus pies. Mas no se preocupó por inspeccionarlo; probablemente se trataba de un bien de interés cultural, como mínimo, y en ocasiones atisbó grupos de tambaleantes turistas acometiendo el desafiante ascenso por el sendero que culebreaba hasta él. Sin embargo, no se puede decir que su imaginación no volara ante su contemplación anhelante. No existía razón que le impidiera evocar un mundo paralelo en el que él fue armado caballero y se prometió a la hermosa princesa Darnea, cuyo rostro ella se dignaba ocasionalmente a exhibir al mundo desde las altas almenas y a él en particular, causándole zozobra y pesar en su corazón ante las enormes dificultades y pruebas a las que con toda seguridad lo sometería el altivo padre de ella, el rey, como paso previo a concederle su real mano. Cabe añadir que Marcoleno era poseedor de una maravillosa imaginación y poder de evocación, dado que la fortaleza carecía de almenas, y se asemejaba más a una aglomeración improvisada de bloques de piedra maciza que a un verdadero castillo.
No obstante lo inadecuado de este punto geográfico en sí, en sus aledaños halló al fin el objeto de sus desvelos, un rincón labrado por alguien para él, o le pareció a él que así debía ser pues no era capaz de representarse mentalmente un escondite más portentoso e idóneo que ése. Se trataba de una cueva; un magnífico refugio al amparo de la magna montaña, cuyo estrecho acceso constituía un reto de exploración pues se hallaba perfectamente disimulado en el entorno, y cuyas dimensiones interiores parecían emular las habituales en una vivienda de clase media. Marcoleno la examinó minuciosamente y constató su perfección. Por supuesto no pasaba de escondite temporal, el suficiente para que se relajara el nivel de búsqueda por parte de las fuerzas policiales y para que su fecunda mente urdiera nuevos planes, esta vez junto a su amada.
En una ocasión, hacía ya meses, Marcoleno y Darnea tuvieron la suerte de disfrutar de un día de diversión sincera en unas cuevas del Valle de Albaida en un auténtico logro de engaño a la artera y resabiada madre. Aquellas grutas se estructuraban en numerosas estancias curiosamente ordenadas unas encima, debajo o al lado de otras, y comunicadas entre sí por aberturas. En aquella ocasión bromearon ingenuamente con la idea de ocultarse allí de los ojos del mundo, construyendo puertas y ventanas para sus umbrales y proveyendo el lugar de todos los muebles y electrodomésticos necesarios. Si no fuera por estos últimos detalles, la imagen que proyectaron entonces de su futuro le pareció ahora a Marcoleno sumamente profética, puesto que no dudaba de que comenzaba a tomar forma con su hallazgo.
En la espléndida y felizmente ignota caverna que acababa de encontrar, pues, la pareja podía ocultarse durante un tiempo; gracias a las artes mágicas de Marcoleno, el trayecto desde el callejón hasta allí transcurriría prácticamente indetectable. Y una vez allí, de nuevo las artes mágicas les facilitarían su subsistencia, con sustracciones sigilosas de productos comestibles en el mercado. En efecto, debían robar comida, pero sólo al principio. Poco a poco serían capaces de otorgar a su vida un cariz más legal, más integrado, a medida que la madre cesara en su búsqueda. Esa cueva suponía el punto de inicio de sus nuevas vidas, un resorte para la felicidad futura, un anhelo materializado en maravillosa roca, un auténtico símbolo de dicha creciente y sufrimiento menguante.
Todo era perfecto. Nada podía salir mal.
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