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Invierno, 1923.
La nieve de Berlín era diferente a la que caía sobre Inglaterra. Era suave, brillante, al igual que el idioma del país. Además, las decoraciones para Navidad embellecían el paisaje. Incluso después de los estragos de una guerra pasada, dominaba la tranquilidad de la esperada Nochebuena, a la vez que una prometedora riqueza inundaba las mentes de todos los alemanes. Se podía ver a los niños correr por las calles, emocionados por el árbol de Navidad que llevarían a casa, a la vez que los adultos compraban los últimos preparativos para una gran cena. Antiguos soldados ahora cargaban juguetes en lugar de armas; los menos afortunados atesoraban en sus manos panes frescos escarchados con harina.
A William, de pronto, le invadieron unas ganas insoportables de llorar. El paso del tiempo era inclemente. La tregua de Navidad, ocurrida casi diez años atrás, ocupó la memoria del hombre; no sabía si la paz enternecedora del mercado de juguetes en Berlín era más real que aquella Nochebuena de 1914.
El inglés, sin rumbo fijo, abordó un tranvía, todavía recordando el calvario por el que pasó con el avance de la guerra. Tomó un asiento libre, solo para hallar a su lado a un hombre cuyo rostro le pareció conocido. Vestía una gruesa gabardina, tenía el cabello corto, le hacía falta un brazo y tenía una ligera quemadura en el lado izquierdo de su cara, pero aquello no le arrebataba su jovial porte. Ese tipo de imágenes se presentaban a menudo: muchos hombres habían perdido extremidades en el campo de batalla, mientras que otros terminaron con la cara desfigurada por los trozos de metal que volaban de las bombas.
—Disculpe —se atrevió a decir el inglés—, ¿acaso nos conocemos?
El hombre que viajaba junto a él apartó la mirada del libro que leía y le miró. Los ojos de ambos se iluminaron al instante.
—¡William!
—¡Friedbert!
Los viejos conocidos se impregnaron de la dicha de un inesperado encuentro. Nuevamente, las palabras tardaron un poco en brotar de sus labios, pero después de las primeras oraciones, no dejaron de fluir en ininterrumpido alemán hasta que Friedbert llegó a casa, acompañado de William.
Bastante poco importaba la razón por la que el inglés estaba en Berlín en esos días, pero el motivo por el cual el alemán estaba solo aquella Nochebuena parecía ser el primer golpe de suerte de su vida: sus padres estaban de visita en un pueblo cercano y pasarían ahí las fiestas junto a familiares que Friedbert no deseaba ver.
William y Friedbert improvisaron una cena para ambos y se contaron todas las fortunas (sin olvidar las desventuras) que les habían alcanzado desde el fin de la guerra. Ninguno de los dos tocó los recuerdos del campo de batalla, más que cuando el inglés le pidió al otro que repitiese el truco de magia que le había mostrado durante la tregua de Navidad; empero, con un solo brazo fue algo más difícil para el alemán ejecutar el acto.
El festejo de ambos duró toda una semana, en la que los dos antiguos soldados no se separaron más que para dormir; cada día se acercaban más el uno al otro, y hacia el quinto día tras su reencuentro comenzaron los dulces cumplidos, que por seguridad se hacían en español y lejos de la vista de la gente.
Para Año Nuevo, Friedbert y William cenaron juntos nuevamente. Otra vez intercambiaron cigarrillos y bebida hasta que, cuando a lo lejos comenzaron a escucharse los fuegos artificiales, el inglés le robó un beso al hombre del que se estaba enamorando.
Bien había dicho Friedbert, tiempo atrás, que estaban condenados. El alemán tuvo el derecho de atribuirse toda razón sobre su sentencia cuando le otorgó a William la libertad de hacer de él lo que quisiera en esa noche, a pesar de saber que nadie más que ellos pensaría que lo sucedido entre ambos era correcto.
A pesar de la condena, Friedbert y William fueron felices. Anhelando gozar de aquella alegría ininterrumpida, ambos decidieron irse juntos a un lugar donde pudiesen vivir tranquilamente. Demoraron solo lo necesario para prepararse; entonces, bajo la excusa de unas vacaciones y, luego, la de una jugosa oferta de trabajo, ambos se despidieron de sus familias prometiendo escribirles cartas, para huir a otro lugar del mundo, tan apartado de Dios como los otros, pero en el que podrían estar en paz.
Lejos de los problemas del mundo, en un sitio aparentemente pacífico de América, William y Friedbert abrieron una librería; se acostumbraron al país que les acogió y se atrevieron a amarse en secreto, sin olvidar la guerra que, tanto como los unió, los separó. Estando uno al lado del otro, ambos se sintieron capaces de superar cualquier cosa que les esperase en el futuro. Estaban listos para pasar muchas otras Navidades juntos.
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