33. No puedo perder
En mis dieciocho años, nunca me confesé a nadie. Mi breve noviazgo con Sam fue producto de un beso inesperado, que la llevó a asumir que sentíamos lo mismo. Así que los nervios comienzan a invadirme, porque no tengo idea de cómo decirle a Brenda lo que siento por ella.
Debo encontrar el momento indicado.
Ella se pone de pie y su movimiento me saca de mis pensamientos.
—Mira, me refiero a esto —señala un área en el mapa, en la zona del monte.
Olvidé por completo que anunció haber resuelto el enigma, antes. Me levanto también y me fijo en el sector que apunta su dedo. Una línea que simula un lago se extiende hasta terminar en un ícono ondulado.
—"Cae con la fuerza de la gravedad, nunca se rompe a pesar de su edad" —recita de nuevo la adivinanza y luego asegura—. Es la cascada.
Tiene razón.
—Entonces vamos para allá —contesto animado.
Ella guarda el mapa en su bolsillo y nos movemos en dirección a la cascada.
—¿Cómo van las cosas en tu casa luego de lo que pasó con Eric? —le pregunto de repente, a mitad de camino.
Lleva la vista al suelo.
—No muy bien —confiesa.
Continuamos el trayecto, mientras ella me cuenta que, como tuvimos que venir al campamento a la mañana siguiente, no le dio tiempo de hablar con nadie. Su madre está bastante disgustada y le dijo que tendrían una conversación a la vuelta.
Luego me pregunta si papá y yo nos estamos llevando mejor, y se pone muy contenta cuando le comento que nos arreglamos.
Cuando llegamos a la cascada, los dos estamos de mejor humor. La gran masa de agua se desliza inmensa delante de nuestros ojos.
El ambiente es húmedo, acogedor. Nos ubicamos al costado del lago y observamos la cascada desde la base. Hay un camino que conduce detrás del agua y otro que lleva a la cima.
—Ojalá sea ésta la última prueba —manifiesto, al ver la altura que tendremos que subir.
—¿Por qué lo dices? —me pregunta un tanto ofendida.
—Estoy algo agotado —contesto, extrañado por su reacción.
Se encoje de hombros y confiesa.
—A mí me gusta esta experiencia. No quiero que se acabe.
—Bueno, a mí también me gusta —le aclaro, observándola con curiosidad—. Adoro la aventura.
—¡Yo también! Y la naturaleza —agrega, asintiendo con rapidez.
—También las adivinanzas y los retos —comienzo a jugar, al ver que se está emocionando.
—¡Sí! Competir contra los demás —sus ojos brillan de ilusión— ¡Es genial!
—Pero, sobre todo, estar contigo —le muestro ahora una mirada pícara.
Continúa asintiendo, por inercia. Pero enseguida borra la sonrisa y me mira entrecerrando los ojos.
—No digas eso —se queja, avergonzada.
Se está empezando a ruborizar, por lo que comienzo a reír.
—Te sonrojaste —bromeo, para lograr que se ría. Pero ella cruza los brazos y procura a toda costa mantener la seriedad—. Oh, vamos Brenda —me acerco a ella— No te enojes.
—Eres un tonto —desvía la mirada, para no dejarse vencer por mi sonrisa.
—Sólo ríete un poco —le ruego.
No me obedece, así que cuelo mis manos a los costados de su cintura y comienzo a hacerle leves cosquillas.
—Lucas, no lo hagas —me ordena, intentando apartar mis manos. Pero opongo resistencia e intensifico más las cosquillas—. No, detente.
Procura empujarme, pero no lo logra. Por el contrario, me acerco más a ella y continúo. Intenta contraatacar de la misma manera. Sus toques me causan mucha risa, pero eso no me hace detener, sino que me dan fuerzas para hacerle más y más cosquillas.
Está a punto de dejarse vencer. Pero entonces retrocede bruscamente, para zafarse de mí y casi va a dar al lago. La sostengo de la cintura, evitando que sus pies toquen el agua, pero el movimiento de mi mano golpea un papel que parecía estar en su bolsillo, haciendo que caiga.
—Estuvo cerca —ella se aferra a mi brazo.
—Sí —afirmo—. ¿Qué era eso?
—¿Qué cosa? —voltea a ver y se toca el bolsillo con urgencia—. ¡Diablos! ¡El mapa!
Tiene que ser mentira.
—Bromeas, ¿verdad?
—¡No! Estaba en mi bolsillo —se cubre los ojos, entre asombro y frustración—. ¡No puede ser!
Me acerco del todo a la orilla y busco el mapa con la mirada. Pero no hay rastros de este. Lo ha llevado el agua.
—Creo que lo perdimos —declaro, muy a mi pesar.
Ella se aproxima a mí, molesta y me reprocha.
—¡Genial! —ironiza— ¿Ahora qué haremos? Eres tan... —aprieta los puños.
—Tan culpable como tú —completo su frase—. Debías haberlo guardado en la mochila.
Suspira. En el fondo debe saber que tengo razón.
—Sólo busquemos la siguiente pista —decreta, haciendo un esfuerzo por mantener el buen humor.
Se dirige debajo de la cascada y yo comienzo a recorrer los alrededores, inspeccionando cada arbusto, roca y árbol de la zona.
—Lucas, ven —me llama enseguida.
Me aproximo y me pasa sonriente la cartulina.
"El reto final es encontrar al dragón del monte", es todo lo que está escrito en el papel.
—Entonces busquemos a ese dragón —propongo con entusiasmo.
Nos dedicamos a transitar el monte sin rumbo. Ninguno de los dos tiene idea de a qué se refiere esta última prueba. Consulto mi reloj de pulsera y nos animamos al percatarnos de que aún nos queda una hora antes de las seis de la tarde, por lo que podremos terminar antes del límite de tiempo.
Mientras caminamos, pienso en cómo podría acercarme más a ella para decirle lo que siento. El momento ideal es ahora que estamos a solas y la prueba aún no ha terminado. El problema es que, si me rechaza, todo se volvería demasiado incómodo.
Y con ella nunca se sabe. Estoy seguro de que algo siente cuando está conmigo. Pero también está su novio.
Ella parece concentrada en su camino.
—¿Cuál crees que sea el premio para quienes ganemos? —me pregunta de repente.
—Pensé que tú lo sabrías —contesto.
Niega.
—Yo no me ocupé de la organización de esta actividad.
Entonces llego a la cima de la colina que estamos escalando y me quedo maravillado con lo que veo.
—Brenda, mira esto —la llamo, para que se apresure en dar los pasos que le faltan para alcanzarme—. Creo que es nuestro dragón.
Ella se ubica a mi lado y observa la lejanía por unos instantes. Entonces me mira con expresión de desconcierto.
—No veo ningún dragón —confiesa.
—¿No ves aquella estructura larga y amarilla? —insisto, apuntando con el dedo hacia la zona.
Entrecierra los ojos en mi dirección.
—Lucas, eso es un puente —contesta con suficiencia.
—¿Y esperabas un dragón de verdad? —me burlo, soltando un bufido.
—No, pero... —está empezando a arrepentirse de su ingenuidad—. Está bien, vamos a ver —acepta a regañadientes.
El enorme puente se visualiza sobre un extendido lago. Sus bordes son altos y se levantan formando amplias curvaturas que caen a los extremos y vuelven a levantarse una y otra vez. Desde aquí, está claro que se podría considerar que su figura recuerda a un largo dragón.
—No tienes mucha imaginación, Pulga —resalto, sintiéndome victorioso esta vez.
Me golpea en las costillas, con el codo, pero sólo consigue hacerme reír más y se impacienta.
—Apuesto a que llego antes que tú —me reta, con una mirada instigadora.
—Está bien —apruebo, y la detengo antes de que comience a moverse—. Pero definamos antes el premio.
—Bueno —contesta, sin parecer muy convencida—. ¿Qué quieres?
Sonrío con astucia y le hago un guiño.
—Sabes lo que quiero.
Se lleva la mano a la nuca, nerviosa, y desvía la mirada.
—No, no lo sé —intenta disimular.
Me acerco un paso más, mirando sus labios rosados.
—La pregunta es qué quieres tú —le consulto, dejando de lado su falsa inocencia.
Piensa un momento y enseguida su mirada se torna maliciosa.
—Si yo gano —empieza— tendrás que cantar tu música delante de todo el curso—tuerce una sonrisa—. Y lo harás en la actividad libre que se hará alrededor de la fogata.
—Tenemos muchas músicas —acepto con gusto—. ¿Cuál de todas?
Ella niega, sin sacarme los ojos de encima.
—No estoy hablando de uno de los temas de Musageta, sino de "tu" música —acentúa con los dedos y entiendo a qué se refiere.
—No voy a hacer eso —me rehúso con seguridad—. Se van a burlar de mí de nuevo.
Me mira como si fuera exactamente eso lo que buscara.
—Si no quieres hacerlo, tendrás que ganarme —replica, sin echarse atrás.
Aprieto los ojos.
—Está bien —acepto—. Pero, si yo gano —llevo una mano a su mentón y lo levanto con delicadeza, acerco mi rostro, dejando mi boca a sólo centímetros de la suya—. Te voy a besar con tantas ganas que vas a soñar conmigo esa noche.
Sus ojos bajan a mis labios y se sonroja al instante. Traga saliva antes de hablar.
—N-no lo permitiré —se rehúsa, con dificultad—. Tengo novio.
—Entonces, tendrás que ganarme —le retruco, de la forma en que ella lo hizo antes.
Arruga la expresión.
—Idiota —me empuja y se lanza a correr por la bajada de la colina, ganando segundos de ventaja.
Diablos. Eso es trampa.
Me muevo rápidamente tras ella.
—¡No es justo! —me quejo a gritos—. Te adelantaste.
—Ahora dilo sin llorar —se burla, sin detener el paso.
Brenda es ágil y rápida. Pero yo lo soy más, estoy seguro. Voy a alcanzarla y haré que lamente haberme desafiado.
Aunque, pensándolo mejor, lo más probable es que vaya a disfrutar ese beso.
Ella gana de todos modos.
El camino está lleno de pequeñas piedrecillas que golpean mis zapatos a cada paso que doy. La pendiente es bastante empinada, por lo que debo cuidar no acelerar el paso hasta el punto de no poder detenerme. Ella parece esquivar los obstáculos con mayor naturalidad.
—¿Por qué estás tan interesada en escuchar mi música? —le pregunto en voz alta, para distraerla.
Se toma unos segundos para hablar.
—¿Por qué tú estás tan interesado en besarme? —esquiva mi pregunta, así que yo ignoro la suya.
Quiero decirle la respuesta, pero por supuesto que no lo haré en un momento como éste. Tal vez lo haga cuando termine esta apuesta y me gane ese beso suyo que tanta falta me hace.
Aún quedan unos pocos metros para llegar a la base de la colina, pero ya se ha perdido de vista el puente, al disminuir la visibilidad que la altura permitía.
Brenda me lleva una gran ventaja ya. Se ha movido casi sin detenerse durante todo el descenso. Tanto que podría comenzar a perder el control de sus movimientos.
Me apuro más, porque no puedo arriesgarme a perder.
Pero entonces, me sorprendo al ver que ella tropieza tan fuerte que se cae al suelo y rueda sobre sí misma como tres veces seguidas.
No puede ser.
—¡Brenda! —la llamo con temor. Ella sigue en el suelo—. ¿Estás bien?
Ahora sí me apuro en serio, hasta llegar junto a ella. Intenta incorporarse, con dificultad, y no lo consigue. Su cuerpo muestra pequeños raspones, pero no parece nada grave. Me agacho rápidamente y le sostengo la cabeza con una mano.
Su expresión demuestra un agudo dolor, pero no logro localizar la fuente.
—¿En dónde te lastimaste? —pregunto.
Jadea, apretando los ojos intensamente.
—El pie —contesta, con la respiración dificultada y llevándose una mano al tobillo derecho.
—Tranquila, estás bien —susurro para calmarla.
Le saco el zapato y la media, y reviso la herida. Se está inflamando con rapidez.
—Creo que es un esguince —le explico. Ocurre siempre en los partidos de fútbol—. Lo he visto varias veces.
Asiente, mirándome con los ojos entreabiertos.
Dejo la mochila al costado y busco en ella una venda. Estoy seguro de haberla visto por aquí. La ubico por fin y comienzo a hacerle el vendaje correspondiente. Me agradece cuando termino.
—¿Crees que puedas caminar? —le pregunto.
—Sí, claro que sí —contesta con seguridad, aunque sus ojos me dicen otra cosa.
La ayudo a levantarse y enseguida me doy cuenta de que le duele demasiado como para soportar el peso sobre esa pierna.
—Ven —me agacho, de espaldas a ella—. Sube.
Se apoya en mí, porque le cuesta sostenerse, pero no me obedece. Está dudando demasiado.
—Pulga, vamos —insisto—. No seas orgullosa.
Le toma unos segundos más aceptar que no podrá moverse por su cuenta.
Entonces, sus brazos pasan sobre mis hombros y me rodean. Su pecho se apoya totalmente contra mi espalda. Levanta primero la pierna lastimada, bordeando mi cintura con ella, la sostengo del muslo con una mano, y levanta la pierna siguiente.
Me incorporo, con ella sujeta a mi espalda. No pesa casi nada.
—Lucas... —susurra dulcemente en mi oído— Gracias.
Giro el rostro y le sonrío.
—Tenemos que volver a las cabañas —sugiero.
Ella niega, frunciendo el ceño.
—Estamos a un paso de terminar la última prueba. Por favor, sigamos —solicita.
La miro con cierto reproche. Me preocupa tremendamente el dolor que pueda estar sintiendo.
—Tienes que dejar descansar tu pie y ponerle hielo —le explico.
—Me pasará el dolor enseguida —me ruega—. No quiero perder.
Suelto un suspiro. Yo tampoco quiero perder, así que lo acepto.
—Está bien.
Ella se aferra con mayor intensidad a mí, emocionada.
Levanto la mochila y se la paso. Se la coloca, sin soltarse del todo.
Comienzo a caminar lo más rápido que las circunstancias me lo permiten. Ya falta poco para llegar al puente.
—Me preocupa que estés cansado —menciona, al cabo de unos minutos.
—Estoy bien.
La situación me hizo olvidar por completo el cansancio que tenía. Y ahora, tanto ella como nuestra victoria dependen de mí, así que no puedo detenerme.
Acaricio su muslo, disimuladamente, con uno de los dedos que lo sostienen. Me encanta tenerla ten cerca, sentirla contra mí.
Ella recuesta su cabeza sobre mi nuca y su respiración me hace sentir un pequeño temblor. No la levanta durante la mitad del trayecto. No sé si está descansando o disfrutando de esto tanto como yo.
El sol empieza a despedirse en el horizonte. Las sombras se hacen más pronunciadas y comienza a entrarme la duda de si podremos volver al campamento antes de la hora límite. Continúo en dirección al puente, a pesar de no poder verlo ya.
Llegamos un momento después. Me agacho al aproximarme a un gran árbol y deposito a Brenda al costado de una raíz gruesa que le sirve como respaldo. Ella se acomoda allí, observándome todavía con un poco de vergüenza.
—¿Te duele mucho aún? —inspecciono la torcedura de su tobillo. La zona se ha inflamado incluso más.
La verdad es que he visto peores, pero en compañeros que tuvieron que pasar una temporada entera fuera de la cancha. Esto, a pesar de no parecer grave, no se le pasará hasta mañana.
Ella asiente despacio, con timidez.
—Lo siento —susurra de forma casi inaudible.
Le sonrío. Su dulzura me supera. La manera en que se siente mal consigo misma por creerse una carga en una situación como esta. Estoy seguro de que le pesa el orgullo. Detesta tener que aceptar que necesita mi ayuda.
—No te disculpes —acaricio su mejilla y entrecierra los ojos, delineando una pequeña sonrisa—. Espérame aquí —le pido—. Iré a buscar la cartulina.
—No tardes mucho —hace un movimiento con la mano, como para devolverme la caricia, pero se contiene al instante y la retrae.
Le doy un segundo, con la esperanza de que continúe, pero no lo hace. Así que me pongo de pie y me acerco al puente.
A simple vista no se observa la cartulina azul. La estructura es ancha, el final se ve a lo lejos.
Camino a prisa sobre los gruesos tablones que componen la base, observando a cada lado a medida que me muevo. No hay rastros de nada que indique el final de la búsqueda. Ya en mitad del recorrido me detengo un momento a observar la vista que se extiende por debajo de la enorme armazón, mezcla de hierro y madera.
El paisaje es un lujo. El sol se pone sobre la superficie del agua, dibujando trazos de vivos colores que parecen moverse con el viento. El lago es como un enorme espejo, casi totalmente en calma, tieso hasta que el viento pincela delicadamente algunos sectores.
Es un espectáculo digno de aprovechar. Sería magnífico poder traer mi guitarra y componer durante días enteros.
Entonces recuerdo que no puedo entretenerme demasiado. Me muevo unos pasos más y veo por fin el sobre azul sujeto con cintas por uno de los pilares. Lo recupero y vuelvo aprisa al lugar donde dejé a Brenda.
—¿Lo encontraste? —levanta la voz al verme, incluso antes de que llegue al inicio del puente.
Asiento, con una sonrisa y ella me la devuelve, dichosa.
Me siento a su lado, desdoblo el sobre y extraigo el papel que tiene adentro.
—¡Felicidades! Han llegado a la meta —leo el mensaje con ánimos—. Ahora apresúrense en reclamar su premio.
Miro a Brenda emocionado, y ella hace lo mismo.
—¡Lo logramos! —exclama y me da un corto abrazo—. Aún nos quedan unos minutos para llegar a tiempo.
Consulto mi reloj.
—Faltan diez minutos para la hora límite —apunto.
—¡Debemos apurarnos! —ella intenta ponerse de pie y parece que el dolor le recordó que no podrá hacerlo.
Se queda donde está y lleva la vista de nuevo a mí, con apremio.
Me incorporo un poco y se vuelve a sostener sobre mi espalda.
Una vez que está completamente acomodada y puedo ponerme en marcha por fin, me vuelve a la cabeza el hecho de que hemos perdido el mapa.
Me golpea una enorme duda.
Y, ahora... ¿Cómo volvemos al campamento?
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