Capítulo IV

—Ya estoy aquí —anunció Roger tras los golpes pronunciados en la puerta.

—¡La madre que te parió! —Dyle abrió la puerta sintiendo unas inmensas ganas de golpear a su amigo.

—Estate tranquilo. No va a pasar nada —dijo él de lo más relajado, como si la situación en la que se encontraba Oliver no fuera nada relevante.

A Dyle su actitud le ponía más nervioso.

—¡¿Es que acaso no te aterra la idea de que Alexa lo haya matado?! —estuvo a punto de gritar, pero se esforzó en contenerse.

—Cállate —le reprendió Roger, comenzando a perder la paciencia —No se va a morir por algo así, y aunque así fuera, tú mismo lo acabas de decir, fue Alexa la que lo habría matado, no nosotros.

—Pero nosotros siempre estamos con ella. No saldríamos impunes. —murmuró tembloroso, incapaz de sentirse tranquilo.

Roger rodó los ojos, incapaz de seguir soportando a su miedoso amigo y se acercó al joven inconsciente. Con dos de sus dedos, unió la pequeña brecha que tenía Oliver en la cabeza y a continuación pegó el parche que había traído, lo que se le hizo difícil porque los cabellos no paraban de adherirse.

Y en todo el proceso, escuchó a Dyle murmurando cosas que él no llegó a comprender, pero que por su tono era evidente de qué se trataba.

—Como sea, no se va a morir —aseguró una vez terminó el vendaje.

Dyle no estaba para nada de acuerdo, pero, para su satisfacción, Oliver comenzó a abrir los ojos quince minutos después. Solo entonces, Dyle pudo suspirar del alivio.

—¿Ves? Ya despertó el bello durmiente —Roger le obsequió pequeñas palmadas en las mejillas a Oliver, ganándose su aturdida atención —Venga, que te llevo al hospital a que te vean eso. Hay que ver lo patoso que eres. Mira que resbalarte en el baño...

En su voz, que fingía ser amable, se podía apreciar el tono de amenaza, lo que Oliver no pasó por alto, pese a que nunca había pensado en confesar la verdadera razón de dicha brecha.

Con la ayuda de ambos, Oliver caminó por los pasillos. Por el trayecto, se cruzaron con la tutora de la clase de Roger y Dyle.

—Profe, nos llevamos a Oliver al hospital —le comentó Dyle a la profesora, en verdad preocupado por él, ya que, si algo grave le sucediera, él tendría los días contados.

—¡Oh, dios mío! ¿Qué le ha pasado? —fue claro el horror en la cara de la mujer al evidenciar la sangre en el cabello y en su rostro.

—No lo sabemos. Lo encontramos inconsciente en el suelo del baño —respondió Roger fingiendo una enorme preocupación, aunque en realidad aquella situación incluso le parecía divertida.

—Apenas me resbalé —soltó Oliver apenas alzando la voz, logrando una sonrisa interior en sus dos compañeros.

—Vaya... —la mujer formó una mueca de disgusto en su rostro —Chicos, no se preocupen, dejen que yo le acompañe al hospital. Avisen al director de lo que sucedió.

Se acercó más con la intención de servirle de auxilio al joven, pero los dos estudiantes que le servían de soporte retrocedieron, negando.

—Está bien, profe, nosotros queremos acompañarle —dijo Dyle con cierto apuro, sintiéndose al borde del desmayo.

Aunque Oliver no había dado señales de que fuera a hablar, no podía dejar de estar preocupado. Tenía que acompañarle y escuchar de la boca de un medico que estaba bien. Que se recuperaría en cuestión de unos días o como mucho una semana.

Los tres estudiantes abordaron el vehículo de la profesora y fueron hasta el hospital. Por el camino, Oliver sintió que su cerebro pendía de un hilo, pero Dyle insistió en sacudirlo de vez en cuando, asegurándose de que no cerrara los ojos, porque cuando lo hacía, una terrible angustia lo asolaba. Por el camino no paró de rezar que Oliver se pusiera bien, pero, sobre todo, que nunca confesara el daño que le hacían.

Después de haber recibido dos puntos en su cabeza, Oliver se encontraba en la sala de una consulta, sentado sobre la camilla. La profesora y los dos jóvenes aguardaban fuera, aunque Roger ya hace rato que se había ido, alegando que tenía que irse a casa, aunque pidió a su amigo, solo para que la profesora no sospechara, que le informara de cómo había quedado Oliver.

Una hora y cuarenta y ocho minutos después, la tía de Oliver entró en la consulta, luciendo verdadera preocupación. Traía puesto la bata médica y lucía exhausta, como siempre.

—¿Cómo te sientes? —se inclinó junto a su sobrino y le tocó la frente.

Oliver, pese a que tenía la visión perturbada por la anestesia, captó la expresión de desagrado que su tía tenía, quizás porque Oliver tenía el rostro descubierto.

—Mareado —comentó él con la voz apagada, mientras volvía a ponerse la mascarilla—Ya podemos irnos a casa.

Recargado del brazo que su tía le ofreció, el muchacho caminó hasta el vehículo rojo que se hallaba aparcado en la zona de aparcamiento del hospital.

—¿Estás seguro de que estás bien? —insistió la mujer después de ingresar en el asiento del copiloto.

Su sobrino estaba sentado junto a ella, con la cabeza apoyada en el cristal. Los colores bailaban según su campo de visión, fundiéndose, haciendo que todo perdiera su forma.

—Seguro.

Ante el tono cortante del chico, la mujer encendió el motor del coche y comenzó a conducir.

Fue un camino trazado en silencio, apenas minado por el atropello de voces y ronroneos de los vehículos que circulaban por la ciudad. En aquella época de invierno, estaba infestado de personas, y las filas de coches interminables que nunca parecían avanzar.

Una situación que era común por la visitada tierra de Andorra. Una situación a la que Oliver estaba naturalmente acostumbrado, pero que no por ello, dejaba de resultarle fastidioso.

El continuo trote del vehículo, tenía a su estómago alborotado. Una bola de vómito germinaba en su interior. No iba a poder contenerse hasta llegar a casa.

Así que, aprovechando el atasco, abrió la puerta y soltó el líquido amargo y espeso, dejando que se cayera sobre el asfalto.

—Voy a llevarte al hospital —comentó la mujer junto a él con seriedad. No estaba realmente preocupada, solo lo decía siguiendo el protocolo.

—No —negó él, cerrando la puerta, mientras se ajustaba la mascarilla.

—Oliver.

El chico no dijo nada más. Apenas cerró los ojos y permaneció acostado en el cristal.

Poco después los vehículos comenzaron a avanzar, y ahora, hipnotizado por el suave trote del vehículo, Oliver fue capaz de echarse una siesta hasta que llegaron a su lote de apartamentos. Una vez aparcó el vehículo en su respectiva plaza de garaje, su tía le tocó el hombro y le dijo que ya habían llegado.

—Deberías de comer algo —le aconsejó su tía tras abrir la puerta del apartamento y dejó que Oliver entrara primero.

—No me apetece.

Oliver logró llegar a su habitación sin recibir una nueva insistencia de su parte.

En cuanto se derrumbó en su cama, la escena violenta de aquella tarde se reprodujo en su cabeza.

Poco después, aplazando su falsa imagen de víctima, surgió él en su infancia, donde era el agresor. Fue sin ningún tipo de empatía que insultó y golpeó a un inocente, sin atender en ningún momento a sus suplicas ni llantos.

En aquel entonces, Oliver pensó que sí él sufría, alguien también debería de padecer su dolor. No importaba quién fuera. Apenas necesitaba a alguien para descargar la ira que no era capaz de lanzar en contra de su progenitora. Mujer que le aterraba por su inmensidad y fuerza, y le hacía sentirse tan diminuto como una hormiga.

Lo admitía. El hacer sentir menos a alguien más, llegó a parecerle divertido y le satisfacía tener el apoyo de otros. Pensó que aquel era un grupo de amigos común, que se hablaban y reían. En ellos llegó a sentir calor humano.

Cuando su tía decidió acogerle, tuvo que cambiarse de residencia y de colegio, pero continuó residiendo en la misma zona.

En aquel entonces, Oliver no comprendía la importancia de su aspecto, pero muy pronto lo comprendió al ser ignorado por sus nuevos compañeros. La quemadura que su madre se había encargado de grabar en él, le había convertido en una persona diferente ante los ojos de los demás. No. En realidad, aquel solo era un cambio en su físico, insignificante si se comparaba con la inmensidad del daño psicológico.

No tardó en comprender que debía esconder la quemadura. Aprendió a acostumbrarse al sofoco que le ocasionaba la mascarilla. A ser siempre notado, pero nunca aceptado. Solo aceptó que debía mantenerse en los rincones, solo. Y aunque se veía como el objetivo perfecto para ser acosado, nunca le sucedió nada parecido. En ese aspecto, fue afortunado.

Sus años escolares fueron más tranquilos de que los que hubiera imaginado. Nunca nadie se metió con él, y aunque no le elegían para ser el integrante en sus grupos cuando los profesores así lo pedían, logró mantenerse estable en sus notas.

Creía que un día podría hasta superar su pasado, pero, fue hasta unos días después de comenzar su segundo año de bachillerato, que comprendió que no sería así. Alexa surgió en su presente, dispuesta a cobrar venganza por el daño que Oliver le había causado a su hermano menor.

Y Oliver lo aceptaba. Era justo el daño que le causaba. Todo lo que le hiciera era justificado y nadie tenía el derecho de detenerla.

Alexa permaneció pausada en medio del salón de su casa, consumida por sus pensamientos, detestando el ambiente pesado que se inspiraba en su hogar. Estaba tanto silencio, que incluso se escuchaban los más efímeros sonidos.

El pitido de la cafetera la sacó de su trance y la hizo moverse de la posición en la que había permanecido por unos cinco minutos o más.

—Buenos días, mamá.

Alexa saludó a su madre en cuanto la vio saliendo de su cuarto. Tenía un aspecto escuálido, su cabello era un revoltijo de nudos y el camisón color violeta que llevaba vestido estaba sucio. La mujer tenía una mirada distante, como si no estuviera consciente, y solo se percató de la presencia de su hija, porque ella le habló.

Cuando giró sobre sus talones para encarar a Alexa con sus ojos de un azul incoloro, pareció que iba a caerse. Se la veía muy débil, y aunque tenía apenas cuarenta años tenía muchas arrugas en el rostro.

—Buenos días, cariño —su voz se asemejaba a la de un paciente en estado crítico en el hospital.

Esas fueron las únicas palabras que pronunció antes de decidir retirarse y regresar a su dormitorio, en el cual gobernaba la oscuridad absoluta.

El silencio volvió a hacerse presente en la ubicación de Alexa, hasta que un sonido ajeno a la estancia se hiciera presente.

Alexa, sintiéndose prisionera de una depresión de dimensiones infinitas, dirigió su mirada hacia una puerta cerrada que se hallaba tras de sí. Ver aquella puerta siempre le causaba sufrimiento y hacía que la llama del odio que sentía por Oliver creciera día tras día. Golpearle y humillarle no estaba sirviendo de nada. No era suficiente.

El sonido exaltado de las teclas siendo constantemente presionadas, hizo que Alexa tuviera más apuro en abandonar aquel lugar lúgubre al que llamaban su hogar, pero que ella no sentía como tal.

Aferrada a los tirantes de su mochila, comenzó a descender los escalones del edificio apresuradamente. Sus pasos apenas se volvieron moderados cuando salió al exterior. Cada día en aquella casa, era peor que el anterior. No podía soportarlo. Ya no lo toleraba más.

Se dirigió a la parada del autobús y se mantuvo en pie a la espera de que llegara el transporte escolar. El viento traía consigo el frío de las montañas, haciéndola víctima de un ligero estremecimiento, pese a que iba abrigada religiosamente.

Se balanceó sobre sus pies en un intento por mantenerse más caliente, arreglando la bufanda celeste que envolvía su cuello.

Doce minutos después, ingresó en el interior cálido del vehículo y se sentó en uno de los asientos que quedaban atrás.

—Buenos días.

Se inclinó un poco para adelante, echándole un vistazo al rostro que se ocultaba tras la capucha verde oscura que cubría la cabeza de un joven de diecisiete años, el que, bajo los efectos del sonido que se reproducía a través de los audífonos, no se había percatado de su presencia.

—¿Cómo te sientes? Me enteré de que ayer te resbalaste en el baño —Alexa se llevó la mano al rostro, fingiendo que se limpiaba las dos lágrimas que se habían derramado —¿Me dejas ver la herida?

Un deje de odio sucumbió bajo la falsa amabilidad que Alexa tanto se esforzaba en mostrar.

Oliver tiró de su capucha, buscando ocultarse, y esa simple acción, hizo que el odio se manifestara con mayor intensidad en los ojos de la joven.

—¿Qué haces? —Alexa tiró de la capucha, sintiendo que perdía el control —Déjame ver la herida. ¿Acaso es tan grave? —sus labios se torcieron en su falsa imagen de buena persona.

—¿Qué sucede?

La chica que se sentaba delante, se volteó, conllevada por la curiosidad.

—Oliver se cayó ayer en el baño —explicó Alexa, llevándose una mano al pecho, como si en verdad lo lamentara.

—Oh, ahora entiendo porqué se lo llevaron al hospital —observó al chico con mucha atención, el que parecía al margen de su conversación.

—Sí —afirmó Alexa.

Oliver aumentó el volumen del reproductor MP3, buscando enmudecer aquellas voces en su totalidad.

Permaneció absorbido por el trote del vehículo, el tránsito allí afuera y la canción de Photograph de Ed Sheeran. Aquella canción le hacía rememorar escenas de su pasado. Escenas muy dolorosas que no se tenía permitido olvidar, y que se repetían con más frecuencia desde que Alexa había ingresado en su vida.

Apenas despegó la mirada del suelo del vehículo cuando sintió que unos dedos ajenos le habían quitado un audífono. Entonces, las voces de los alumnos se introdujeron en su oído, molestándole.

—¿Te compraste un MP3? ¡Qué música más deprimente escuchas! —soltó Alexa con la burla asechando su expresión —¿Quieres que te recomiende música buena?

Oliver tomó el audífono sin mencionar una sola palabra, se lo volvió a poner y permaneció lo más ausente posible. La cabeza le palpitaba en la zona de la herida, donde Alexa apoyó su barbilla, quizás por coincidencia o con toda la intención.

Oliver no tardó en sentir punzadas en su antebrazo. Alexa insistía en hacerse notar. En hacerle saber que no se iría y que en ningún momento dejaría de hacerle la vida imposible.

No paró de atormentarle en todo el camino, tocándole, quitándole el audífono.

Solo cuando Alexa vio a sus dos amigos y fue a saludarles, Oliver pudo estar solo al fin, pero fue por apenas un suspiro. Ya que, en menos de nada, los tres se reunieron a su alrededor.

—¡Buenos días, Oliver! —exclamó Dyle con aire de sorpresa, reuniéndose con apuro a su lado.

—¿Estás bien? ¡Ayer nos pegaste un buen susto! —Roger parecía haber estado ensayando aquella línea durante toda la noche, hasta que se detuvo después de reconocer que su interpretación era buena.

Oliver tuvo el atrevimiento de esquivar al grupo de tres y decidió seguir al resto de alumnos al interior del edificio.

—¡Espera!

El rostro de Alexa se presentó ante él, deteniéndolo, seguido por la sombra de Dyle y Roger. Actuaban como de costumbre, como si nada hubiera sucedido ayer. Y Oliver ya estaba acostumbrado a ellos, pero aquella mañana, debido a la tontura que azotaba su cerebro, no se sentía capaz de tolerarles.

Oliver apretó el botón del MP3 para hacer crecer el volumen, sin importarle el daño que les produjera a sus oídos. Tenía el deseo latente de apagar las voces de aquella chica y aquellos dos. Solo por un día, deseó huir. Tuvo ese deseo egoísta.

No eran muchos los alumnos que acudían a aquel instituto, por lo que el segundo año de bachillerato apenas dividía a los alumnos en dos clases. En A y B.

Oliver estudiaba en la A, al contrario que Alexa y el dúo, pero eso no suponía cualquier impedimento para que ella apareciera a la más mínima oportunidad, le arrancara del asiento y lo llevara al baño o a la zona trasera del patio, donde podía practicar su acoso diario.

No había ningún solo día en el que Alexa decidiera reunirse con otros compañeros y hablar sobre sandeces, como la mayoría de los estudiantes. Había dejado que su obsesión por la venganza la absorbiera a tiempo completo.

El ambiente oscuro que circulaba en su casa no era ningún incentivo para pensar en algo más que no fuera atormentar a Oliver. Su familia parecía estar muerta. Es como si siempre estuviera tan solo ella en aquella casa. Ni siquiera en fechas señaladas se esforzaban en aparentar felicidad.

Y el causante de que su familia estuviera desestructurada era Oliver. Él era el que había liderado el grupo de acosadores que tenían como objetivo a su pobre hermano. Había causado en él tan grande herida, que ni el transcurso de los años le había ayudado a recuperarse. Él lo intentó, Alexa era consciente de ello. Después del incidente, estuvo un tiempo sin ir a clases, asistiendo de vez en cuando a un psicólogo, tuvo su apoyo y el de su familia. Después, cuando pareció estar recuperado, volvió a asistir a clases en un nuevo colegio, con nuevos compañeros y fue durante algunos años, pero, a sus catorce años, de repente, después de bajar del vehículo escolar, en vez de ir a clases se iba a dar paseos por la ciudad. Hecho que fue notificado por los profesores debido a sus faltas.

Su familia le exigió que se explicara, pero el chico no tenía ánimos para hablar. Trataron de ayudarlo una vez más. Fue al psicólogo, después al psiquiatra, el cual le recetó varios medicamentos y también le escribió justificantes del plazo de un mes, pero no hubo mejoras, sino todo lo contrario. Su hermano se convirtió en un recluso de su propia habitación. Se pasaba los días agarrado a la consola o durmiendo. Casi ni tocaba la comida que le dejaban a los pies de la puerta.

Oliver se había encargado de exprimirle hasta la última gota de autoconfianza y de autoestima, convirtiéndolo en un topo que se negaba a abandonar su agujero. Atrayendo después a su madre, la que con medicación para la depresión trataba de borrar la infelicidad, teniendo el efecto opuesto.

—¡Oye, Alexa, ten más cuidado hoy!

El apuro minó la consciencia de Dyle, cuando más tarde, volvieron a estar en el lugar donde ayer se había cometido el crimen. La sangre ya no estaba, pero Dyle no podía dejar de sentirse muy angustiado.

—¿Qué te pasa? —interrogó Alexa con fastidio, cruzándose de brazos —¿Acaso creíste que yo podría ser una asesina? ¡No me compares con él! —señaló duramente a Oliver, el que se mantenía en pie junto a la pared, con la mirada en el suelo.

—¡Pero él tampoco asesinó a nadie! —Dyle sintió un frío gélido recorriendo su espalda cuando las finas pupilas de Alexa se clavaron en él como dos cuchillos.

—Su madre se suicidó, ¿de quién crees que es la culpa? —mencionó ella en tono burlón, rodando los ojos.

Aquella acusación hostigada por la burla, hizo que el corazón de Oliver se retorciera, enjaulándolo en aquella escena, donde su madre seguía balanceándose del techo, con sus ojos blancos observándole. Sus labios pronunciaron las mismas palabras que Alexa. Tú me mataste.

—Oliver le hizo la vida imposible a su madre, pero al ser un niño, fue visto como la víctima. ¡Pobre mujer! ¡Por tu culpa ella fue vista como un monstruo!

Conforme soltaba aquellas palabras llenas de veneno, Oliver rememoraba cada golpe sobre su carne y el aceite calcinando su mejilla. El peso de los recuerdos le convirtió en una máquina de temblar y aquella manifestación de dolor, hizo que Alexa sonriera de satisfacción.

—Ah, perdona —Alexa apoyó una mano sobre el hombro derecho de Oliver, provocándole un sobresalto que no pudo medir —No debería de estar hablando de esas cosas tan horribles. No tenía la intención de herirte.

El pecho de Oliver se hinchaba con violencia. Un sudor frío se expandía por todo su ser. Se estaba ahogando bajo la tela de algodón de la mascarilla. Se estaba ahogando en el pozo de sus horribles memorias. Las imágenes que reproducían sus ojos eran amorfas, haciendo que su estómago se retorciera.

—¡Cómo tiembla! —Roger se rio fuerte, convencido de que Oliver estaba temblando porque fin habían logrado asustarle.

—¿Crees que me das lástima? —Alexa le arrancó la mascarilla y no pudo evitar sonreír con más ganas al toparse con su boca abierta, en necesidad de aire—¡No te hagas la víctima!

—¡Espera!

La mano de Alexa se detuvo abierta frente al rostro de Oliver, sin llegar a tocarle.

—Pero ¡¡¿qué te pasa?! —gritó Alexa muy furiosa, liberándose del agarre de Dyle —¡¿Por qué lo estás defendiendo?! —clavó su mirada en él, sintiendo su cuerpo hirviendo.

—No lo estoy defendiendo. Es solo que, después de lo de ayer, es mejor que no lo toques por un tiempo —se excusó muy asustado. Su corazón latía como loco desde que vio a Alexa levantando la mano con la intención de golpear a Oliver. Un día como el de ayer no podía volver a suceder.

Alexa se mordió el labio inferior con fuerza, sintiéndose en la necesidad de saborear el metálico sabor de su sangre, como si eso lograra hacerla entrar en razón. Sabía que lo de ayer había sido demasiado, incluso ella lo sabía, pero tampoco es que se arrepintiera.

—Tienes razón —aceptó después de dos minutos de meditación —No pretendo ir a la cárcel y arruinar mi vida por esta mierda que no vale nada. Oliver —tocó su mejilla quemada con delicadeza —Espero que disfrutes del descanso. Te daré una semana, así que gózala bien.

Sus uñas trazaron líneas rojas por la mejilla del joven.

—Pero antes —rebuscó en el bolsillo abultado de la ropa del chico y sacudió ante los ojos verdes de Oliver, el MP3 y los audífonos.

Oliver vio en silencio a Alexa arrojando el MP3 contra el suelo, haciéndolo mil pedazos, y luego, como si no tuviera suficiente, lo aplastó y removió con su pie.

—¡Cuídate mucho, mi monstruito! —exclamó ella, saliendo del lugar.

—¡Nos vemos! —Roger se despidió con un toquecito en su hombro derecho.

Una vez solo, sus orbes se posaron en el destrozo que reconoció como el pequeño aparato que por un corto lapso de tiempo le había ayudado a negar la existencia de los demás.

En silencio, con la mente en blanco, se agachó junto a él y lo observó más de cerca. Apenas se quedó allí, sin pensar en nada realmente.

Una vez fuera del baño, arrojó el objeto a una papelera que encontró por el camino.

A través de las paredes y las ventanas, podía escuchar el bullicio que provenía del patio y del edificio. Reconoció el sonido de las patadas que le daban al balón. Las risas de unas jóvenes. Todo ajeno a él.

Decidió subir las escaleras y ocupó el último escalón del edificio. Allí las voces se escuchaban lejanas. Como si fueran apenas un producto de su imaginación. Allí apoyó la cabeza en una pared y cerró los ojos, negándolo todo, sobre todo su propia existencia. Ignoró su estómago vacío. No quería pensar en nada. Su tía le había preparado un bocadillo, pero él iba a dejar que se pudriera en su mochila.

No es que estuviera bien. Él no sabía lo que era estar bien, pero al menos, allí estaba alejado del mundo, de aquellos ojos que tanto le observaban y de las bocas que tanto comentaban.

Un constante martilleo persistía en su cabeza, en el lugar de la brecha. No tenía ganas de abandonar aquella posición, ni tampoco de ir a clases. Así que, quizás con un poco de suerte, ni los alumnos ni los profesores se percatarían de su ausencia.

—Oye, despierta.

Al abrir los ojos vio el rostro de una joven. Una compañera de su clase.

—¡Oigan, está aquí!

Su exclamación provocó una estampida de pasos a lo largo del pasillo. Pronto se vio consumido por varias presencias y sombras, además de exclamaciones y preguntas que se introdujeron en su cráneo como agujas.

—Pero, ¿qué haces ahí?

La risa de un muchacho que él no reconocía se apropió del lugar por un mero instante.

—Escuché que ayer se cayó en el baño —comentó otra chica entre el bochorno de voces.

—¡¿En serio?! ¡Qué pringado!

El comentario de ese chico arrancó varias carcajadas.

—¡No se rían, tontos! —les riñó una chica, invocando una nueva oleada de risas. Risas que se apagaron cuando Oliver retiró la máscara y derramó su vómito sobre las escaleras.

—¡Qué asco!

Una partitura conformada por sonidos que expresaban asco minó el ambiente.

—¡Ya déjenlo en paz! Anda, Oliver, ven conmigo —le habló una chica cerca de él, tendiéndole la mano.

Oliver se colocó la máscara y pasó por entre sus compañeros de clase, dejando al margen la mano que le quiso prestar su ayuda y las risas que persistieron a su espalda.

—Oliver, ¿se encuentra bien?

Era la voz del profesor de ciencias viniendo de frente, en compañía de otros pasos. Reconoció tres pares de zapatos frente a él.

—Iré a dormir a la enfermería —indicó sin mucho ánimo en hablar.

—¡Yo te acompaño! —se ofreció una muchacha, dándole alcance en una pequeña correría.

Oliver apartó el brazo que se enlazó con uno de los suyos, cansado de aquel teatro que los alumnos interpretaban frente a los adultos y se encaminó solo a la enfermería. Allí, en cuanto alcanzó una cama vacía, se dejó caer sobre ella.

—Espero, que, en estos días, no te olvides que eres un monstruo.

Oliver sintió una mano apretándole el cráneo y un dedo incrustándose en su herida.

Alexa no tardó nada en agacharse para que Oliver pudiera reconocer el rostro de quien le acompañaba.

—Aunque, dudo mucho que lo olvides. Puedes escapar de mí y de cualquier otra persona, pero nunca podrás huir de esa quemadura —soltó con satisfacción, yéndose después, con unas reprimidas ganas de hacerle daño.

Minutos después, prisionero de la soledad, Oliver se tocó la mejilla por encima de la mascarilla. A veces tenía la sensación de que iba a llorar, pero aquel ardor en sus ojos, no era más que una ilusión. Hacía años que no lloraba, porque no era capaz. Era como si él no tuviera ese derecho. 

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top