Por la Ruta 68
Mi celular marca veinte para las dos de la tarde. Al volante está Claudio, el novio de mi hermana. Ella va a su lado con unos vaqueros y un chaleco gris de algodón liviano. Atrás, mientras peleo el lugar con un gastado sofá cama de tonos cremosos, siento como el Citroën azul da inicio a la marcha.
—¿Qué canción es esta? —pregunto.
—No lo sé —me contesta Claudio. De inmediato retoma su conversación con la Pancha.
Demasiado britpop la canción. Será.
Ruta 68. Origen: Valparaíso. Destino: Santiago.
Es genial dejar que el viento golpee en tu cara. Sientes que estás dentro de una película de Cameron Crowe, o en una de aquellas consabidas escenas donde una canción acompaña cualquier paisaje, un sentimiento, incluso las diversas caras de culo; y una vez que la música llega a su fin, el auto se estaciona.
La Pancha es Relacionadora Pública. Ahora mismo se alojará tres semanas en mi departamento, antes que entreguen el suyo. Encontró trabajo en una comercializadora de vinos. Y me alegro por ella, pero más bien porque llegará el doble de vino a mi mesa. El Claudio, una vez que termine su práctica, se irá a vivir con mi hermana.
Paramos en una Copec.
«Diez mil noventa y cinco», dijo Claudio al bombero.
El auto vuelve a partir. Comienzan a preguntarme por un montón de calles que aún no conozco desde que me instalé en la capital. Ya pasamos Curauma. Nos aproximamos a Peñuelas. Mis oídos reconocen la voz de Madonna.
—¿Podrían cambiar la música? —propongo.
A la Pancha le gusta. Decide ignorarme.
—Pongan una wb más de ruta —vuelvo a intentar.
Al instante me recuerdan lo fome que son mis gustos musicales. ¿Qué tiene de malo Bruce Springsteen o Bob Dylan? Supongo que es demasiado folk-rock/country para ellos. Así que para joderme, dejan a George Michael.
Vamos por Casablanca. El costado del camino se despeja y ya no se asoman tantos árboles. No conozco sus nombres vulgares, y mucho menos científicos, pero de algo estoy seguro: sus troncos son demasiado escuálidos para los que siempre dibujo.
Continúo observando algunos autos, porque no veo más personajes de los que tengo al frente y... el sofá cama que ahora me está acosando. No es como en los buses, donde siempre se encuentra el típico empresario hablando por celular. Sí, ese mismo wn que jura de guata que su voz estridente no molesta a nadie. O el viejo calvo que lee los avisos económicos. Y no falta la mina rica que hace que te arrepientas por no haber escogido el asiento número tres. ¿Y si el bus choca? Pues no me apetece ser uno de los primeros en morir. En realidad no creo ser el único que piensa eso. Mejor al medio.
«¡Bacán Viña Indómita!, ¿o no, Felipe?», me pregunta la Pancha cuando pasamos por ahí. Tiene letras grandes, como las de Hollywood a lo alto del cerro. No puedo hacerme el desentendido, así que le contesto un abúlico sí. Después pasan otras como House of Morandé. Tal vez la hagan venir a todas. Quién sabe.
Primer peaje. El sol calienta mi nuca. Pancha y Claudio aprovechan el momento para comprar pasteles de Curacaví y, en el trueque, noto lo rubio de unos brazos morenos y rechonchos. Se ven horribles. Al voltear me doy cuenta que es una señora con un cabello oxigenado que pareciera jamás lavárselo. Su delantal, que en algún tiempo pretérito fue blanco, no habla mejor de ella.
«¿Quieres un pastel?», me preguntaron. Mi negativa fue instantánea.
Por fin el túnel Zapata. Lejos del calor. La Pancha no para de hablar de viñas y ya deseo que se calle. Lo tomo como una burla: ¡voy angustiado por la sed!
Qué mal: en este preciso instante me siento el hermanito tonto y aburrido.
Pasamos el túnel. En la mañana desperté pensando en ella, y quiero seguir pensando en ella. Abro el bolsillo chico de mi bolso para sacar un Belmont Light. De pronto, y a través del retrovisor, noto que mi cabello luce como el de Marcelo de Cachureos. Le echo la culpa al viento. Dos y media de la tarde. Sólo quiero pensar en ella.
02:44pm. Segundo peaje. Adiós al túnel Lo Prado. Comienza a sonar mi celular:
«No, mamá, aún no llegamos. Sí, te llamo. No te preocupes. Por supuesto. ¡Mamá! Sí, claro. Ok...mmm... Te quie... Síííííí. Ya, chao... chao. ¡Lo sé, lo sé! Ya... te llamo.» Cuelgo. Les presento a mi vieja.
Estamos llegando a la capital. Debo sufrir de ansiedad. Así son casi todos mis viajes. «Black» de Pearl Jam, un alivio a mis oídos.
Entramos a la Alameda. Muchas personas, demasiadas caras nuevas. Ahora pienso que es mejor la ruta, incluso con el sofá cama que durante el trayecto me agarró cariño y se fue durmiendo apoyado en mi hombro izquierdo.
Tres con cinco minutos. El sol invade como en pleno verano.
«Metete por José Miguel de la Barra, Claudio», le recuerdo.
Suena «Hungry Heart» del Boss. ¡Al fin, por fin! Sí, yo también quiero salir a dar un paseo y no regresar.
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Este relato corto lo escribí en mayo de 2007. Espero que les haya gustado. :)
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