Sombras chinas
La danza de las velas parece exquisita. Bailan al son de las gotas de lluvia cuando repican en el alféizar de la ventana. Tu sombra y la mía descansan sobre la pared, en infinito reposo.
Un pájaro testarudo resiste en medio de la tormenta, haciéndose escuchar por encima del caos, y entona nuestra melodía aun cuando la noche se cierne sobre él. No teme a los truenos ni a la oscuridad en la que está sumido, ¡oh, pequeña ave guerrera que resistes por nuestro amor!
Como si escribiéramos un poema de amor a cuatro manos, nos desnudamos con delicadeza. Escribimos metáforas entre las sábanas, y las pintamos de rojo carmín.
Mi cuello, tu espalda.
Mis piernas, tus brazos.
Me observas, no sueltas la mirada, y recorres mi clavícula con tus dedos. De peca en peca, siguiendo las irregularidades de mi piel, parece que dibujes sobre mí.
Susurras «róbame un verso y hazme tuyo; tú, poetisa sin pluma.»
Y es así cómo te conviertes en artista y tiñes de rojo mis mejillas. Pintas sentimientos inefables con tus manos sobre mi vientre, y sigues bajando.
Y con menos ropa y más calor, se enciende nuestro amor, así decidimos jugar a crear nuestras propias sombras chinas en la pared.
Nuestros labios danzan y juegan los unos con los otros. Tu piel, suave y ardiente, se desliza sobre la mía. Esa pequeña chispa que ha provocado nuestro roce, se ha convertido en un fuego intenso e incontrolable. Casi parece un incendio.
Pero entonces te detienes y me miras a los ojos, en mitad de la noche. Quieres contarme ese cuento en el que tú eres un pirata y yo una princesa.
Entonces actúas, tú, pirata experto. Y me encuentras perdida y con miedo. Sabes que guardo un tesoro valioso y no dudas por un segundo en arrebatármelo.
Con el último suspiro de la noche, lo encuentras escondido y desenvainas tu espada. Pequeña e inocente como soy, intento defenderlo y libramos una batalla que dura un día y media noche.
Nos sumimos en la oscuridad de la noche más tranquila, bajo la atenta mirada de la luna, que asoma entre las nubes.
Pero en el punto álgido de la batalla, tú ganas y clavas la espada en mi cuerpo.
Lento y profundo.
Un hilo de sangre me recorre, caliente, hasta que una gota toca el suelo.
El cuento se acaba y las velas se consumen, pero nos dejan un último suspiro de amor antes de morir.
Un pájaro en su jaula, y las mil y una lágrimas de esa luna que nos observa desde más allá de las nubes, aplauden esta bonita representación.
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