Pentagrama enredado

Como si fueras parte de una fotografía, el mundo se para al verte dormir.

Como si de un cuadro se tratara, las primeras luces del alba se cuelan entre las cortinas y pintan tu cuerpo de colores anaranjados.

Como si fueran retazos de papel roto, descuidados y arrugados, las sábanas de la cama esperan que escribamos nuestra propia historia de amor sobre ellas.

Como si estuvieras hecha de cerámica, esta noche me has dejado tocarte, moldearte y acariciarte; siempre con cuidado de no romperte.


Llegaste por la noche, cansada de trabajar. Se notaba en tu cuerpo, en tus movimientos torpes y en tu mirada vacía. No tenías ese brillo en los ojos que me enamora cada mañana al verte.

—¿Qué te pasa, amor? —Te pregunté, preocupada.

No quisiste responder. Sólo dejaste el bolso en la silla y te desnudaste, para meterte en la cama. Yo te esperaba dentro, cómoda y caliente. Quería abrazarte y hacerte pasar el frío de la calle con mis manos.

Te recibí con ambos brazos abiertos. Apoyaste tu cabeza en mi pecho y te rodeé con un brazo, mientras te acariciaba el costado con el otro. Suspiraste, profunda y lentamente, y te hundiste un poco más entre mis brazos.

Estabas hecha un ovillo.

Y yo no sabía qué hacer.


Pronto, el silencio se hizo añicos con tus sollozos. Intentabas ahogar tus lágrimas en mi pecho, para que no te escuchara, pero era imposible disimularlo.

—¿Qué te pasa, amor? —Repetí, esta vez más dulce.

Sólo te secaste las lágrimas y negaste con la cabeza a la oscuridad.

Me levanté, apoyándome sobre un costado. Busqué tu rostro a tientas en la oscuridad. Estaba empapado en lágrimas. Intenté ayudarte a secar tus lágrimas, tomando tu rostro con extrema suavidad entre mis manos, y te besé con mucho amor. No me gustaba verte llorar, pero ya se había tornado una costumbre; noche sí, noche también.

Esta vez, pero, en vez de separarte de mí, me rodeaste el cuello con ambos brazos. Me acercaste a ti, sin que nos separara un milímetro.

—No te alejes... —me susurraste, rompiendo el silencio melancólico que habíamos formado.

Era la primera vez en mucho tiempo que te aferrabas a mí de esa forma.

Te abracé de vuelta.

No quería soltarte.

Pasaron los minutos y, aunque no nos movíamos, cada vez te sentía más lejos. Te estreché entre mis brazos, pero temía romperte en mil pedazos. En un momento de debilidad, creí haberte hecho daño: pasé mis dedos sobre tu espalda, buscando alguna grieta en tu cuerpo que indicara que te había quebrado; de peca en peca, dibujando constelaciones en tu piel. En vez de eso, sentí como te estremecías entre mis caricias.

Sentí calor en ti por primera vez en mucho tiempo.

Y sonreí.


Colaste tus manos bajo mi camiseta, me acariciaste los pechos y me besaste en la mejilla. Un escalofrío recorrió mi cuerpo entero; a pesar de sentir tu espalda un poco más caliente de lo habitual, tenías las manos congeladas.

Me quité la camiseta, quedando sólo en ropa interior, y coloqué tus manos entre las mías, intentando darte un poco de calor. Escapaste de mi agarre con habilidad y colocaste tus manos entre tus piernas. Volvías a estar hecha un ovillo, pero ya no quedaban rastro de las lágrimas en tu rostro. Empecé a acariciarte el costado con suavidad, mucha suavidad, notando como se te erizaba la piel bajo mi roce.

Me gustaba.

Me gustabas.

Y seguí mi camino, recorriendo tu torso entero hasta llegar hasta tu cintura. Mis dedos chocaron con la costura de tu ropa interior y la resiguieron con cuidado de no perderla de vista.

Bajé, buscando tus manos entre tus piernas. Tenías la piel muy suave y caliente. Sentí un pequeño suspiro en mi cuello cuando cogí tus manos entre las mías, de nuevo.

Pasaban los segundos con cada latido de tu corazón. Cada vez más fuerte, cada vez más caliente. Cada vez más acelerados. Las caricias acompañaban esos latidos, tus suspiros y tus jadeos: aumentaban su picardía contra más se aceleraba tu respiración.


Habíamos dejado nuestra ropa atrás, junto con nuestra timidez y nuestra inocencia.

Tus besos expresaban deseo.

Mis manos buscaban calor.

Tus piernas mostraban pasión.

Mi pecho latía en amor.

Nosotras, rotas por dentro, juntas por fuera.

Nosotras, juntas en una.


Ahora éramos dos amantes en una noche sin final.

Pero buscábamos ese final con ansias.


Suspiro, jadeo y gemido.


Yo, como si fuera un pentagrama enredado.

Tú, como una de esas notas perdidas por la partitura.

Tú y yo. Nosotras en una de sola. Éramos un baile, una danza, amor al son de nuestra canción.

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