El relojero

Atardecía en la ciudad de Londres cuando Alexander Sevilla arribó al lugar pactado. Era una cafetería que quedaba a unas cuadras de su casa.

Cuando recibió la llamada había terminado de beber la segunda taza de su café colombiano y pretendía continuar trabajando en los planos para un reloj.

Es verdad que ya no era un maestro relojero, una rara enfermedad en los huesos se lo había impedido, pero aún de vez en cuando continuaba diseñando alguno, pese a que no tenía necesidad. Su mujer había muerto años atrás y le había heredado una gran suma. ¡La pobre Agatha! ¡cuanto la extrañaba!

Sus relojes era la única manera que tenía para evitar pensar en ella y caer en la tristeza.

Y este último en que trabajaba era especial. Uno en el que trabajaba por ella. Ya casi estaba finalizado.

Ingresó. Allí estaban tres hombres. En cuanto lo vieron lo llamaron a su mesa indicadoles una silla vacía.

El relojero los miró desdeñoso. Se le hacían hombres desagradables. Desde la muerte de su esposa todas las personas habían empezado a parecerle desagradables a la par de ella. Ágatha era un ángel que jamás había sido entendido en esa sociedad. Pero ahora no era ese el motivo, algo en sus rostros y elegantes trajes de etiqueta le daba mala espina.

Tomó asiento de mala gana y de la misma manera respondió al saludo. Ellos le explicaron que eran coleccionistas de relojes y que se habían enterado de que él fabricaba los mejores.

—¿Ah sí? Interesante...  Ahora díganme la verdad —habló el relojero con una perspicaz mirada en su rostro y encendiendo un cigarro, también colombiano.

Los hombres algo nerviosos volvieron a dar su versión.

—La verdad —volvió a repetir con voz más brusca.

Los extraños intercambiaron miradas. Finalmente uno de ellos habló:

—Vaya, parece que es usted alguien muy listo. Pues así es, no somos coleccionistas. Pertenecemos al servicio secreto londinense. Nos enteramos de sus movimientos. Sabemos que hace experimentos con el tiempo.

—¿Experimentos? ¿yo? A mis sesenta y cinco años apenas si puedo ver más allá de mis cataratas. Además vean... —enseñó su mano izquierda, estaba deformada—. Estoy enfermo ¿creen que podría?

Mas sus palabras no les convencieron, entonces los invitó a su casa para demostrarles que nada tenía que ocultar. Ellos aceptaron sin dudar.

Los guió hasta su taller. No cabía duda su afición por los relojes, pues estaba repleto de estos. Había todos los tipos, modelos y colores. Pero los que más abundaban eran los relojes de pie. Sus favoritos.

De arriba a abajo revisaron el taller pero no hallaron nada. Sólo simple relojes mecánicos.

Ya estaban por retirarse cuando vieron uno cubierto por una tela. Con un movimiento de cabeza uno de ellos mandó a su compañero a verlo.

El anciano que hasta el momento había permanecido en calma no dudó en arrojarse a protegerlo. De nada sirvió, el muchacho lo apartó de un manoton.

Lo descubrió había un antiguo reloj de péndulo.

—Era de mi esposa... —balbuceó el anciano.

—Dejalo. Habla en serio. Este viejo decrépito a duras penas puede ponerse en pie, menos construir un aparato tan sofisticado. Vámonos. La información debió ser error.

Obedeció y se fue con los demás, aunque volvió al otro día, no se había convencido. Pero no había nadie, sólo la basta colección de relojes. Sólo uno faltaba, casualmente el más apreciado por el relojero. En su lugar, quedaba una estela blanquecina circular dibujada  la pared.

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