Epifanía

Para esta parte de la historia, es importante que sepan que la industria de las mermeladas estaba favoreciéndonos. Tommy, porque se volvió Tommy, me invitó a vivir a la nueva casa que se compró con todas las ganancias.

Era un sitio precioso, una villa al estilo español, con hermosas plantas que llegaban hasta el cielo.

Un divino y largo auto nos recogió aquel día. Teníamos el descapotable abajo y mi cabello castaño lucía especialmente hechizante. Era una psicodelia de colores difíciles de descifrar, en especial cuando lo veía a él aproximándose para ayudarme con mis maletas.

Se respiraba un delicioso aroma a caoba. ¿Cómo es eso? ¡Ni yo lo sabía posible!, pero los relucientes muebles que lucía la casa de Tommy parecían de tan fino detalle, de tan distinta procedencia, que no pude más que soltar una fresca risa tapada por mi guante de seda.

—¡Esta es la gran vida, Agatha! —me dijo extendiendo los brazos en medio de esa enorme casa.

Alrededor de nosotros, danzaban un montón de personas que acomodaban detallitos por aquí y por allá. Mientras lo miraba a él, ahí, con esos pantalones acampanados blancos y el cabello reluciente, sentí que un diamante en mí nacía. Una perla, quiero decir. Las perlas son preciosas y, como la predecible narrativa nos ha estado repitiendo, difíciles de obtener.

El color carmín en los uniformes de cada uno de los presentes se mostraba tan pulcro que podía ver los anhelos e ilusiones de todos reflejados en el terciopelo. Tommy volteó pronto para empezar a mirar la mansión por sí mismo. Yo me senté en una mesita de centro cercana. Traía el cabello arreglado a la moda, con una diadema azul intenso que hacía a un halo imaginario. Probablemente aquello era lo que yo quería pretender.

La primera noche, una banda vino a la casa. Tommy tenía un reloj precioso, era plata con unos diamantes rodeándolo. Con él me decía: "Mañana será tiempo de abrazarme" y yo sonreía embelesada por la luz de luna. Probablemente aquella se colaba por los martinis que tomábamos mientras la música acompañaba esa cena tan elegante.

Agatha era una mujer afortunada, yo era una mujer afortunada.

Poco a poco, la vida empezó a verse mejor. La espalda ya no me dolía tanto por hacer las mermeladas. Por supuesto, solo yo sabía la receta, así que nadie más podía fabricarlas. Tommy contrató a un montón de expertos en ventas y esas cosas de las que sé menos de lo que me importa crear una máquina de humo.

Ahora tenía un cuartito especial para fabricarlas. Claro, no me refiero a que fuera una cocina equipada. Esa la usaban los cocineros de Tommy para prepararle trucha fresca, salmón ahumado con un poco de especias trituradas a la francesa, que, en realidad es una descripción un poco burda para alguien que no tiene paladar.

La joven les dirigió una leve sonrisa macabra a los presentes. Un escalofrío los recorrió, pero la palabrería siguió fluyendo, sin darles tiempo a reaccionar.

No existe esa forma de triturar las especias, como habrán adivinado. Pero durante nuestra estancia en esa casa, Tommy hablaba demasiado sobre ese tipo de cosas. Cazar renacuajos en Holanda, hacer queso "a la japonesa"... tenía demasiadas historias enredadas en la mente sobre sus viajes por el mundo.

—¿Realmente había viajado por el mundo? —preguntó la doctora Rosa con cautela.

Sí. Tommy era un trotamundos. Recorrió tantos terrenos como su blandengue alma le permitió, sin embargo las historias que contaba eran sinsentidos. El mundo no sirve a un alma vacía, tan solo la vuelve más hueca porque el mundo es demasiado y grande y profundo para ella. Al contrario, cuando el alma está llena, el mundo encaja como en un eclipse, el color que brota de aquello es de un dorado irrepetible.

De todo el mundo, de todos los centímetros en la Tierra, de todas las mujeres en el cielo, decidió elegir a Agatha, a mí. Me repetía esto, al inicio con un tono tan romántico que sonaba a una canción; pero mientras los días avanzaban, algo dentro de mi alma lo recitaba con un tono agrio, acariciaba el sentido de queja mientras yo notaba el negocio de mermeladas de Tommy empezar a despegar más y más.

Mi cuerpo ya no podía sostener la producción (de hecho es inhumano pensarlo ahora, una sola mujer produciendo ese número de pedidos).

—¿No creerán que lo estoy inventando? —cuestionó repentinamente la joven al tiempo que todos negaban con la cabeza rápidamente.

—Bien...

Tommy consiguió un equipo al que tuve que entrenar. Fueron días complicados, aún cuando tenía ayuda a la mano, seguía encerrada en ese cuartito casi todos los días.

De vez en cuando salía para tratar de abrazar a Tommy, pero él señalaba su brillante reloj y volvía a repetir la frase que ya conocía de memoria.

En esa casa, las cosas eran extrañas. El reloj más grande, el principal, no funcionaba. Los muebles que había mencionado eran preciosos, pero pronto empezaron a notarse podridos por detrás y por dentro. Era una casa que se estaba muriendo, aunque por fuera lucía verdaderamente divina. Hubiera engañado hasta al ojo más entrenado.

Un día, una amiga de la iglesia (sí, aún me conocían por ahí), fue a visitarme y se quejó todo el tiempo del extraño olor que inundaba el sitio.

Yo no sabía a qué se refería, todo me parecía que tenía un rico aroma a frambuesa silvestre (y caoba, claro). También me preguntó por qué mi ropa estaba llena de polilla, pero solo pude soltar una carcajada. Era la costura más fina, Tommy se había encargado de conseguirme aquella blusa. Los pantalones, ni decir, tenían una calidad precisa.

Mi amiga pudo haber estado loca, porque juraba que los pantalones estaban desteñidos y rotos, mientras que yo los veía de un precioso azul y tan lisos como el mar en un día de verano calmo.

A todas esas advertencias se sumaron unas más del fontanero, que anunciaba que esa casa estaba a punto de derrumbarse; otras de unas risueñas muchachas que trabajaban ahí, que salieron corriendo despavoridas porque juraban que estábamos infestados de ratas.

Ante esas acusaciones, Tommy sólo reía. Yo reía con él porque me parecía de lo más tonto que todos vieran esa preciosa mansión como un nido de problemas.

Carlo, uno de mis jardineros, se unió con un relato curioso. Un día yo me encontraba bailando con Tommy en el borde de la piscina. ¡Él me juró que estaba seca! Y el pequeño charco de agua estancada ¡más verde que una rana! Pero yo la ví cristalina y mi vestido de diamantes lucía precioso reflejado ahí. Carlo soltó un bufido de tontera cuando le expliqué aquello, porque aseguró que yo estaba en pijama.

—Tenía su maquillaje corrido, señorita. Creo que había estado llorando —anunció desconcertado.

Yo le di un sorbo a la limonada (¿o agua de limón?) que bebía y después le pedí que se fuera.

"Un montón de locos sin remedio", me repetía. Y Tommy, bueno él les calló la boca cuando su negocio, la abundancia, el oro de Wall Street, tocó a nuestra puerta.

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