Capítulo XXIII
La anciana se levanta de su asiento tras separarse de Lynda. El Stoutland se levanta también, siguiendo todos los pasos de la mujer, al igual que ese Mr. Mime. La anciana habla en español, acariciando con delicadeza las mejillas de Lynda.
—Mi niña, ya estás bien grande. Me hubieras avisado que venías para acá.
Lynda responde también en español.
—Creo que es una sorpresa... Abuelita, ¿podemos escondernos aquí?
— ¿Por qué? ¿Qué pasó...? ¿Y tus papás?
Lynda agacha la mirada por un instante e intenta esbozar una sonrisa que sólo adquiere un tono triste y melancólico.
Nosotros, quienes no participamos en la conversación, sólo intercambiamos miradas.
Nadie tiene idea de lo que ambas están diciendo.
—E-ellos nos van a alcanzar después... Mi mamá quiere que cuidemos al señor Cunningham. Es muy importante.
La anciana asiente y abraza de nuevo a Lynda.
—Ándale pues. Ya mero está la comida. ¿Ellos son tus amigos?
Lynda sonríe con un poco más de calidez y asiente un par de veces.
La anciana, sin separarse de ella, finalmente se fija en nosotros y habla en el idioma que todos podemos entender. Su acento, a diferencia del acento tan marcado de Lynda, delata que ella pasó mucho más tiempo entre los americanos a lo largo de su vida.
—Parece que todos están cansados. Entren, por favor. Mi casa es pequeña, pero todos son bien recibidos.
Cunningham da un par de pasos hacia el frente, con Bradley siguiendo cada uno de sus movimientos.
—Se lo agradezco, señora mía —dice ese maldito fanfarrón—, pero creo que no nos hemos presentado. Soy Darian Cunningham.
No añade ninguna clase de titulo a su nombre. Eso sólo puede significar dos cosas.
Una, que realmente no le importa el puesto que él tiene dentro de Scotland Trainers, y que sabe que sigue siendo una persona común y corriente a pesar de tener a la Unión Europea en sus manos.
Dos, que es tan petulante como para pensar que su simple nombre basta para ser reconocido.
Sea como sea, lo detesto.
La anciana estrecha manos con Cunningham.
—Carmen Valbuena —dice ella—. Encantada de conocerlo.
—El gusto es mío —dice Cunningham, y procede a realizar las presentaciones correspondientes.
La forma en la que estrecha mi mano al llegar mi turno me hace pensar que en realidad somos bien recibidos. Y eso sólo me hace querer irme de aquí tan pronto como sea posible.
Lynda sonríe cual niña en Navidad.
—Entren —insiste Carmen, y nos guía hacia el interior de la casa.
Nosotros intercambiamos miradas de inquietud antes de seguir sus pasos, dejándonos llevar por la forma en la que Lynda sigue ciegamente las órdenes de la anciana.
Luego de conocer a los Williams y de presenciar todos esos lujos de sus casas automatizadas y elegantes, cualquier se sentiría confundido y ligeramente decepcionado al ver que el interior de la casa de la anciana es exactamente igual al exterior. El amueblado viejo y rústico parece haber visto mejores días, y sólo hace que los aparatos electrónicos como la pantalla empotrada en la pared o ese portátil olvidado en un sofá desentonen con el resto de la casa. Mr. Mime trae el aparato que aún reproduce la música, dándole a este sitio un aspecto mucho más deprimente.
Hay motones de ropa sobre los sofás. Un tejido a medio terminar sobre la mesa, justo a un lado de un pequeño plato lleno de migajas. Un Chansey sale de una de las habitaciones, trayendo consigo un cesto en el que comienza a dejar todos los calcetines que saca de la montaña de ropa. A través de una ventana al fondo de la habitación puedo ver el patio trasero, en el que reposa un Snorlax mientras toma el sol. La anciana avanza a paso lento a través de la estancia, hablando de nuevo en español:
—Hijita, diles a tus amigos que se vengan a la mesa. Ya vamos a comer.
Lynda nos conduce hacia el comedor, que es sólo una mesa circular en la que caben ocho personas, como máximo. La mesa está cubierta con plástico, así como los cojines de las sillas cuyas partes metálicas lucen ligeramente oxidadas. Lynda corre hacia una de las habitaciones, llevando consigo a Reynolds para obligarlo a ayudarle con esas sillas plegables que completan los asientos para todos nosotros. Acto seguido, Lynda va hacia la cocina para traer todo lo necesario. Pronto, a todos nos ha servido un vaso de... ¿Qué diablos es esto? ¿Es una especie de limonada...? Es asquerosamente dulce.
—Espero que les guste —nos dice la anciana al salir de la cocina, en compañía de un Hitmonlee que lleva consigo una cacerola—. Hitmonlee la ha cocinado.
Ocupa una de las sillas plegables, justo a un lado de Lynda, y espera a que Hitmonlee se encargue del resto. El Pokemon abre la cacerola y comienza a servir nuestros platos.
Al menos, no estoy tan perdida en este momento. Recuerdo que en una ocasión, Jayden me llevó a un restaurant de comida mexicana para probar una receta diferente de frijoles.
Es sólo que... No lo sé. Todo aquí es distinto.
Hitmonlee añade un trozo de queso a cada plato, dejándolos frente a nosotros. Trae también una canastilla con tortillas que distan mucho de ser siquiera similares a las que conozco.
Pareceré un poco ignorante, estúpida e inocente, pero tengo que admitir que me siento como si estuviese perdida en una dimensión desconocida donde todo es similar a lo que conozco, pero no hay nada familiar aquí.
Hitmonlee se detiene y se posa a un lado de la anciana, indicándonos que está esperando a que su comida sea juzgada. Pero nosotros sólo miramos el plato, como si lo que hay dentro pudiese comernos a nosotros si no nos damos prisa. Keynes toma una cuchara para tomar un poco, que al final deja caer de nuevo en el plato sin siquiera acercarlo a su rostro. Los Levitt intercambian miradas entre sí, como si estuviesen retándose mutuamente a probar el primer bocado. Reynolds y Paltrow intentan escudarse detrás de sus bebidas, pero terminan por arrepentirse cuando se percatan de tanto asqueroso dulzor. Cunningham es el más receloso. Ni qué decir de Bradley.
Pero Lynda y la anciana no se detienen ante nada.
La anciana toma una cucharada y esboza una gran sonrisa, haciendo que Hitmonlee se sienta satisfecho con su trabajo. Y Lynda toma una tortilla, sonriendo emocionada, preparando algo similar a un... ¿Por qué diablos está enrollando esa tortilla, con esos frijoles y ese queso dentro de ella? ¿En realidad va a comer...? ¡Está comiéndolo!
¡Y Diamond también lo hace! ¡Estúpido gato!
— ¡Nada como los frijoles que cocina Hitmonlee! —dice Lynda—. Hace tantos años que no comía algo tan delicioso.
— ¿En verdad es comestible? —pregunta Keynes, hablando por todos nosotros.
Lynda asiente.
—Tienen que probarlo —dice Lynda con firmeza, sin borrar esa sonrisa que me recuerda un tanto a su padre—. Herirán los sentimientos de Hitmonlee si no lo hacen.
—Un Pokemon cocinero —se queja Paltrow—. Ahora puedo decir que lo he visto todo.
La anciana ríe.
—Hitmonlee no siempre fue un cocinero —nos dice tras beber un sorbo de limonada, que a ella parece no disgustarle a pesar de que sin duda es una bomba de azúcar—. Mi esposo no era muy dedicado a las cosas hogareñas.
Lynda se atraganta con un bocado, intentando hablar antes de que sea demasiado tarde.
En español.
—Cuéntales la historia, abuelita.
La anciana ríe y toma un bocado más.
Nosotros seguimos sintiéndonos extraños. Ajenos a este mundo. No pertenecemos aquí.
—Bueno... Conocí a Eugene hace ya muchos años —dice la anciana, sonriendo con un aire nostálgico y soñador similar al de Lynda—. Fui a vivir un tiempo en Tijuana, cerca de la frontera con el otro lado. Ahí nos encontramos... Él fue a ver los terrenos que tenía mi abuelo, para construir un gimnasio Pokemon. Salimos un par de veces y lo convencí de quedarse en Tijuana un tiempo. Dos meses, y ya estábamos comprometidos.
—El abuelo le pidió matrimonio luego de que ganaron juntos una batalla Pokemon contra un grupo de vándalos —dice Lynda.
La anciana sonríe.
Esto no podría ser más irrelevante para mí.
Al menos, la conversación funciona para que nadie se dé cuenta de que Lynda es la única que está comiendo esta... cosa.
Y Diamond, a quien Hitmonlee ya le ha servido la segunda porción.
Estúpido gato.
La anciana continúa.
—Nos fuimos a vivir a McAllen unos años. Ahí construimos también un gimnasio, y criamos a nuestros hijos. Raymond y Roger.
—Espere un momento —dice Victoria—. Creí que usted era la madre de Leona.
La anciana ríe.
—No, mi cielo —responde—. Yo soy la madre de Raymond. Aunque él siempre ha preferido que lo llamen Ray, desde que era pequeño. Recuerdo que Roger solía burlarse de él cada vez que alguna de sus pretendientes intentaba llamarlo por su nombre completo.
Me siento traicionada al ver, por el rabillo del ojo, que Paltrow se ha atrevido a probar la comida. Un bocado tras otro.
Lo hemos perdido.
—Todo iba bien en McAllen —continúa la anciana—. Eugene era un gran entrenador, y su especialidad era el Tipo Lucha. Roger siguió con esa tradición, pero a Raymond le atrajo más la idea de tener un equipo variado. Cuando cumplió catorce, Eugene los llevó a ambos de cacería. Raymond volvió dos días después con un Chikorita al que jamás quiso evolucionar.
No me explicó cómo es que Lynda no demuestra ninguna emoción deprimente o negativa al escuchar el nombre de su padre, a pesar de que todos hemos sido testigos de la devastación que sufrió hace sólo algunas horas.
Esa chiquilla me perturba.
Y Reynolds también nos ha traicionado. Hitmonlee parece estar más contento que nunca.
—Tuvimos que mudarnos aquí, a México, cuando Eugene comenzó a tener problemas con la Elite. Construimos nuestro gimnasio aquí, y los muchachos también siguieron con su entrenamiento. Pero... Ya saben cómo son estas cosas.
El semblante de todos se ensombrece ligeramente. Intercambiamos miradas, y sólo Keynes se atreve a afirmar lo que seguramente todos estamos pensando.
—Lo asesinaron, ¿no es cierto?
La anciana asiente, pero no se quiebra.
Es fuerte, como cada miembro de la familia Williams.
—Yo tuve que hacer que Raymond y Roger siguieran adelante —continúa—. Cuando ingresaron al bachillerato, Raymond decidió volver a McAllen. Estudió la universidad en Texas, y allí conoció a Leona. Raymond siempre fue un muchacho brillante y talentoso. La Elite lo reclutó para hacerle crear aparatos electrónicos. Siempre ha sido mi orgullo. Y Roger, bueno... Él también era un hombre brillante, a su manera. Me ayudó mantener a flote nuestro gimnasio mientras yo le ayudaba a cuidar a su hijo.
— ¿Dónde está Roger ahora? —pregunta Paltrow.
De nuevo, la anciana no se inmuta.
—Roger murió. Lo apuñalaron. No podemos negar que la ciudad es un poco insegura, ¿no creen?
Y sonríe.
Bradley nos traiciona también. Y es gracias a ella que Cunningham también prueba la comida de Hitmonlee.
Sólo quedamos los Levitt, Keynes y yo.
—Así que tuve que criar yo misma a mi nieto —continúa la anciana—. Su madre no quiso encargarse de él, así que... Es un buen muchacho. Tiempo después, Raymond y Leona me pidieron que me quedara con Lynda por un tiempo para que ellos pudiesen trabajar en paz. Una misión para la Elite, ya saben. Lynda se quedó cuatro años con nosotros, hasta que Leona vino a buscarla pues ya era seguro llevarla con ellos.
—Entonces, ¿usted vive sola aquí? —pregunta Cunningham.
—Sí —dice la anciana—. Bueno, mi nieto viene a menudo. Suele trabajar durante casi todo el día. Es gracias a él que tenemos todo esto. Perdimos el gimnasio a causa de unas deudas, así que... Esta casa, y lo que mi nieto pueda darnos, es lo único que podemos ofrecerles.
Intercambiamos miradas de nuevo, y aún me queda la sensación de que todos estamos pensando lo mismo.
Ella no tiene idea. Tan sólo se levanta, mirando a Hitmonlee para indicarle que la siga, y habla nuevamente.
—Iré a traer el postre. Hitmonlee está aprendiendo a preparar buñuelos.
La perdemos de vista cuando ella entra a la cocina, y al instante se posan todas las miradas sobre mí como si de repente me hubiese convertido en una figura de autoridad. Y sé que así es, aunque quisiera evitar pensar en ello. Así que sólo suspiro y hablo en susurros, con la intención de que sólo ellos puedan escucharme.
—No vamos a quedarnos —les digo—. Están persiguiéndonos. La Elite es peligrosa.
Keynes se escuda detrás de un sorbo de limonada, diciendo:
—Estoy de acuerdo.
El hecho de que ella piense como yo me hace sentir detestable. Diamond incluido. Lo único que anula esa sensación es ver cómo todos asienten a la par, importándoles poco o nada que Lynda finalmente borre su sonrisa.
Esta vez, esos ojos de cachorro no van a convencerme.
No voy a arriesgar a nadie más.
Nadie más morirá mientras yo pueda evitarlo.
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