Capítulo 1


En lo más profundo del verano, bajo un implacable sol que todo lo iluminaba, esas dos personas se conocieron, y algo, en el mundo, cambió.

Ni él creía en el destino, ni ella en Dios, pero para ambos muchos elementos banales de la vida comenzaron a parecer mágicos, y a serlo efectivamente. Para él, las nubes brindaron escaleras de esperanza blanca, las palabras conformaron jirones de poesía radiante y las noches describieron, indulgentes, las penumbras del pasado. Para ella, la luna se tornó en amiga íntima, las melodías mutaron en miel sedosa y las sonrisas ajenas le animaron a regalar abrazos.

¿Cómo se conocieron? Apenas importa. Pues lo que ellos mejor recordaron posteriormente fueron los pequeños detalles: las sonrisas nerviosas, las miradas furtivas, los roces iniciales, los gestos graciosos, las palabras interesantes. El sol calentaba la piel, las risas se alojaban en las bocas. El mundo parecía un lugar acogedor, apetecible, un lugar fabricado expresamente para vivir en él, y para hacerlo con intensidad y confianza.

Todo hacía prever que los sucesos en adelante se desarrollarían con fluidez, facilidad y sutileza. El amor inyectó una generosa dosis de candidez y arrojo en sus espíritus, y les convenció de albergar en sus corazones la certeza de que todavía no se había inventado la fuerza suficientemente hercúlea que fuera capaz de separarlos.

Pero se daba un hecho fatal que podía catastróficamente truncar los planes que sus cabezas enamoradas ideaban, y es que ella tenía una madre. Pero no adelantemos acontecimientos, la madre entrará en escena a su debido tiempo.

Marcoleno, él, llevaba bastante avanzados sus estudios sobre magia dimensional. Le restaban escasos meses para su graduación definitiva, y aguardaba con ilusión el momento en que pudiera finalmente ejercer en algún servicio de urgencias médicas, en algún despacho de espías profesionales, o en alguna empresa de transportes. Los magos dimensionales son los que se ocupan de abrir, mantener, gestionar y cerrar portales dimensionales, los cuales permiten el veloz traslado de personas o cosas de un lugar a otro. Por tanto, las ventajas que estos profesionales ofrecen a la sociedad, a través de dichos servicios en ocupaciones como las mencionadas, son evidentes. No obstante, la enorme dificultad de la carrera y el requerimiento de ciertas sensibilidades especiales convertían a dichos estudios en los más arduos de completar del panorama universitario. Los alumnos que alcanzaban esa meta pasaban a ocupar con presteza el puesto que eligieran de entre una suculenta variedad, a cual de ellos mejor remunerado. La demanda de estos mágicos profesionales era elevada y se pagaba en consecuencia.

Ella, Darnea, aún no había decidido acerca de su porvenir. Ni tan siquiera le había dedicado una escueta reflexión, pues las hormonas de la edad apenas permiten someras deliberaciones. Únicamente guardaba la vaga aspiración de trabajar en el futuro con personas, pero, como todo el mundo sabe, esta condición es aplicable a una ingente proporción de ocupaciones. Tal era la languidez y vaguedad de dicha intención, que en ocasiones se quebraba en favor de su devoción por los animales. "Psicóloga de animales", se proponía a sí misma en ocasiones. Mas, de momento, no poseía tan siquiera una mascota; no se lo permitían.

Cuando Marcoleno y Darnea conversaban alrededor de estos temas, relativos a sus respectivos futuros, ella experimentaba hacia él una honda veneración; él, hacia ella, la ilusión y frescura de quien todavía se encuentra en la fase de elección, con el abanico de opciones vitales desplegado coloridamente ante uno. Él se sentía legitimado para ofrecerle cansinamente sus consejos y ella para dejarlos correr indolentemente.

Se puede afirmar que, desde el principio, fueron conscientes de la diferencia de edad. Ella se situaba en la niña bonita, él por poco en la de Cristo. Mas escasas razones atiende el corazón, que es egoísta y feroz, y únicamente desea sentir, en todo su significado y esplendor. Hablarle de edades es como pedirle a un sordo que afine un instrumento, a un analfabeto que lea, a un gato que ladre. "El amor es ciego", se repitieron el uno al otro, proverbialmente, hasta que el asunto dejó de parecerles digno de mención. El poder de las frases populares es indecible.

Los seis meses que habían compartido desde que emprendieron su andadura sentimental se hallaban sembrados de dicha y tildados de felicidad. Únicamente recuerdos risueños poblaban sus memorias, y, en las ocasiones en que se encontraban separados y la tristeza o el estrés los embargaba, ambos gozaban de un reconfortante almacén de vivencias dulces a rememorar. Tanto habían profundizado en su amor, que ya se habían incluso prometido mutuamente una casa acogedora a espaldas del mundo, en las montañas nada menos.

Si bien ellos, como digo, se proclamaban seguidores fervorosos del lema "el amor es ciego", eran conscientes asimismo de que no todo el orbe planetario compartía su credo. De este modo, consensuaron una prudente discreción, por el momento. Ello implicaba revelar al menor número posible de personas su relación amorosa, al tiempo que mentir desvergonzadamente ante determinadas preguntas provenientes de determinadas personas. Marcoleno solía emplear sus artificios mágicos para ocultar o al menos maquillar su estancia conjunta en este mundo: generaba una oportuna neblina en el portal de la casa de ella cuando acudía a recogerla, desviaba la atención ajena con subterfugios luminosos o confundía mentes entrometidas con hechizos aturdidores. Pese a que el mundo había avanzado enormemente en ciertos aspectos, otros permanecían enquistados; y pese a que el amor movía a la pareja a contemplar el mundo a través de un prisma benigno, podían apreciarse en sus paredes tenebrosos resquicios por donde la ruindad era capaz de infiltrarse. Los prejuicios eran uno de ellos.

Así pues, fruto de esta malhadada tromba de elementos perversos, un día sobrevino la melancolía. Acaeció al tiempo que acaecía la tarde, tediosa y gélida, como un sentimiento integrado en el mundo. Ella acudió a la cita con lágrimas contenidas, que vencieron la presa de sus párpados en cuanto vio aparecer a su amado en la pequeña placeta donde solían reunirse. "Abrázame", y todo fue abrazos y llanto. Cuando retomó las riendas de su agitado corazón, le relató los acontecimientos siniestros que habían causado su zozobra. Que la madre, de nombre Sinestáfora, hubiera descubierto su idílica relación era lo de menos, así como lo era que hubiera hallado unas fotografías comprometedoras donde no debía urgar. También lo era que hubiera sometido a la chica a un intenso interrogatorio y que le hubiera prohibido encontrarse con él más de una vez, la necesaria para romper con él. Lo que realmente torturaba su alma era el temor a efectivamente no volver a verlo, el cual era susceptible de disiparse si él le garantizaba, prometía y aseguraba que, pasara lo que pasara, nada ni nadie los separaría.

La noticia cayó como una losa sobre el alma de Marcoleno. Máxime cuando las circunstancias le conminaban a mostrar ante ella fortaleza. Su primera y apremiante reacción fue desmoronarse, derrumbarse y tomarse medidas para su féretro sentimental. Despedirse de la alegría y saludar al horror de la soledad, renunciando a todo lo bueno y gozoso que la vida es capaz de brindar. Firmar un contrato con el miedo y la desesperación, desbaratar las huellas en la arena de la vida que recorrió con su amada Darnea.

Pero se dijo a sí mismo algo importante: "No puedo permitirme el lujo de dejarme caer, hay demasiado en juego". Y, con un chasquido, hizo brotar de sus dedos un bello arco iris que perforó el cielo. Los ojos de Darnea se abrieron de par en par, cual ventanas en verano, al igual que, probablemente, los de todos los habitantes del pueblo que presenciaron en ese momento el fenómeno.

Marcoleno agarró la mano de Darnea y emprendió la escalada. Ella dio unos traspiés pero se adaptó al frenético paso de su amado, y comenzaron el ascenso. Únicamente les restaba escapar. Poco les importó el mundo. Poco razonaron acerca de su acción impulsiva, pues poco había que razonar. La colorida rampa bajo sus pies soportaba satisfactoriamente sus pesos, y a los pocos pasos les pareció que simbolizaba su camino hacia la libertad. Observaron los rostros paralizados de las personas que los contemplaban desde abajo, y ello les convenció para continuar su travesía a través del cielo crepuscular, pues no sabrían ofrecer una explicación razonable a los curiosos si regresaban. En escasos minutos se hallaron en la cúspide del arco iris, donde efectuaron un alto para mirarse el uno al otro. "¿Qué estamos haciendo?". Él le respondió que estaban huyendo, pues era la única opción que su aturdida mente, en aquellos momentos, podía elaborar, y le ofrecía la oportunidad de proponer alternativas mejores. Ella titubeó y negó con la cabeza, temblorosa. Él la miró con determinación: "Te estoy raptando", y en sus pupilas se perfiló un destello nuevo, quizás un jirón de personalidad latente y desconocido, que presagiaba un futuro excitante, con los tintes salvajes que provee la emoción por la aventura. "Quiero que me raptes". A escasos metros por encima de sus cabezas se hallaba el ocaso.

Cuando hubieron descendido por el otro lado del arco iris, se encontraron en un modesto claro del bosque que rodeaba al pueblo, y cerca de una carretera de la que provenían los sonidos de los vehículos al pasar. Constituyó el escenario donde se urden los planes. Debatieron el cuándo y el dónde. "Ahora, lejos". Hubo unanimidad. La noche inminente suministraba una espléndida ocasión para escabullirse por la floresta. Eran conscientes de que Sinestáfora aguardaba el pronto regreso de su hija, dado que el mandato bajo el que le había permitido citarse con Marcoleno no dejaba lugar a dudas: ir, cortar, volver. Por tanto, el número de la policía en su teléfono podría ser marcado de un momento a otro. Por lo pronto, marcaba incesantemente el de Darnea, la cual se negaba a descolgar y observaba temerosa la pantalla, como si en cualquier momento fueran a brotar coléricas cabezas de dragón. Obviamente, su santa progenitora ya había emprendido la fase de busca y captura, y si respondía al móvil obtendría una orden iracunda de retornar inmediatamente a casa.

El sonido en lontananza de una sirena de vehículo en emergencia les sobresaltó de manera desmedida. Suponían que dicho sonido nada tenía que ver con ellos, pero les infundió el pánico necesario para ponerlos en movimiento. A pesar de que la zona en la que se encontraban era la comarca natal de Darnea, escasos minutos bastaron para confundirlos y hacerles sentir perdidos, pues su ritmo al caminar adoptó un cariz frenético. Las llamadas de Sinestáfora cesaron. Ambos experimentaron cierta inquietud por ello; podía significar que había decidido por fin llamar a la policía. Mas se daba una circunstancia que los tranquilizaba: ésta nunca emprendía búsquedas antes de las veinticuatro horas desde la desaparición. Por tanto, ése era el margen del que dispusieron.

"Abre un portal". Las palabras atravesaron el gélido aire nocturno y se alzaron triunfantes entre las posibilidades del destino. A pesar de las obvias bonanzas de tal opción, Marcoleno se mostró indeciso; nunca antes había tratado de efectuar dicho artificio, ya que únicamente al final de la carrera de magia dimensional les era entregado a los estudiantes el poder requerido para ello. Pese a que siempre albergó la sospecha de que los estudiantes eran capaces de realizarlo bastante antes de abandonar la universidad y de que se trataba únicamente de una cuestión de reticencia por parte de los maestros, su respeto por la institución y las artes mágicas le condujo a una constante observancia de la norma. Mas ahora no se encontraba en la universidad, no sufriría una amonestación. Y las circunstancias lo requerían, casi lo pedían a gritos: un estudioso de la magia dimensional a punto de graduarse en plena fuga con su novia; lo único que debían hacer era generar un canal y escabullirse por él.

Marcoleno se dispuso a ello. Se encontraban al reguardo de la oscuridad, entre el muro trasero de una fábrica y el bosque. Los iniciales intentos resultaron fallidos, claro está. Los siguientes, esperanzadores por las luces y las chispas. Más adelante la confianza embargó sus corazones y, casi dos horas después, el portal fue abierto. Las sonrisas poblaron sus rostros y se concedieron un exaltado abrazo. Darnea le preguntó que adónde conducía y él le respondió que se trataba de un portal aleatorio. Si deseaba concretar un destino específico para los viajeros que cruzaran el umbral, el mago debía repetir el ritual en dicho destino y, además, gozar de suficiente experiencia a sus espaldas como para establecer correctamente el vínculo entre ambos. Si bien los hechiceros más experimentados eran capaces de engendrar portales de destino sin moverse del punto de origen, el procedimiento descrito conformaba la norma para los recién licenciados. Pero, razonó Marcoleno, qué importaba adónde conducía; debían cruzarlo sin dilación. Y eso hicieron; de un salto, agarrados de la mano y dándose antes un fugaz beso, penetraron en el portal dimensional, que permaneció, ovalado y ondulante, irradiando en la noche cerrada.


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