Vivir sin arrepentimientos, luchar hasta el final, nunca rendirse

Esta historia comienza nada más y nada menos que en la infancia. Esa época en la que la inocencia e ilusión están a flor de piel y los sueños se ven completamente posibles. Pues bien, en un inicio la idea de llegar a dedicarme a la música no caminaba ni a la vuelta de la esquina por mi mente. Si, me gustaba bastante escuchar a esos artistas de nombre Juanes, Shakira y Michael Jackson, pero no me impulsaban a más que dar un par de torpes, gracioso e improvisados pasos de baile, gritar las letras de las canciones como si estuviera en un concierto o golpear las superficies como si fueran tambores africanos. No tenía conocimiento de nada y tampoco estaba interesada en ello, pero era divertido, ¿a que así suena?. De hecho, ahora que recuerdo, mis intereses estaban encaminados a una de las carreras más difíciles del mundo: medicina. Tal y como mis padres, quería ayudar, pero no precisamente a la gente sino a los animales. Sin embargo, toda esa idea se esfumó en un par de minutos. Ya fuera por comentarios, actitudes o demás aquel plan terminó en stand by hasta algunos años después. Bueno, ya no quería pensar en lo típico de "¿qué quiero ser de grande?" ¡No! Seguiría viviendo enfocándome en mis estudios escolares y en el bienestar de mi familia con el silencioso deseo de realizar esa y muchas cosas más que desde ese momento vi imposibles.

No mucho tiempo después, conseguí tener el primer contacto directo con la música. El escuchar el sonido de las cuerdas siendo tocadas por Juanes me había hecho anhelar una guitarra y hacerla sonar como el mismísimo artista, por lo que un día, en una gran tienda de instrumentos del centro comercial, escuché de cerca aquellas cuerdas ser rasgadas lentamente, sonando cada una por separado, y un escalofrío recorrió todo mi cuerpo. Creo que tenía pintado en la cara la palabra ilusión, porque mis padres no dudaron ni un momento en obtenerla para luego entregármela (con estuche incluido, ¡si!). Lastimosamente, cada uno de nosotros teníamos responsabilidades mucho más prioritarias que andar tocando o aprendiendo música por lo que aquel bello instrumento terminó siendo guardado en un rincón de la biblioteca hasta los años  del bachillerato.   

Los años terminaron pasando entre libros, lápices y la interminable rutina de entrar y salir de casa mientras cumplías con tus respectivas responsabilidades domésticas y escolares. Aún así, había un pequeño toque que podía hacer de los días algo mucho más energético e ilusorio. La música compuesta por el rey del pop: Michael Jackson. Parece mentira, pero es anécdota, que desde el momento en que mi padre llegó del trabajo con una pequeña bolsa negra en sus manos, mi segundo contacto con la música surgiría en mi vida. Dentro de ella, y junto a un par de películas, se encontraban los DVD y CD de gran parte de la discografía del artista. Pasaron segundos para que conectaran el televisor colocando el disco de DVD primero. Nunca había escuchado una música como esa. El toque de expresión que tenía cada letra, cada palabra;  combinada a lo que eran los diferentes sonidos, armonías y melodías, no hacía más que hacerme sonreír. Desde ese momento, puedo decir que debí darme cuenta de que la música era esa parte en mi vida con la que no podría vivir si desapareciese.

Después de haber cursado la primaria con éxito, empezó el bachillerato y, con él, uno de los tantos eventos que definiría mi futura profesión. Resulta que en el colegio partidario de mis estudios básicos, la materia de música era realmente escasa en cuestiones de tiempo (algo por lo que estaba inconforme, he de aclarar), pero, las calificaciones se encontraban basadas en lo que yo más quería hacer: aprender a tocar un instrumento. Fuera piano, flauta, guitarra o batería, era obligatorio tener que salir graduada junto a tu instrumento escogido. Para ello, cada uno de los estudiantes debíamos tocar la canción dada por nuestra maestra y evitar en lo más posible tener errores para, al final, montarla junto a los otros instrumentos. Infortunadamente, no tuve la oportunidad de tocar todo ese repertorio junto a mis compañeras músicas, pero logré desempolvar y comenzar a crear mi trayectoria de estudio con aquellas cuerdas, que ahora formaban acordes, me fascinaban cada vez más.

Para aquella época, el querer aprender un poco más de ese instrumento me llevó a tomar clases fuera de mi institución con un maestro particular. No obstante, no salió como creía. Podía entender que la música había de ser exigente, como cualquiera de las cosas que requieren de un estudio y así están estipuladas, pero ¿tanto?. Cada una de las teorías que escuchaba con respecto al instrumento se asentaba pesadamente sobre mis hombros como una carga más de la académica en mi institución. No importaba cuan fácil estuviera explicada, sentía que no podría lograrlo ni a tiempo ni de una buena forma. Poco a poco ese peso fue tomando mucha más cabida en mi espalda hasta que... decidí parar. No iba a poder lograrlo... Al final, terminé por cancelar aquellas lecciones dejando con su partida un mal sabor en mi boca y una incertidumbre por qué sería de la música y yo.

Desde ese momento, no pude verla de la misma forma. La música había perdido su encanto ante mis ojos y ya no sabía si en realidad quería verla de nuevo frente a mi o sentirla formándola con esas cuerdas o, incluso, con mi propia voz. Tenía miedo. Un miedo inexplicable e irracional al fracaso en algo que, sabía, comenzaba a querer demasiado. Esa materia en la que disfrutaba tanto empezaba a tornarse de a poco en una más del montón. Por fortuna, no logró durar lo suficiente como para hacerme desistir de ella por completo. En uno de esos momentos en los que se liberaban a los estudiantes de las clases, aquella maestra de música me ofreció pertenecer a la banda escolar. Ella tenía conocimiento sobre mi pequeño estudio en la guitarra, pero no me pidió precisamente tocarla esta vez, sino que con ese aprendizaje, me aventurara a conocer otro instrumento de cuerdas: el bajo. No sabía nada de él, ¿cómo iba a tocarlo? (Gracias a Dios son como las cuatro últimas cuerdas de la guitarra). Sin embargo, era un reto lo que me estaban ofreciendo y, tal vez, solo tal vez, era una nueva oportunidad para recobrar el significado que la música había perdido para mí. Terminé aceptando casi de inmediato a pesar del compromiso que conllevaba aprender una gran cantidad de repertorio unida al hecho de tener que estudiar un nuevo instrumento. Entre ensayos, errores, más ensayos y dolores, había logrado dominarlo y volver a creer que la música era importante. Rayos, podía hasta dejar de hacer otras actividades extracurriculares con tal de estar sentada por unos minutos en ese salón repleto de instrumentos tocando o cantando lo que se me viniera a la mente sin importar que estuviera bien o mal. Habían tardes en las que anhelaba que ese salón estuviera abierto para tomar un instrumento y empezar a tocar. Y así fue como, entre un sube y baja de emociones y nuevos descubrimientos, había finalizado con mi tercer encuentro con la música. Uno de los que creo fueron más decisivos.

Ya llegando al final de esta historia llegaron los últimos años de la etapa escolar de mi vida. Esos años en los que la incertidumbre por tu decisión sobre quien quieres ser el resto de tu vida termina por convertirse en el pan de cada día. El momento de tranquilidad se había acabado y ahora, era el tiempo de decidir. ¡Que empiecen los juegos del hambre! ¿Qué carrera?, ¿qué universidad?, ¿saldrás del país? Miles y miles de preguntas de las que no tenía respuesta faltando menos de un año para que todo terminara. La presión era abrumadora, no solo en la institución sino también en la que hasta el día de hoy puedo llamar mi hogar. Hasta que decidí que debía parar. Esa infame tensión no hacía más que inquietarme por mi falta de decisión y buscar respuestas erróneas a lo que en verdad quería hacer de mi vida. No obstante, viendo el lado positivo, me llevaron a realizar los tan conocidos test para orientarte a tu decisión de carrera. He de admitir que no es que hayan ayudado así que tú digas mucho, pero lograron hacerme reflexionar sobre esos años en los que la música había entrado en mi vida. ¡Justo la tercera de las opciones que habían resultado era esa, música! ¿Cómo es que no me había dado cuenta? Las melodías, armonías, notas, letras, etc, habían tenido una importancia abrumadora como ninguna otra de las materias o aficiones que practicaba y habían captado mi interés la hubiese podido tener. ¿Podía vivir sin hacer música? ¿Me veía como química, bióloga o cualquier otra de esas profesiones, el resto de mi vida? La respuesta era tan sencilla y estaba justo frente a mi nariz que me era casi imposible de creer: no. No, no y más no. No podía abandonar la música. Sabía que al salir por el portón de esa institución esta se iría y pasaría de ser algo casi cotidiano a un simple hobbie o una bonita experiencia del pasado. Definitivamente no quería eso, pero ya saben que al tomar una decisión tan importante siempre estará esa vocecita que te pregunta: ¿es lo correcto?, ¿estás segura?. ¡Si, cállate! Vale, no. Efectivamente, la inseguridad no me dejaba. Sin embargo, no era solo por ser la definición de mi futuro sino por el peso que llegaba detrás: mis padres. ¿Cómo les diría que quería hacer de la música mi vida si a cada persona que se le escucha decir eso la tratan de vago o le dicen que de esta no se puede vivir en estos tiempos? (Me sentí vieja). En fin, no quedaba de otra más que esperar la pregunta y lanzarse de boca. Mi decisión estaba tomada (con distintas opiniones y percepciones de por medio), y nadie podría cambiarla, pero hubiese preferido tener más tiempo para mentalizarla. No pasó mucho tiempo cuando esa pregunta llegó. Respondí y... como había supuesto no era de su total agrado. Al principio eran realmente escépticos a la idea mencionando si me encontraba segura, sugiriendo otras carreras o mencionando la típica frase: "si es lo que te hace feliz está bien", con un deje de ignorancia algo notorio. Eso fue realmente doloroso, pero nada podía hacer al respecto. Estaba decidido y lo di a saber. Bien dicen que los problemas se arreglan con palabras, fuertes, pero al fin y al cabo palabras. Finalmente, y como podrán haber supuesto, aceptaron (¡si!).
Ahora si, llega el verdadero final. Yo sé que ya se cansaron, espérenme un tantito. Ustedes estarán diciendo: "bueno, y después de toda esta carreta que nos dió, ¿por qué escogió la música?". Les respondo de una forma muy sencilla y corta: ni yo misma lo sé. No mentiras. Esta es su verdadera respuesta. Redoble de tambores por favor...

Escogí la música porque es mi pasión, porque no puedo imaginarme haciendo algo más que no sea tocando un instrumento, componiendo o cantando a todo pulmón y dejando hasta el más mínimo de mis sentimientos en mi voz. Porque quiero que la sociedad vuelva a verla como lo que era: una virtud. Que la vea como yo la veo: una forma de expresión libre, de transmitir un mensaje, una forma de ayudar a la gente, de simpatizar, de ser conscientes de lo que somos y hacemos, y no una forma de atacar y desvalorizar. Quiero que la música vuelva a tener ese valor que perdió años atrás y logre volver a ser algo respetado. Quiero poder llegar a transmitir con ella lo que no soy capaz de expresar con palabras habladas y ayudar a esa gente que también se siente abrumada o perdida. Quiero poder decirles qué hay alguien que los comprende y que se puede hablar de lo que les ocurre, que es posible expresarse sin temor a ser juzgado. No solo lo hago por mí, sino por todos esos compañeros, maestros y amigos músicos que sé han podido pasar por lo mismo y han salido adelante. Porque merecen ser respetados por tener el valor de hablar y la capacidad de transmitir, lo que le queda corto a las palabras habladas, con sonidos. Porque sin música, el mundo no tendría vida y las personas no tendríamos corazón.

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