↬cαpíтυlo 1⋆
↬lα cнιcα de lαѕ ɢαғαѕ rojαѕ↫
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La lluvia era tan recia que, con sus apenas siete años de vida, temía que las gotas traspasaran el cristal y el resultado sería doloroso. Sintió la presión en la palma de su mano y levantó la mirada para encontrar la mirada grisácea de su madre, acompañada de una sonrisa y un mensaje que lo dejaba tranquilo. Intentó centrarse en sus ojos, pero fue mala idea cuando las puertas se abrieron y bajó del vagón.
Sintió su cuerpo hundirse unos milímetros y tras mirar hacia abajo encontró el motivo de esa viscosidad. El lodo abrazaba sus botas como si fuese arena movediza, sacudió los pies y se colgó del brazo de su madre para no volver a caer en la cantidad de hoyos que la lluvia seguía formando. El suelo liso para él, fue un descubrimiento, pero la sensación aún seguía presente, esas botas le gustaban y no las podría usar pronto, raspó la suela en el asfalto y miró con un poco de susto el rastro de lodo que dejó. Volvió a aferrarse a la mano protectora y caminó rápido.
No le agradaba el ambiente, podría decir que, la mayoría su alrededor era gris u opaco, y la lluvia terminaba por dar ese toque deprimente, pero ¿qué esperaba? Era Londres. Sin embargo, las botas amarillas fueron como un imán para sus ojos. Sentía a su madre arrastrarle, su cuerpo se movía, pero sus ojos estaban ahí. El abrigo y gorro rojo vino, resaltaban en esa aura seca junto a esas botas amarillas.
Era cierto que odiaba los colores opacos y oscuros, quizá tenía miedo de sumergirse en un mundo así, oscuro y apagado. Pero sus pensamientos fueron desbaratados cuando esa mirada oscura chocó con la azul de él.
No eran como el cabello de su madre, ni como el saco carísimo de su padre, tampoco rozaba el vivo color negro de sus botas recién pulidas. Esos ojos eran tan oscuros que, era la primera oscuridad a la que no le temió.
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Seis años después.
Suspiró profundo mirando los barrotes enormes extendiéndose a lo alto. ¿Colegio? Eso parecía una prisión. ¡Tú puedes hacerlo! Tienes doce años Boruto, todo estará bien.
Estaría realmente bien si esas palabras se las dijera su padre. Miró a su hermana menor agitando el brazo con fuerza mientras gritaba un hasta pronto, por otro lado, su madre lo miraba preocupada y con los ojos acuosos. Tenía que ser fuerte por ellas, darlo todo por ellas. El cuero de su maleta crujió cuando apretó los puños y dio un paso y continúo con otro. Todo el ánimo que había conseguido cayó cuando la puerta se cerró y se quedó solo en el inmenso pasillo, pero fue aún peor cuando entró a la primera aula.
Le habían inculcado que la puntualidad era algo importante para un hombre, y sabía que no iba a dar una buena impresión llegando tarde el primer día, por eso estaba ahí, de pie junto al escritorio mirando como el anciano con abundantes canas y anteojos que, resultaba un milagro que no estén en el suelo, lo miraba meticulosamente, como si esos ojos marrones intentaran descifrar su vida.
—Uzumaki Boruto —susurró y con su dedo huesudo señaló un lugar— Asiento cincuenta y seis.
El casi huyó de su lado. Caminó hacia su sitio y se maldijo por apellidarse "Uzumaki" siempre le tocaban lugares lejanos por esa estúpida "U". Intentó no prestarles atención a las miradas—nada disimuladas—hacia su cabello, no era el único rubio, habían varios, al igual que castaños e inclusive pelirrojos, pero a diferencia de los demás, su cabello no era ese rubio pálido, había heredado ese tono suave y a la vez extravagante de su padre. Tomó su asiento y maldijo a lo bajo cuando la silla chirrió contra las baldosas. Genial, un punto menos en modales, pudo ver al anciano mirarlo sobre las gafas y escribir en su cuaderno.
El día no empezaba tan bien.
Le parecía inútil pasar los trecientos sesenta y cinco días y cuatro horas encerrado en ese colegio, sin visitas, con materias extras para crear a un hombre machista. Agradecía la educación que llevaba su familia, le enseñaron a proteger a las mujeres, respetarlas y amarlas, pero nunca golpearlas como la mayoría hacía.
Odió al profesor larguirucho que entró después de una hora, mostrando orgulloso un látigo y señalando que cuando una mujer diga "acepto" en una ceremonia tenían todo el derecho de usarlo, presumió contando como lo había usado con su esposa cuando no seguía sus órdenes. Joder, ¿eso era el amor?
Sintió el ardor de ese látigo cuando no se irguió correctamente en su asiento, y entonces ¿qué sentía esa mujer? La rabia desataba en él. Eran niños de doce años ¿cómo podían enseñar algo así?
Miró a su alrededor a sus compañeros, conversando y ausentes de la realidad, ¿a cuantos hombres creaban al año así? Cerró su libro y se frotó lo ojos. ¡Demonio! Solo llevaba una hora ahí y ya se quería largar. Apoyó la mano en su quijada y jugueteó con su bolígrafo, ¿quién demonios era el director? Todas esas preguntas acechaban en su mente, temía convertirse en un monstruo porque eso sentía que eran. Él no dejaría que le pongan un dedo encima a su madre o hermana, a ninguna mujer.
Cerró los ojos sintiendo la brisa abanicar su rostro, era un día nubloso, sin embargo, el día era fresco y agradable. Sintió una caricia en el dorso de su mano, abrió los ojos y encontró un pétalo posando como una mariposa, era rosado, como esos árboles japoneses; era su imitación, claro. No recordaba cuál era su nombre, pero eran bellos, recordó que en el centro de su ciudad era una de las pocas cosas coloridas, pero ¿de dónde entró? Miró a un costado y sus ojos se sorprendieron al ver la ventana a unos centímetros, todo el día estuvo ahí, pero no se dio cuenta. Observó las demás y estaban cerradas y era casi imposible divisar algo, de hecho, la de él igual, era como si estuviesen empañadas con las ramas de los arbustos trepadores, pero la de él estaba abierta. Lo correcto era cerrarla, iba a hacerlo, pero no se movió, estaba atascada, quizá por ello era la única. Verificó que el profesor seguía sin regresar, por lo que acechó, miró el gran muro que se extendía desde abajo, su aula estaba como en el tercer piso, esa cosa debía medir unos quince metros al menos.
Escuchó la voz del profesor y regresó su vista al centro, pero algo interceptó el trayecto y lo hizo mirar de nuevo.
Era una chica. Cualquier otra no le hubiese llamado la atención, pero ella... el color rojo vino adornando su rostro y contrastando al mismo tiempo con su cabello negro; fue un imán.
El látigo estampado a centímetros de su mano lo volvió a la realidad. Apretó el puño y cerró los ojos. Más puntos perdidos.
—La clase ha comenzado joven Uzumaki.
"Me importa una mierda tu clase" las palabras picaban en su lengua, pero se la tuvo que morder. Miró de reojo de nuevo, observando como sus mechones acariciaban sus hombros, intentando alcanzarlos uniformemente. Le parecía realmente irónico que su ventana también esté rota.
Suspiró de nuevo caminando hacia su habitación. Eso de suspirar no era de él, era directo, divertido y extravagante, pero ahí querían a un hombre serio, posesivo, en pocas palabras, un carácter de mierda. Estuvo por estampar sus libros contra la persona que tocó su hombro, miró al chico rubio que le sonreía, tenía una pequeña coleta y, a diferencia de él, los ojos azules pálidos.
—Hey, soy Inojin, también yo probé el látigo. Duele un demonio —miró hacia atrás. Boruto notó la presencia del chico pelinegro, con una coleta también ¿acaso era obligatorio? En lo personal no le gustaba tener el cabello tan largo, a pesar de que la coleta era pequeña no se imaginaba con una—¿verdad Shikadai?
El chico asintió y arqueó una ceja ante la mirada del rubio—¿Qué pasa?
—¿Es obligatorio? —señaló su cabello.
—No, creo que no —Dijo Inojin mirando a Shikadai también— ¿Tu padre también tiene una?
—Si.
—Vale no importa, creo que no. ¿Qué piso te tocó? A nosotros el tercero.
—A mi igual —Boruto sonrió. Siempre había tenido una facilidad enorme de hacer amigos, pero para ser honesto, se sentía bastante nervioso.
—Es realmente un fastidio subir tantas escaleras —dijo Shikadai pisando el primer escalón y, sí que lo era.
Boruto dejó sus libros en el escritorio y se lanzó en la cama, lo bueno que era grande, individual, pero espaciosa, quizá era porque saldría de ahí cuando cumpliera la mayoría de edad.
Cerró los ojos y la oscuridad apareció, pero era a la que no le temía cuando era pequeño. Se sentó y miró sus libros desde una esquina. Aún podía recordar su imagen, desearía poder dibujar e intentar trazar su bonita silueta, pero era imposible.
Un bolita y palito sería una ofensa para su belleza.
Se volvió a acostar con su imagen en su cabeza, ¿Y si no la volvía a ver? ¿Y la olvidaba? Cuando pensaba en ella era como si su dibujo apareciera en su cabeza. Se levantó y esparció sus cuadernos en la mesa. ¿Cuál era el indicado para ella? El rojo vino de la esquina hizo sentir su recuerdo tan vivo. Barrió el brazo por el escritorio tirando el resto de los libros, tenía que dedicarle el espacio y tiempo indicado para algo tan perfecto.
Abrió la pasta como si estuviese escrito ahí la contraseña de la caja fuerte del hombre más rico de Inglaterra, pero esos sentimientos valían más para él.
30 de enero de 1922
"No he tenido contacto con ninguna chica, ni mi madre, ni hermana.
Esta estúpida norma, me aleja de las mujeres que más quiero...no las veré aún, todavía faltan seis años para que salga de aquí.
Tenemos prohibido estar con chicas hasta ser mayores, pero para mi suerte, el lugar que me toco pega justamente en tu ventana.
Chica de las gafas rojas".
Dejó el bolígrafo y miró el cuaderno como si fuese lo único que tuviese. Las páginas fueron volando como los meses hasta convertirse en años.
Los sentimientos siguieron creciendo como él. El niño en el asiento quince maldiciendo a su profesor se convirtió en un adolescente callado, claro, frente a ellos, porque por dentro estallaba en emociones y sentimientos. Su camino solitario hacia el pasillo se volvió ruidoso y con risas mientras se retaban por quien llegaba primero al tercer piso.
Sus notas subieron porque ahí no podían hacer más que leer para entretenerse, en algo tenía que gastar su tiempo. Su vida, a pesar de estar en ese mundo deprimente, mejoraba poco a poco, sin embargo.
Ella seguía sin mirarlo.
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