4. El que ejecuta el bajo
Me paso toda la noche y la primera hora del martes pensando en cómo reparar el extraño error que cometí.
¿Cómo pudo Stacy confundir el nombre de la persona que conoció el sábado en el bar?
Y, si no lo confundió, ¿por qué alguien más dijo llamarse Lucas Urriaga?
¿Un homónimo? No lo creo. Es poco probable que haya otra persona con el mismo nombre en el mismo colegio.
Sea cual fuera la razón del malentendido, una cosa es segura...
Voy a tener que disculparme con Lucas.
Porque sí, fue un idiota conmigo. Pero tenía razón en que él no había hecho nada malo hasta el momento en que yo lo ataqué.
Y tengo que admitir que, desde su óptica, sí me comporté como una loca. Gritándole por algo que no hizo y acusándolo de lastimar a mi hermana, a quien él ni siquiera conocía.
Supongo que, al menos, cuando le explique todo, se arreglará el problema entre nosotros. Tal vez incluso tenga la cortesía de devolverme mi celular.
Ocupo toda la hora de deportes formulando una disculpa en mi cabeza, mientras troto rítmicamente alrededor de la cancha grande. Como nadie me habla, tengo la tranquilidad que necesito para pensar. Aun así, me cuesta decidir.
Cuando suena el timbre me dirijo a las duchas y procuro que el agua fría se lleve todas mis dudas.
No va a ser fácil pedir perdón a alguien que se comportó como un tonto conmigo. Seguramente va a burlarse de mí. Pero tengo que hacerlo antes de que esto empeore. Si tengo suerte, una vez que el malentendido esté arreglado, podré empezar a llevarme mejor con el resto del curso y hacer algún que otro amigo.
Eso me motiva a arreglar las cosas con él.
Me demoro más de lo necesario en la ducha, pensando en todo eso. Y, cuando me doy cuenta, ya no se oyen los ruidos de nadie en el vestuario.
Cierro el paso de agua y me dispongo a salir del cubículo cuando siento que alguien se mueve al otro lado.
Flexiono un poco las rodillas, para mirar por el orificio de la cerradura, y me sorprendo al ver pasar la silueta de un varón en las duchas de mujeres.
—¿Allen? —Pregunta una voz—. ¿Estás aquí, pulga?
Es él. Lucas.
—¿Urriaga? ¿Qué haces en los vestidores de chicas? —me envuelvo con la toalla y, sin pensarlo, le doy una segunda vuelta de llave a la puerta del cubículo.
Él oye el sonido del cerrojo al girar y se ríe.
—Tranquila, no pienso entrar ahí y arruinar mi vista de por vida.
Me vuelvo a fijar, a través del agujero, y lo veo deambular por afuera despacio, como si buscara algo.
—¿Qué quieres? —inquiero, incorporándome de nuevo.
Me pregunto si es un buen momento para decirle que necesito hablar con él.
Su presencia ahí me hace desconfiar.
—Sólo... —escucho que abre cada una de las puertas del mueble grande que está apostado contra la pared— ¡Esto! ¡Aquí está!
Se escucha el correr de un largo cierre.
Abrió mi bolso, estoy segura.
—Lucas —susurro—. No hagas eso.
Él se acerca a la puerta tras la que estoy.
—Voy a tener que llevarme esto, Allen — confirma, descarado.
—No, espera —ruego—. Necesito hablar contigo de algo importante.
—Sí, claro —responde con ironía —. Puedes hacerlo una vez que encuentres con qué vestirte y puedas salir de allí.
Mi corazón comienza a palpitar con rapidez cuando lo siento alejarse hacia la puerta de salida.
—¡Urriaga, no puedes hacerme esto! —me quejo en vano.
Sé que es en vano.
—¿Tengo que recordarte que prometí hacerte la vida imposible este año?
—¡Dame un segundo para explicarte! —hago otro fallido intento, abrumada por los nervios.
—No, Allen. Tu locura me costó mi guitarra —su voz suena extremadamente ardida—. Ahora debo conseguir una nueva para poder tocar el sábado o voy a perjudicar a mi grupo —se escucha tan molesto que me deja sin habla—. ¡Y eso sin contar la cantidad de horas de ensayo que me voy a perder a causa del castigo que me pusieron por tu culpa!
Cierra la puerta con fuerza, dejándome sola, desnuda, impotente y en mitad del área de gimnasia del colegio.
Me quedo allí, agarrada de los cabellos durante tanto tiempo que la toalla se desliza hasta el suelo mojado.
¿Cómo se supone que salga desnuda de donde estoy?
Y, aunque pudiera salir sin que nadie me vea, ¿qué me voy a poner para ir a casa?
Las lágrimas amenazan con salir, pero las contengo con esfuerzo, reemplazándolas por intensa rabia.
Urriaga no me va a hacer llorar. No le voy a dar ese gusto.
No ahora que esta guerra recién comienza.
Por el caño se fueron mis intenciones de disculparme y hacer las paces.
Ya no me importa que no haya sido él quien lastimó a Stacy. Ni siquiera me interesa saber qué pasó en realidad. Sólo pienso en zafar de ésta y planear mi siguiente movimiento en su contra.
Ese maldito hijo del demonio no va a salirse con la suya después de esto.
—¿Estás segura de que ninguno de tus compañeros tuvo algo que ver con esto? —me pregunta la profesora de gimnasia mientras termino de ponerme las medias que me dio.
Afortunadamente, me encontró media hora después, cuando se decidía a revisar todo antes de retirarse.
—Ya le dije que fue un error de mi parte —le contesto—. Fui una tonta al olvidarme de mi bolso en casa.
La peor parte de mentirle es tener que tragarme toda la rabia que tengo, y fingir que todo es culpa mía.
Hubiera sido más fácil decir la verdad. Supongo que sería motivo suficiente para que expulsen del colegio a un chico que está con nota de comportamiento condicional.
Pero yo no busco que saquen a Lucas. Oh, no. Eso sería demasiado fácil para él.
Lo que voy a hacer es que se arrepienta de esto. Cuando acabe con él va a desear que lo hubieran expulsado en este día.
—Mira que puedes hablar conmigo si alguien te está haciendo bullying... —empieza a decir ella, pero la ignoro.
"Bullying" es lo que Urriaga va a sentir de ahora en adelante.
—Éste es mi calce —le digo con respecto a las zapatillas deportivas que consiguió para mí.
No van a juego con el uniforme del equipo de baloncesto que llevo ahora puesto, pero al menos me sirven para cruzar las puertas del colegio vestida con algo más que solo mi toalla.
No me voy a olvidar de esta humillación.
Trato de encarar el día siguiente de una mejor manera.
Al menos ya no tengo ese cargo de conciencia del día anterior por pensar que hice las cosas mal con Lucas.
Ahora, por el contrario, quiero hacer las cosas mal con Lucas.
Por culpa de él no tengo amigos nuevos. Tampoco celular para chatear con mis amigos viejos.
Entonces no hay nada más que ocupe mi mente que vengarme de él. Y tengo que decir que se siente bien.
Nunca antes había tenido un enemigo y termino por descubrir que es un sentimiento nuevo, distinto, pero no del todo desagradable.
Ingreso al curso y lo encuentro en absoluto silencio. El profesor de la primera hora aún no ha llegado.
Todas las miradas se posan en mí al momento en que cruzo la puerta. Luego, la mayoría de ellas pasan de mi rostro al pizarrón.
Volteo, buscando el objeto de contemplación a mi costado, y allí la veo. Colgada del lugar en el que debería haber estado el reloj circular que decora la pared que contiene la pizarra: mi ropa interior rosada con encajes. Escrita en ella, mi nombre, con marcador azul que asumo es indeleble.
Mi respiración comienza a dificultar cuando el curso entero estalla en carcajadas. Se habían estado aguantando hasta que yo me percatara.
Me acerco a la silla del profesor, la arrimo a la pared y me subo sobre ella para bajar la prenda.
Todo el mundo sigue riendo sin parar mientras me dirijo a mi silla del fondo. Me desplazo con el mentón arriba, sin decirles nada, sin mirarlos siquiera. Aunque siento que me flaquean las piernas, lo disimulo muy bien. Los murmullos y burlas disminuyen recién cuando se ve al profesor asomarse a la puerta de clase.
Entonces me fijo en Lucas, quien voltea a verme, aún sin borrar esa grotesca sonrisa de victoria. Le muestro mi dedo del medio porque me supera la rabia, y él me hace un guiño.
La manera en que está disfrutando de todo esto me va a matar. Necesito hacer algo al respecto cuanto antes.
Los días siguientes me dedico a observarlo con cautela.
Mientras juega al fútbol en los recreos, donde él y Bruno dan las directrices al equipo durante todo el partido. La mayoría de los pases van dirigidos a él y, cada vez que alguien mete un gol, se acerca contento a chocarle los cinco. Cualquiera que lo viera desde lejos como lo hago yo pensaría que es divino.
Se ve alegre, gentil, atento.
¿Quién diría que sólo es un estúpido engreído?
Bueno, quién, aparte de mí.
El curso entero lo adora.
Las chicas se ofrecen a hacerle las carátulas de las carpetas y los deberes que nos ponen en esa semana. Los chicos se acercan a menudo a pedirle consejos sobre cualquier tema.
Todos están pendientes de él. Y lo peor de todo es que ahora yo también. Mirándolo todo el tiempo, buscando cualquier aspecto de su personalidad que pueda usar en su contra.
Y sin encontrar nada.
—Me encantaría que dejes de mirar a mi novio —Samantha se ubica delante de mí, obstruyéndome la visual.
Levanto la vista a su rostro.
—Espera... ¿el idiota es tu novio? —suelto un bufido—. Eso tiene mucho sentido.
Ella se cruza de brazos.
—Supongo que lo dices porque los dos somos muy lindos.
Hago una mueca de desaprobación.
—Lo digo porque su cerebro combina con el tuyo. O, mejor dicho, su falta de éste.
Me pongo de pie, tomo mis cosas y me dispongo a dejar el aula. El timbre que marca el final de la semana acaba de sonar.
—Si Lucas te parece tan malo, entonces ¿por qué lo miras tanto? —pregunta ella, intentando demostrar superioridad.
En ese momento se acercan sus dos amigas y se ubican a sus costados, cerrándome el paso.
Me detengo y les muestro mi mejor cara de desagrado.
—Mira, por mí te lo puedes quedar —le aclaro—. No tengo ningún interés más que hacerle la vida imposible.
—Pues eso también está mal —interrumpe una de sus amigas—. Porque entonces Lucas te va a prestar más atención a ti que a Sam. Y estamos intentando que vuelvan.
—¿Qué vuelvan? —le pregunto a Samantha, entre risas—. ¿No me acabas de decir que es tu novio?
Ella le lanza una mirada recriminatoria a su amiga y vuelve de nuevo la vista a mí.
—Es mi novio, sólo que...
—Sólo que él no lo sabe —la interrumpo, burlándome.
Su rostro me demuestra que eso la molestó mucho.
—Sólo que nos dimos un tiempo, eso es lo que iba a decir —aclara, intentando aplacar la humillación que, obviamente, siente.
—Sí, se dieron un tiempo desde el año pasado —agrega la otra amiga, haciendo que tenga que aguantarme la risa.
—¿Desde el año pasado? —repito— O sea que no le interesas en lo más mínimo —afirmo, sólo para molestarla.
—¡Claro que sí! —reclama ella—. Lucas me quiere. ¡Es mi mejor amigo!
Entonces ya no me aguanto la risa y la dejo salir con ganas.
—¡Estás en la friendzone!
Estoy empezando a pesar que Samantha merece que me burle de ella. Por su culpa el maldito de Urriaga tiene mi celular. Pero, entonces, me percato de que sus ojos se llenan de lágrimas, y dejo de reírme al instante.
Ella me mira durante unos segundos hasta que, sin decir nada, voltea y se dirige a juntar sus cosas para retirarse.
Sus dos amigas se lanzan miradas afligidas que hacen que me entre algo de culpa.
Por primera vez hice llorar a una compañera de clase. No puedo evitar sentir que me estoy convirtiendo en una mala persona.
Es lo que Urriaga está causando en mí.
Al día siguiente, Stacy y yo estamos merendando cuando vemos pasar a Eric en dirección a la calle, con una guitarra colgando de la espalda.
—¿Te vas tan temprano? ¿No me digas que hoy vas a tocar algo? —le pregunta Stacy, emocionada.
Él se detiene en la entrada.
—Sabes que no canto desde hace años —ríe—. La guitarra es para un chico del grupo que toca hoy. Se la voy a prestar.
Las dos sabemos que Eric fue cantante en su juventud. De hecho, el grupo que lideraba llego a ser bastante conocido en esa época. Pero lleva años sin subirse a un escenario más que para acomodar los instrumentos que otros van a usar y comprobar la acústica del lugar.
Stacy hace una mueca de tristeza, arrugando los labios.
—Espero algún día poder verte cantar —le dice.
—Y yo espero que vayan de nuevo esta noche —nos hace una despedida con la mano y sale de nuestra vista.
—¿Vamos a ir? ¿Sí? —me pide mi hermana.
Asiento y, al cabo de unas horas, luego de ver una película, nos preparamos para ir.
El bar luce, como cada sábado, abarrotado de gente que se mueve de aquí para allá, que canta y baila al son de la música.
De la música de ese idiota... por lo que puedo notar al verlo encima del escenario, ejecutando la guitarra roja de Eric. Debí haber imaginado que era a él a quien se la iba a prestar, ya que su padre le sacó la suya luego del altercado del primer día de clases.
Me quedo observándolo por unos minutos. Dibujada en su rostro, de nuevo, esa mirada llena de confianza que proyecta cuando está cantando.
Diablos, las ganas que tengo de borrarle esa sonrisa.
Llevo la vista de nuevo a mi hermana, esperando que vayamos a ocupar algunos lugares, pero me detengo al instante. Está tiesa, mirando también al escenario. Sus ojos dilatados se están fijando en alguien.
—Es él —me dice con seguridad—. Él es el chico que dijo llamarse Lucas Urriaga.
Miro de nuevo hacia allí y veo a los tres integrantes varones de la banda: Lucas, Bruno y otro chico cuyo nombre no sé, porque no va a mi colegio.
—¿Cuál de todos? —le pregunto, sintiendo que la rabia que había albergado ese día vuelve a despertar.
—El que tiene los tatuajes y ejecuta el bajo —apunta directamente a Bruno, el mejor amigo de Lucas.
—No puede ser —susurro.
Ella asiente.
—Estoy totalmente segura.
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