Ignacio Allende

Los recuerdos siguieron cayendo sobre su memoria incluso cuando ya había doblado la esquina. Ante ella se encontraba una larga calle que estaba decorada con locales y ciudadanos sonrientes, estresados, entristecidos. Le daba la sensación de que todos y cada uno estaba presente. En los años que llevaba viva no se sentía así, se sentía como humo.

Los pupitres de la escuela no le parecían lo suficientemente opacos, porque todavía podía ver su reflejo cuando aquel se borraba en burlas y risas. No entendía cómo era que todos podían lanzar esas palabras de fuego. La crueldad humana era una espuma incontrolable en muchas ocasiones. Era la forma en la que podías sentirte sepultado, indefenso.

Aún recordaba la sensación que tenía en los primeros años escolares. Cuando no sabía reaccionar ante las agresiones, tan solo percibía cómo la ansiedad le subía por al garganta, cómo las emociones buscaban acaparar el protagonista y como nadie, nadie, tenía le intención de querer salvarla de los ataques. Poco a poco, esa sensación desapareció, pero lamentablemente, no para ser suplantada por un sentimiento bonito. Al contrario, absolutamente al contrario, ella dejó de sentir... cualquier cosa en general. 

Pasó por un edificio muy viejo, que tenía los balcones llenos de detalles. Recordó entonces a los fantasmas.

Los fantasmas le recordaban mucho a sí misma. En la televisión, los pintaban como si fueran personajes normales pero con el cuerpo transparentoso. Finalmente, estaban muertos, ¿no es así?

El sol ahora se colocaba en la siguiente esquina. Estaba coronando un bonito edificio amarillo, con algunas de sus ventanas en verde. Sonrió un poquito, porque en verdad lucía como un sitio muy ameno, y esos pequeños detalles de la vida hacen que uno recuerde que las cosas en verdad pueden ser así: agradables.

Seguía sujetando la mochila, como si se la fueran a arrebatar en cualquier momento, pero pronto una corriente de aire la movió. Aquella fue tan imponente que no pudo evitar abrir los brazos. Su mochila se quedó colgaba a ella. No era necesario su agarre tan aprensivo, aunque hubiera sentido que necesitaba cuidarla. Quizá tan solo era el recuerdo en el que su padre le había pateado la mochila por dejarla estorbando su paso, o quizá la vez que sus compañeros la lanzaron por una ventana por ser demasiado estorbosa.

Al caminar sola por las calles podía tener la certeza de que nadie patearía su mochila... ¿cierto? No quería pensar demasiado en ese tipo de temas. Su casa estaba repleta de malas noticias. El pequeño televisor que habían comprado sus padres estaba infestado de ellas.  Era parte de la rutina diaria, aunque a ella le diera un tremendo escalofrío.

Titulares sangrientos, noticias temibles. Todo le hacía sentir que no existía un solo centímetro seguro para ella. Aunque ahí, caminando por entre los árboles podía sentir que las miradas no eran malignas, sino que buscaban acercársele como una pluma que va volando.

Otra vez los árboles abrigaron su pensamientos. Le gustaba sentir que la naturaleza estaba con ella. En el mundo, las personas solían pensar que había cosas de una muy pequeña importancia, como en ese caso, las flores o los hermosos árboles que abundaba en su ciudad.

Cuando era aún más joven, miraba cómo aquellos rompían el pavimento. Se imaginaba que ella alguna vez podría romper el suyo y crecer alta, pero muy alta.

Esa idea se volvió seda rasgada en sus recuerdos, cuando sus padres la reprendieron físicamente por limpiar mal la casa, la primera vez que le cantaron lo inútil que era. Tenía tanto miedo, tenia tanta ira, tenía tanto desencanto que solo podía llorar. Pero ante las lágrimas intensas de una chica desamparada, tan solo se respondía con más regaños y más golpes, para poder cerrar la tumba en vida de la pequeña confundida.

El triciclo de una niña se escuchó en una calle peatonal. Le revoloteó el estómago al verla tan feliz. Si pudiera hacer algo por el mundo, lo llenaría de muchas flores, mucha fruta y música, y por supuesto, de mucha alegría para los niños.

Recordaba que en la televisión siempre lucían contentos, en los dibujos también. Si alguien pensaba en un niño lo plasmaba así, con la cara llena de ilusiones por la vida. Con risas que podían escucharse en el oído, incluso por medio de la pantalla. Se preguntaba, por qué en su propia infancia ella siempre estaba triste.

Avanzó un poco más y volvió a girar hacia una nueva calle. 

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