6. Durazno

El lunes está resultando más tedioso de lo normal. La profesora de inglés nos puso deberes y salió del curso a mitad de hora, con alguna excusa. Todos sabemos que se va a fumar. Yo mismo la encontré el año pasado, en el patio del costado, saboreando un cigarrillo como si fuera la boca de su amante, quien también sabemos que es el profesor Collins.

Me recuesto por la silla y miro a mi mejor amigo. Bruno está escuchando a Led Zeppelin con los auriculares de su celular, tan fuerte que oigo la música desde aquí.

En el asiento de atrás, Lucía le hace la tarea. Ésta chica nunca entendió que Bruno no quiere nada con ella. Sigue haciendo el absurdo papel de desesperada.

No me molestaría en absoluto, si no supiera que una de las razones por las que finge ser amiga de Sam es para acercarse a él.

Aunque, dentro de todo, no es peor que la otra. Kendra, quien la sigue todo el día sólo para acercarse a mí. En el tiempo que estuve de novio con Sam se me hicieron obvias sus intenciones.

—Lucas —Bruno llama mi atención—. ¿Y si nos escapamos?

—Todavía ni siquiera termino de cumplir el castigo en la biblioteca —lo miro con mala cara—. ¿Y ya quieres que me pongan otro?

—Marica —se queja y vuelve a colocarse los auriculares.

Nada me gustaría más que irme de aquí, pero no puedo arriesgarme a que me encuentren de nuevo. Los años anteriores me pusieron demasiadas amonestaciones por culpa de eso. Y el guardia de la entrada ya conoce nuestras caras perfectamente, no va a caer en ninguna mentira.

Si al menos no me hubieran castigado ya el primer día de clases, papá no estaría tan molesto como está conmigo últimamente.

Todo por culpa de esa Pulga loca.

Volteo a verla. Está tan concentrada en su trabajo que no se percata de que la miro.

Hoy lleva el cabello castaño envuelto en una larga trenza. Odio admitirlo, pero se ve realmente bien.

No puedo evitar esbozar una sonrisa.

Susi, la chica que está a su lado, me ve y me hace un guiño, creyendo que la estaba mirando a ella. Le devuelvo el gesto por pura cortesía, pero llevo la vista de nuevo hacia adelante. No quiero que se haga falsas ideas.

Entonces me acuerdo de eso. Abro la mochica de Bruno, hago a un lado sus cuadernos, sus CD's y sus revistas porno y busco bien en el fondo.

Ahí está, el colgante del celular de Brenda.

Lo saco, riendo en mis adentros, y lo observo con cuidado.

Es ese gatito gris que se ve a menudo en la web y gusta tanto a las chicas. Me da gracia pensar que alguien tan ruda como ella tenga algo tan delicado, infantil.

Abro mi billetera y lo guardo cuidadosamente en uno de sus compartimientos.

La profesora vuelve, inundando el salón del olor de su vicio favorito, y yo sólo pienso en salir de aquí para poder disfrutar del mío: la música.

Extraigo mi teléfono y escribo en el grupo de WhatsApp de Musageta.

"Vane, ¿ensayamos mañana?".

Le toma al menos cinco minutos responder.

La veo escribir y escribir sin plasmar nada, hasta que las palabras aparecen en la pantalla.

"No... pero los quiero en casa a las 20:00. Tengo que hablar con ustedes".

Le muestro el mensaje a Bruno.

—¿Qué crees que sea? —le pregunto.

Él se encoge de hombros, mordiendo un bolígrafo.

—Espero que no esté embarazada —apunta y se ríe como tonto.

—Y si lo está, yo espero que no sea de ti —contesto con gracia.

—No me la tiré, ya te lo dije varias veces —se defiende.

—Más te vale. No dejaré que tus instintos primitivos afecten al grupo —le recuerdo—. Para eso tienes decenas de fans que matarían por meterse en tus pantalones.

Él lanza una carcajada.

—Ya quisiera, al final todas solo quieren estar contigo —se queja entre risas.

Me cuelgo la mochila a la espalda y salgo del curso.

En la entrada de la biblioteca, me cruzo con Brenda. Hoy toca castigo.

Nos miramos por un segundo, pero ninguno dice nada.

Yo no existo para ella.

Ella no existe para mí.

Ése fue el trato al que llegamos.

Dejo caer mi cuerpo en el viejo sofá del garaje de la casa de Vanesa y estiro mis piernas. Estoy agotado por haberme pasado limpiando esos aburridos libros.

—¿Qué es, Vane? Dilo ya —la animo.

—Quiero esperar a que estemos todos —contesta ella.

Puedo notar nerviosismo en su voz y algo me dice que no está todo bien.

Francis entra en ese momento.

—Chicos, lo siento. Me retrasé más de lo debido.

—¿Crees que tenemos el tiempo del mundo para esperarte? —lo reta Bruno, ganándose una mala mirada de mi parte.

No me gusta que se meta con Francis, en especial porque sé que es demasiado pacífico para defenderse.

Vanesa comienza a morderse las uñas al notar que ya está la banda reunida y no le queda otra opción más que empezar a hablar.

Los tres la miramos con atención.

—Tengo malas noticias —suelta, pero no me asombro, ya me lo imaginaba. Me mira a mí, porque sabe que soy el que más podría ayudarla en una situación problemática. —Papá quiere empezar a usar de nuevo el garaje para armar sus muebles —su voz suena un poco temblorosa—. Vamos a tener que buscar otro lugar en donde ensayar de ahora en más.

Bruno se pone de pie, histérico.

—¿Me estás jodiendo? ¿Qué le pasa al tarado de tu viejo?

—¡Oye, no hables así de mi padre! —le reclama ella, estremecida.

Me levanto también, al instante.

—Cálmense —me ubico entre los dos.

No quiero que la discusión llegue a mayores. Todos sabemos que Bruno se puede poner bastante bruto cuando las cosas no salen como le gusta.

—Primero, tú pierdes tu guitarra —se sigue quejando él—. Ahora, nos quedamos sin lugar. ¡¿Qué mierda va a pasar mañana?!

Ninguno le responde. En parte, me siento culpable. El hecho de que papá me haya sacado la guitarra se ha vuelto un problema que me está costando resolver.

Francis se cuela por detrás de mí y le da un abrazo a Vanesa.

—Todo va a estar bien —escucho que le dice.

Bruno me sigue viendo con rabia. Me acerco, intentando poner una mano en su hombro, para calmarlo. Pero él escupe al suelo.

—¡Este grupo es una joda! —se retira exaltado y revienta la puerta al salir.

Los ojos de Vane se llenan de lágrimas. Sé que la banda es tan importante para ella como lo es para todos. Y no la culpo en absoluto.

—Tranquila —le masajeo la nuca—. Me encargaré de encontrar un lugar.

—Yo también —la consuela Francis —. Veré si podemos usar la sala de música de mi colegio en las horas libres.

Asiento.

—¿Y qué hacemos con Bruno? —pregunta ella.

—Ya se le pasará —aseguro.

Si el lunes fue un mal día, los días siguientes no se diferencian demasiado.

Las horas en el colegio me parecen monótonas, aburridas, y no entiendo por qué.

El miércoles de noche, papá irrumpe en mi cuarto, cortando mi serie favorita.

—Deja eso y prepárate —me ordena, con ese mal humor al que ya me estoy empezando a acostumbrar, desde el incidente en el colegio.

Lo miro sin comprender muy bien.

—¿Iremos a algún lado?

Él niega con la cabeza, mientras observa mi habitación con detenimiento. Me fijo en los acordes que dejé anotados en un papel sobre mi cama. Están cubiertos casi en su totalidad por un libro y espero que no se percate de ellos.

—Los Burgos vienen a cenar, así que vístete bien —explica. Se dirige de nuevo a la puerta y, antes de salir, me lanza una última mirada—. No vayas a avergonzarme.

Como si fuera posible para mí no hacerlo.

No se detiene a esperar mi reacción, simplemente se va.

Me levanto de la silla, tomo mis cosas y me doy una ducha.

Estoy terminando de acomodarme la camisa dentro del pantalón cuando golpean mi puerta.

—Baja ya —ordena la voz de papá.

No me va la ropa formal, me hace sentir incómodo. Pero debo acostumbrarme a ella. Cuando me convierta en abogado tendré que usarla a diario.

Me coloco los zapatos y bajo al recibidor.

Sonrío al ver a Sam y ella también lo hace. Se acerca y me rodea con sus brazos.

—Te ves muy bien —comenta.

Ella también se ve linda, pero prefiero no decirle nada porque hace tiempo decidí controlar un poco los halagos que le hago. No quiero que los malinterprete y la conozco lo suficiente como para saber que lo hará.

Saludo a sus padres y todos pasamos a la sala.

Papá hace los cumplidos de siempre a la mamá de Sam, resaltando las lujosas joyas que lleva puestas. Yo sólo me fijo en que volvió a cambiarse los implantes de los pechos. Nunca se conforma con el tamaño.

Me siento en el sofá y Samantha se ubica a mi lado. Nuestros padres se sirven vino y se ponen a comentar sobre trabajo, como si no tuvieran suficiente con las diez horas que pasan juntos en la oficina.

—Tengo un regalo para ti —confiesa ella en voz baja, entusiasmada.

Sam nunca fue buena para guardar sorpresas. Cuando algo la hace feliz se asegura de que todo el mundo lo sepa.

Es una de las cosas que más me agrada de ella. No se guarda nada. No finge, es espontánea.

—¿Qué es? —le pregunto, pero ella se recuesta contra mi hombro.

—No te diré nada esta vez —asegura—. Lo verás después de la cena.

Me río y la abrazo, atrayéndola más.

A veces no puedo evitarlo. Es tanto el cariño que le tengo que me cuesta fingir la indiferencia que debería demostrarle para lograr que se olvide de mí.

Me aparto de nuevo al cabo de un instante. No quiero volver a meterle dudas en la cabeza. No puedo permitir que vuelva a pasar por todo el daño que le hice el año pasado.

Podría decir que Sam es mi mejor amiga. Pero, la verdad es que es incluso más que eso. Nos conocemos desde que tenemos uso de razón y siempre nos quisimos demasiado. Adoro a Sam con todas mis fuerzas. Solo que no de la manera en que ella quiere.

Y el cielo sabe que lo intenté.

Especialmente el año anterior, cuando un beso no planeado la llevó a asumir que yo sentía lo mismo, y no me quedó otra opción que intentar llevar adelante un noviazgo que terminó siendo incluso más difícil para ella de lo que fue para mí.

Porque no estoy enamorado. Y, en el fondo, ella es consciente de eso.

Tarde o temprano va a encontrar a alguien. Estoy seguro. Porque es delicada, cariñosa y bastante linda. El único problema es que ahora ella cree que ese "alguien" debo ser yo.

Y no solo ella, todos lo creen. Sus padres, el mío, hasta nuestros amigos. Todos tienen pensado un hermoso porvenir en el que los dos nos recibimos de abogados, nos casamos y nos ocupamos del estudio jurídico Urriaga-Burgos.

Durante cierto tiempo, yo también lo vi así. Y, de hecho, constantemente me entra la duda de si es o no ese el camino que debo seguir.

Ella, sin embargo, está segura de eso. Va a estudiar derecho, piensa que va a casarse conmigo y hasta le puso un nombre a nuestro futuro perro. La tonta de Kendra me lo contó una vez, buscando burlarse de ella a sus espaldas.

A veces no sé si Sam en realidad está enamorada de mí, o de ese perfecto cuadro que nuestros padres nos pintaron para el mañana.

Nos sentamos a la mesa y nos disponemos a cenar. Brindamos por los nuevos trabajos que le están asignando a la firma, por los casos que se ganaron este mes y, como siempre, por nuestro futuro en la asociación.

Sam me toma de la mano y me acaricia el cabello varias veces, mientras comemos. La aparto, disimuladamente, porque me incomoda que se comporte así delante de nuestros padres.

No me gusta que les haga pensar que aún somos novios. En ocasiones, incluso suelta comentarios en los que da a entender que es así o que pronto volveremos de nuevo.

Y no quiero lastimarla más, pero tampoco puedo permitir que siga haciéndose ilusiones con respecto a nosotros dos.

Luego de la cena, me lleva en dirección a la entrada principal y me cubre los ojos con las manos.

—Sam —le reclamo, entre risas—. No me gusta tanto misterio.

—Te encanta el misterio —replica, mientras me guía por el pasillo.

Tiene razón y lo sé. Adoro la sensación de lo desconocido. De eso que sale de lo común y que te puede sorprender si llegas a darle una oportunidad.

Se detiene al cabo de un momento y se aparta de mí.

—¡Sorpresa! —exclama llena de euforia.

Mis ojos captan la figura de una guitarra eléctrica de color negro ébano. Y no cualquier guitarra.

Una SG Standard T de Gibson.

No quepo en la emoción al acercarme para tomarla en mis brazos. Es delicada, liviana, pero a la vez tan sólida, que me deja sin aliento.

Ésta es la guitarra de mis sueños. Preferida por una larga lista de guitarristas profesionales. Es incluso mejor que la que tenía antes.

—No puedo creerlo —es lo único que puedo exteriorizar en este momento.

Ella sólo ríe, nerviosa.

Bajo la guitarra de nuevo, con mucho pesar.

—No puedo aceptarla, Sam. Es demasiado.

Ella me lanza una mirada de decepción.

—¡Tienes que hacerlo! —insiste—. Además, ya hablé con tu padre y lo ha aceptado. Se siente mal por haber arrojado la tuya a la basura en un arrebato de rabia.

—Pero...

—¡Nada de peros! A mí me hace muy feliz dártela —me mira sincera.

Me siento un poco raro. Pero tiene razón, se ha esforzado por esto.

Le doy un abrazo, que me corresponde al instante.

—Gracias... Eres una gran amiga.

Su sonrisa se diluye y recién ahí me doy cuenta de que la lastimé otra vez.

Me siento mal, pero de alguna forma tiene que entenderlo.

Se aparta de mí, un poco más apagada.

—Sé que te hace mucha falta —se encoge de hombros—. Y alguien tenía que compensar el hecho de que te hayas quedado sin guitarra por culpa de esa tonta de Brenda.

Me agacho a contemplar de nuevo el paraíso convertido en cuerpo y mástil de caoba sólida. Paso mis dedos con cuidado sobre las cuerdas y me deleito con cada detalle que la adorna.

—¿Verdad que es una idiota? —escucho hablar de nuevo a Samantha.

—¿Quién? —pregunto, sin darle mucha importancia.

—Brenda... Estamos hablando de ella —contesta, algo irritada.

La miro con desconcierto.

¿En qué momento empezamos a hablar de Brenda?

—Mmm... supongo.

—¿Supones? —lo dice casi en un reclamo—. ¿Es todo lo que puedes decir después de lo que te ha hecho?

—Bueno, está loca... pero no es mala persona —ni siquiera sé por qué la estoy excusando, pero la mirada de Sam me hace sentir que hago algo malo.

—¿De qué hablas, Lucas? —su voz se afina como cuando está molesta—. Está completamente loca y es una antisocial —sentencia.

—No es antisocial —intento explicarle, poniéndome en pie—. Es sólo que nadie le habla en nuestro curso —me encojo de hombros—. En donde vivía antes tenía muchos amigos.

—¿Y eso cómo lo sabes? —puedo notar un cambio en la manera en que me mira, como si estuviera esperando ver algo en mi rostro.

—Porque tuve su celular, ¿recuerdas? —le digo, intentando restarle importancia al asunto.

Me da la impresión de que me está haciendo una especie de escena de celos, y no me está agradando nada.

Ella no parece muy convencida y se cruza de brazos. La noto bastante rara hasta el momento en que se despiden y se van.

Llevo la guitarra a mi cuarto. Me recuesto en la cama y me dispongo a escuchar sus atrapantes sonidos al pasar los dedos por las cuerdas.

Cierro los ojos y me deleito un rato con cada acorde que hago sonar. Siento la melodía fluir en distintos niveles y me traslado a un estado de calma, relajación. Es tan placentero volver a tener una guitarra en mis manos que siento que comienza a surgir la inspiración, producto de la motivación que me genera el entorno. El olor que desprende, a madera nueva, y que se mezcla con ese agridulce perfume de durazno, me envuelve...

¿Qué? ¿Durazno?

Abro los ojos e inhalo de nuevo para percibir correctamente el aroma.

Sí, es durazno. Pero no la fruta, sino una fragancia de mujer.

Acerco la guitarra a mi rostro, pero enseguida me doy cuenta de que no proviene de ella.

Levanto el cuello de mi camisa para asegurarme de que no es el perfume de Sam que se pudo haber quedado impregnado en mi ropa. Pero no.

Volteo y olfateo mi cama, porque me va a volver loco no encontrar la fuente de ese aroma y también porque, de alguna manera, me recuerda a algo o alguien que no puedo descifrar.

Entonces lo ubico. Proviene de la pequeña almohada por la que estaba recostado. La tomo entre mis manos y sí, puedo asegurar que viene de ahí. Pero sigo sin entender por qué.

Hasta que me acuerdo de esa Pulga loca, recostada en mi cama, con la almohada detrás de la nuca. Y sonrío.

Es su perfume, estoy seguro.

Me recuesto de nuevo contra ella y dejo que su fragancia llene mi interior. Se siente bien.

Es como Brenda. Agria y dulce a la vez.

Y comienzo a componer. No es igual a las veces anteriores. Me dejo llevar un poco más y al instante noto algo diferente en la melodía, los acordes son más bajos, más suaves. No se parece en nada a la música que hago en Musageta.

La letra del estribillo comienza a fluir sin obstáculos.

A pesar de ser una nueva experiencia para mí, por el estilo de la música, tengo que admitir que no me desagrada del todo.

Eso sí, jamás se la mostraré a nadie. Mucho menos a Bruno.

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