5. Trato hecho

Aprieto los puños, sin dejar de mirar a Bruno.

—Lo voy a matar —le digo a Stacy.

—No, Brenda —ella se aferra a mi brazo—. Sólo déjalo... Quiero ir a casa.

Niego, apretando los dientes.

Ese idiota estuvo allí cuando yo acusé a Lucas sin motivo. Fue testigo de las peleas que tuvimos hasta ahora y no fue capaz de decir la verdad.

No voy a dejar pasar esto.

—Vete tú —le ordeno y me voy acercando hacia el escenario.

El concierto está terminando y se escucha la lluvia de aplausos. La gente comienza a bailar al ritmo de la nueva música que pone el DJ y yo espero a Bruno entre bastidores.

Cuando pasa, lo detengo tomándolo de la tela sudada de la camiseta.

—Entonces tú fuiste el que hizo llorar a Stacy —lo acuso sin rodeos.

Él se sorprende. Mira rápido hacia atrás, buscando a sus compañeros de banda que van acercándose a donde estamos, y me estira del brazo con fuerza. Su agarre me hace daño.

—¿Y ahora recién te enteras, Allen? —susurra, intentando provocarme.

—¿Por qué le dijiste que eras Lucas Urriaga? —sigo sin entender su falta de lealtad y necesito que me dé una explicación.

—¡Qué mierda te importa!

De un brusco movimiento hace que suelte su ropa.

—Todo este tiempo dejaste que culpe a tu mejor amigo por algo que hiciste tú —le reclamo de nuevo—. ¡Eres un idiota y un maldito cobarde!

Lucas se apura y llega junto a nosotros en ese instante.

—Allen, ¿qué diablos te pasa? —se mete entre Bruno y yo, separándonos.

—Sal de mi camino —le lanzo una mirada furiosa— ¡Esto no es contigo, Urriaga!

—Ésta loca ya se cansó de pelear contigo y ahora viene a acusarme a mí —ingenia el otro—. ¿Puedes creerlo? Ya le dije que yo tampoco tuve nada que ver con lo de su hermana.

—¡Mentiroso! —intento abalanzarme sobre él, pero Lucas me sostiene por la cintura y me ubica de nuevo en mi sitio.

—Pulga, en serio estás mal de la cabeza —me dice.

Bruno esboza una sonrisa de superioridad, al ver que su amigo le cree a él.

—¡Eres un imbécil! —le reclamo a Urriaga—. ¿No te das cuenta de que Bruno se hizo pasar por ti? ¡Por eso me confundí y pensé que habías sido tú el que lastimó a mi hermana!

Lucas se muestra algo desconcertado y mira a Bruno.

—Ya no sabe qué inventar —le dice su amigo y se encoge de hombros—. Está completamente loca.

Lucas sonríe, convencido de lo que dice el otro, y yo siento que la ira me carcome por dentro.

—Está bien, tú no me crees —le digo a Urriaga, mirándolo fijamente a los ojos—. Pero sé de alguien que lo hará sin dudar.

—¿Quién? ¿Tu mami? —pregunta Bruno, entre risas.

—No —contesto con firmeza—. Eric, el dueño del bar, quien resulta ser mi padrastro.

Le dedico a ambos una mirada triunfal, mientras veo que sus ojos se abren con sobresalto.

—Ya pueden ir buscando otro sitio donde tocar —agrego, antes de retirarme por el costado.

Evidentemente, Bruno se queda paralizado. Pero Lucas se mete aprisa entre la gente, siguiéndome los pasos.

—Pulga, espera —lo escucho decir varias veces, pero no me detengo a hacerle caso. Continúo mi camino abriéndome paso a cada lado—. Pulga... ¡Pulga!

Él me toma del brazo y me hace detener cuando llegamos a un espacio más abierto, habiendo pasado ya el tumulto de la pista de baile.

—Detente —jadea—. Espera un segundo, Pulga.

—¿Qué es lo que quieres? —lo enfrento—. ¡No me toques!

Suelta mi brazo como si lo estuviera quemando.

—Sólo quiero hablar contigo —intenta calmarme con sus manos al aire.

¿Quién lo iba a decir? El lobo se puso manso de repente.

—No hay nada que hablar... Al menos no contigo, con Eric sí —inclino la cabeza y pretendo voltear de nuevo, pero él me detiene.

—¡No puedes hacer eso!

—¿Por qué no? ¿Por qué tendría que tener compasión de dos idiotas como ustedes? —pregunto, dejando salir mi furia—. ¡El tarado de tu amigo es el causante de todo esto!

—No, Allen. ¡Tú eres! —se enoja también— Tú empezaste a acusar de cosas sin sentido. Primero a mí y ahora a él.

—¡Vete a la mierda! —grito en un ataque de ira, pero me recuerdo que yo soy la que gana hoy. Así que respiro para calmarme y me acerco a su oído—. Lo mejor de que Eric les saque a patadas de aquí es que no tendré que ver tu cara también los sábados.

Él me toma de los hombros cuando quiero alejarme. Pero no con brusquedad, sino con desesperación.

—No hagas eso, por favor —susurra.

Por un segundo me descoloco, por tanta delicadeza de su parte.

Urriaga me dijo "por favor".

Esta banda de rock en verdad es importante para él.

Lo miro de reojo y él hace lo mismo. Su mirada me muestra expectación, como si cada segundo le pesara sin saber mi respuesta.

Me muevo hacia atrás, porque tanta cercanía me está empezando a perturbar.

—¿Me estás rogando? —le pregunto—. Así como yo te rogué cuando no te importó dejarme desnuda en los vestuarios.

—Allen...

—¿Tengo que recordarte que prometí hacer de éste año un infierno para ti? —replico sus palabras de ése día y lo entiende perfectamente, porque sus ojos se dilatan en señal de derrota.

Pero no se da por vencido, se acerca de nuevo y coloca ambas manos en la pared, a cada lado de mi cabeza. Retrocedo medio paso hasta toparme con el muro frío.

—Esto no se trata sólo de ti, de mí, o de Bruno —asegura—. Hay otras personas a las que también vas a perjudicar.

Entonces recuerdo al otro chico y a la chica que también son miembros de su banda.

Me encojo de hombros, fingiendo que no me interesa.

—Seguro esos otros dos también son idiotas como ustedes.

Él me mira a los ojos, demasiado cerca para mi gusto.

—No conoces a Vanesa y Francis. Son excelentes, en todo sentido —asiente, dándole énfasis a lo que piensa—. No merecen que les hagas esto.

Su mirada me ruega, me implora que no haga que Eric los expulse.

Nos quedamos viéndonos durante unos segundos y siento que empiezo a ablandarme. Me obligo a recordar cada cosa que me hizo hasta ahora, pero mi mente ya no muestra nada. Me quedo completamente en blanco y a merced de esos malditos ojos azules que me miran suplicantes.

—¿Brenda? —nos interrumpe una voz.

Al girar hacia allí nos encontramos con Eric.

Lucas se aparta de mí y se aclara la garganta.

Mi padrastro nos está observando con sumo cuidado.

—¿Todo bien? —me pregunta.

Lucas y yo nos miramos de nuevo. Él se queda con la boca ligeramente abierta, sin emitir sonido. Podría jurar que ni siquiera está respirando. Yo entrecierro los ojos con maldad, porque verlo así, en jaque, es lo mejor que me ha pasado en este mes.

Me demoro mi tiempo en contestarle a Eric, no tanto como para hacerle sospechar que algo anda mal, sino lo suficiente para que Lucas sufra un poco más.

Son los momentos clave los que te demuestran hasta dónde estás dispuesta a llegar para hacerle daño a alguien. Y yo, en este mismo instante, me doy cuenta de que no voy a dejar que dos personas a las que ni siquiera conozco, salgan lastimadas por culpa de otros dos idiotas a los que detesto.

—Sí, —contesto al fin— todo está bien.

Eric sonríe y Lucas suelta el aire que había estado conteniendo.

—No sabía que ustedes dos se conocían... —apunta mi padrastro con ánimos.

—Somos compañeros en el colegio —le respondo.

—¡Eso es genial! —ahora lleva la vista a Lucas— Mira que hay un chico que le causó problemas el primer día. Espero que la protejas de ese miserable —le palmea el hombro con una mano y no puedo evitar soltar un bufido.

Eric se extraña por mi reacción, pero Lucas se apresura a pasar el brazo detrás de mi cuello y me arrima a él.

—No te preocupes, ella está en buenas manos —asegura, con una sonrisa que busca ocultar su incomodidad.

Eric asiente, satisfecho.

—Ahora los dejo, debo ir detrás de la barra —se despide—. Gracias al concierto hay tanta gente, que necesitan mi ayuda.

Lo vemos perderse entre el tumulto y aparto la mano de Lucas, que seguía acomodada sobre mi hombro.

Los dos borramos nuestras sonrisas fingidas y él se ubica de nuevo delante de mí.

—Te diré mis condiciones para mantener la boca cerrada —propongo, maquinando todo un nuevo plan en un instante.

—Te escucho —me dice, rueda los ojos y se mantiene mirando al costado.

—Primero, quiero mi bolso de vuelta. Con todo lo que tenía adentro.

Asiente, sin volver la vista a mí.

—Segundo, me devolverás mi celular.

Vuelve a asentir, con la mirada de derrota a un lado.

—Y, tercero, pero más importante —afirmo—. Esta guerra entre tú y yo se termina esta noche.

Entonces sí vuelve a encontrar sus ojos con los míos, algo sorprendido.

—A partir de mañana, no volverás a molestarme —continúo—. Ni siquiera tienes que dirigirme la palabra si no es estrictamente necesario. ¿Oíste, Urriaga?

Se toma unos segundos para analizar lo que propongo, hasta que vuelve a hablar.

—Perfecto —dice, aunque su expresión no demuestra total conformidad—. Pero, entonces, tú tampoco lo hagas.

Me encojo de hombros.

—Por mí está bien.

—Bien —voltea como para alejarse.

—¿A dónde crees que vas? —lo detengo.

—A mi casa —contesta, descolocado.

—Te dije que quiero mis cosas de vuelta.

—Te las daré el lunes.

Bufo.

—¿Y dejarte mi celular un día más? —me acerco, demandante—. Ni en tus sueños, Urriaga. Me darás todo ahora mismo.

Suspira, pero no le queda otra opción que aceptar.

—Están en mi casa, vamos.

Se mueve y lo sigo entre la gente. Me siento algo incómoda cada vez que lo detienen al pasar, para felicitarlo por su interpretación. Él sonríe, agradece y se toma fotos con quienes así lo solicitan.

—¡Es tan lindo! —oigo decir a dos chicas que me miran bastante mal al verme apostada a su lado.

Porque sí, camino a su lado. No pienso caminar detrás de él y que parezca que soy una "groupie" o algo por el estilo.

Salimos a la calle y me guía hasta una camioneta de un azul oscuro.

—Normalmente, les abro la puerta a las chicas —me dice, con una mueca presuntuosa—. Pero tú no eres una.

Se aproxima a la entrada del conductor e ingresa sin cuidado.

Me introduzco también, intentando disimular la molestia por su comentario.

—Normalmente, los chicos me abren las puertas —le retruco, colocándome el cinturón de seguridad— Pero tú no eres uno.

Él sonríe de lado y arranca el motor.

Pisa el acelerador con tanta rudeza que me balanceo levemente hacia adelante. Estoy segura de que lo hizo sólo para fastidiarme, por lo que me mantengo en silencio hasta que enciende la radio.

—Al fin puedo escuchar música de verdad —insinúo—, y no esa porquería que cantaste en el bar.

Lo veo fruncir el ceño.

Creo que te di en el punto exacto, Urriaga.

—Eso no es lo que piensa la gente —se defiende—. Puedes preguntarle a Eric, si no me crees. El bar se llena los sábados en los que toca mi grupo.

Jamás lo admitiría en voz alta, pero él tiene razón.

La música que hacen es genial.

Y no necesito preguntarle a nadie. Yo misma he visto cómo aumenta la cantidad de personas los días que ellos se presentan.

Pero no le puedo dar el gusto de quedarme callada, así que replico, sin pensar.

—Eres un iluso si crees que cantas bien. Sólo van a verte porque eres... —me quedo con la palabra en la boca.

Eres lindo.

Es lo que estuve a punto de decirle hasta que me di cuenta.

—¿Soy qué? —pregunta, un poco confundido.

Mierda. Piensa Brenda, piensa rápido.

—Eres un idiota —suelto, al no encontrar otra palabra para zafar.

—¿Sólo van a verme porque soy un idiota? Eso no tiene sentido...

—Lo tiene para mí —aseguro, pero sólo logro confundirlo más.

—En serio le faltan algunos tornillos a esa cabeza —murmura.

Me dedico a mirar por la ventana y mantener la boca cerrada hasta que se detiene en el garaje de la que parece ser su casa.

Ingresamos por la sala. El lugar es espacioso, ordenado y ostentoso. Pero sin mucha calidez. Como si le faltara ese toque femenino al que yo estoy tan acostumbrada.

Tal vez estoy siendo demasiado quisquillosa. Pero aquí hay detalles que a mi mamá jamás se le pasarían por alto. Como el hecho de que a la habitación le falten más colores, algunas flores o fotos familiares.

Lo que se exhibe en las paredes son cuadros modernos, pero desprovistos de vida.

Sigo a Lucas por una larga escalera hasta su cuarto. Él me abre paso y cierra la puerta detrás de mí.

No es la primera vez que me encuentro en la habitación de un chico. Solía juntarme con Malcom, un amigo de la otra escuela, a estudiar para los exámenes. Sin embargo, por alguna extraña razón, encontrarme a solas con Lucas me transmite una curiosa incomodidad.

Me hago a un lado mientras él se pone en puntillas para bajar mi bolso, que había estado sobre un alto mueble blanco situado contra la pared.

—Adentro está todo lo que dejaste —declara—. Incluso tu sujetador, en caso de que me lo quieras arrojar al escenario la próxima vez —sonríe de costado.

—Lo único que te arrojaría sería una piedra —replico.

Reviso mi bolso asegurándome de que, efectivamente, todo se encuentre tal y como estaba.

Vuelvo a cerrarlo y, cuando levanto la vista, él está acercándome mi celular.

Se lo arrebato de las manos sin dudar.

Casi dos semanas sin tenerlo. Maldito Urriaga infeliz.

—¿En dónde está? —pregunto perturbada, al percatarme de su ausencia.

—¿Qué cosa?

—El colgante de gatito que tenía.

Él hace una mueca de fingido terror, luego mira alrededor, como buscando las palabras correctas y, por último, se detiene de nuevo en mí.

—Creo que... se fue por el drenaje del colegio.

Me arrojo con rabia hacia adelante, con muchas ganas de lastimarlo. Pero él, sin darse cuenta de mi intención, estira su camiseta hacia arriba y se la saca, dejando su torso al descubierto y logrando que el aire se me quede atorado en la garganta.

—¿Qué mierda haces? —doy dos pasos hacia atrás, pero eso hace que tenga incluso una mejor vista de su pecho firme, sus abdominales marcados y, para mi asombro, un tatuaje con una forma extraña. Una especie de símbolo con ramificaciones que se expanden a cada lado de un pequeño círculo del centro y que son contenidos por un círculo mayor.

—Me voy a dar una ducha —contesta él.

—¡Tienes que llevarme de vuelta! —le reclamo, intentando mantener la vista en su rostro.

En su rostro, Brenda. No en su torso.

—Eso haré, Pulga. Pero primero déjame bañarme. ¿No ves que acabo de terminar de cantar y estoy sudado? —voltea a sacar una toalla y algunas ropas de la cómoda.

Me fijo en que tiene razón. Unas gotas de sudor resbalan por su nuca y se deslizan por su columna, colándose entre dos letras de un segundo tatuaje que se extiende a lo largo de su espalda y que reza el nombre de su banda "Musageta", y, por último, termina colándose bajo la tela de sus jeans.

Trago saliva, involuntariamente, y me percato de que seguí su recorrido con los ojos.

Cuando voltea de nuevo, miro rápido a la pared. Ya olvidé por completo la molestia que sentía por el extravío de mi colgante.

Él enciende el televisor y pone un canal de música.

Guardo mi celular en el bolso y me siento en su cama. Tomo una pequeña almohada y la coloco detrás de mi cabeza, recostándome un rato.

—Te espero aquí —le digo y me cruzo de brazos, al momento en que él ingresa por la puerta que lleva a su baño contiguo.

Me entretengo observando su habitación. Cualquier cosa con tal de sacar de mi cabeza la escena de su pecho, desnudo y tonificado, que se rehúsa a desaparecer, como si la hubieran impreso en mi retina.

Llama mi atención que, a pesar de tratarse del cuarto de un músico, no hay nada que ayude a percatarse de ello. Ningún afiche de bandas de rock. Nada de apuntes con acordes por ahí. Ni un solo instrumento musical. Nada.

Al cabo de unos minutos, me pongo de pie, inquieta. Me aproximo al escritorio y comienzo a tocar todo lo que encuentro sobre éste.

Una notebook, que está apagada, un iPod con sus auriculares y unos cuantos apuntes del colegio.

Nada que me interese.

Hasta que mis ojos se fijan en una agenda negra que ubico al mover unos cuadernos. La tapa oscura me permite apreciar con mayor detalle las finas letras doradas que se muestran grabadas:

Urriaga—Burgos

Estudio Jurídico

Conozco perfectamente ese logotipo. Corresponde a uno de los mejores bufetes de abogados del país. Me encantaría trabajar en un sitio como ese, una vez que termine la carrera de leyes que pretendo comenzar el próximo año.

Recuerdo vagamente a su padre. El imbécil que golpeó a Lucas delante de mí en el primer día de clases. Me cuesta creer que un tipo como ese, tan bruto e insensible, sea tan buen profesional.

Empiezo a hilar algunas cosas.

El apellido de Samantha es Burgos. Lo escucho cada vez que llaman lista.

¿Tendrán alguna relación sus familias?

Pongo las cosas en su lugar, porque escucho que deja de correr el agua en el baño, y me acomodo de nuevo en la cama, como había estado antes.

Lucas sale un momento después, vestido con un jean, una remera y tenis.

Se detiene un segundo a observarme con extrañeza, probablemente por verme tan cómoda sobre su almohada. Sonríe de lado y se acerca a la puerta.

—Vamos —se dirige abajo y lo sigo.

Subimos de nuevo a su auto.

—¿Te llevo a tu casa? —pregunta cuando pone en marcha el auto—. Digo, ya que no tienes amigos con quienes salir un sábado de noche —se burla.

—Sí tengo amigos, sólo no en ese estúpido curso —le contesto, molesta.

Ni en esta ciudad, por cierto.

Él ríe con gracia.

—No estarás hablando del sujeto que te escribió toda esta semana, ¿verdad?

—¿Qué? —lo miro con confusión—. ¿De quién hablas?

—De ese tarado con lentes y rizos... el que tiene cara de ganso.

—¡Malcom! —exclamo.

—¡Ése! Te escribió cada día como un acosador —vuelve a reír—. Hasta que le pedí que tenga algo de amor propio.

—¿Hiciste qué? —golpeo su brazo con rabia, haciendo que el auto se mueva a un costado.

—¿Nos quieres matar? —pregunta entre risas, volviendo a acomodar el volante.

—Sólo a ti —objeto, ofuscada—. ¿Quién demonios te dijo que podías responder mis mensajes?

—¿Preferías que lo dejara en visto? —sigue riendo y me aguanto las ganas de estrellar su cabeza contra el parabrisas.

—¡Eres un idiota! —me cruzo de brazos—. Espero que no lo hayas hecho enojar.

—Oh, vamos, Pulga. Volverá —asegura.

—¿Y eso cómo lo sabes?

—Porque le gustas, es obvio —hace una mueca de fastidio.

—No le gusto, no seas ridículo.

Vuelve a reír, pero una risa amarga esta vez.

Luego se queda callado.

Y yo igual.

Al cabo de cinco minutos, en los que está manejando casi sin rumbo, le indico cómo llegar a mi casa. No me contesta, pero se mueve en las direcciones que le apunto.

—Nos vemos, Pulga —se despide, antes de que me baje.

—Ya deja de llamarme así —me quejo.

—¿Cuál es el problema? A partir de mañana ya no te hablaré —levanta los hombros—. Es la última condición que pusiste.

—Así es —afirmo—. No me meteré contigo, ni tú conmigo.

Él asiente.

—Entonces, es un trato —me pasa su mano y espera con ella en el aire.

La estrecho con firmeza, sin dejar de mirarlo a los ojos.

—Trato hecho.

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