—Ya puedes venir cada dos semanas—
dijo, y mi alma sintió sus ventanas.
Un logro pequeño, mas logro al final
pero al salir, una piedra casual
golpeó mi cabeza, hirió mi calma
y un recuerdo invadió sin pedir el alma.
Zapatos de punta, andar cansado
la espalda ancha, el rostro agrietado.
Arrugas de invierno, mirada apagada
su imagen surgía, la de mi morada.
El destino, cruel, jugó conmigo
y lágrimas cayeron, sin testigo.
—No es él— murmuré al eco traidor
pero mis pasos lo buscaron mayor.
—Disculpe, ¿tiene la hora?—pregunté
la voz temblaba, como anochecer.
—Son las seis y cinco— dijo en otoño
y mis lágrimas, presas de un sueño roto.
—Gracias, señor— murmuré con respeto
—No hay de qué— respondió con su eco.
Y así, el recuerdo volvió al olvido
dejando mi alma en un rincón perdido.
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