Deseos ocultos por Andy Bellamy
El primer pensamiento de Oliver fue: ¿Qué hacía una mujer en el suelo del sanitario de caballeros? Esta pregunta fue opacada muy pronto al observar el estado de la desconocida. El cabello rubio desordenado, el labial carmín manchaba las mejillas de la joven, uniéndose a los surcos que había dejado el rímel. La mujer aun sollozaba, ajena a la mirada de Oliver.
Nunca supo cuánto tiempo permaneció contemplándola, se mantuvo en un ensimismamiento carente de sentido del tiempo. La mujer se levantó con una gracia increíble para haber estado sollozando en el piso de un baño momentos atrás. Caminó directo al lavabo, se echó agua a la cara retirando el exceso de maquillaje y salió del lugar sin detenerse a mirar a Oliver.
Al cruzar la puerta del sanitario masculino en ese bar cutre, Susana sintió el frío contra su piel. No podía recordar dónde había dejado su abrigo, aunque tampoco importaba mucho para aquel momento. Había huido de ese lugar al sentir la mirada de aquel muchacho bobalicón. Empujando a bailarines y borrachos por igual, se abrió paso hasta la salida. Sus ojos se clavaban en el suelo, como si las baldosas sucias de orines y vómito pudieran darle una salida al lío que había hecho de su vida.
Caminaba sin rumbo determinado, huyendo de las líneas que dividían la acera. Si se concentraba en ello, quizá olvidaría lo ocurrido. Quizá, por un segundo, volvería a ser aquella inocente niña rubia de antaño. Entre sus delirios, imaginaba miles de finales alternativos que hubiera tenido de haber elegido diferente.
—Muñeca —escuchó a su espalda.
Había llegado a un parque, donde un grupo de hombres bebía. Debió haber sabido que se dirigiría a aquel parque, ese donde muchas veces fue a jugar cuando niña. El mismo donde lo había encontrado y perdido todo. Giró buscando a quien la llamaba. Un hombre de mediana edad y prominente barriga la observaba con morbo, otro par lo acompañaba, alentándolo a hablarle. Que estúpida había sido al ir a ese lugar. La ciudad era insegura, pero como si no le bastara, ella iba a una de las zonas con mayores índices de delincuencia, a medianoche, descalza, ebria y con ropa que apenas y la cubría.
Tonta. Tonta. Tonta.
Parecía que ella misma buscaba los problemas. Ya se lo había dicho su madre antes de echarla de casa. Todo lo que le ocurría era porque se lo merecía. Esto también se lo había buscado solita. Ni siquiera encontró sentido en correr, se dejó caer ante esos hombres y comenzó a sollozar.
Los hombres, tan borrachos como estaban apenas y notaron los sollozos de la joven. El primero en hablarle fue a por ella, la tomó en brazos y la llevó a donde los otros dos seguían bebiendo.
Susana fingió todo el tiempo estar en otro lugar. Igual que siempre.
Una vez hubieron terminado la dejaron en una banca del parque, el efecto del alcohol comenzaba a pasarse en los hombres y las consecuencias de sus acciones llegaban a ellos en una avalancha de culpabilidad. Susana tiritaba de frío envuelta en una sucia chaqueta que uno de los hombres le había dejado. Las lágrimas se derramaban sin parar, marcando un camino de lágrimas, de tropiezos, de fracasos.
¿Y a dónde podía ir si la última persona que le quedaba en el mundo la había dejado en el baño de un bar? No tenía casa. Ya no tenía amigos, ni familia a la cual acudir. Quiso adivinar la hora, pero no es tan fácil hacerlo cuando no hay sol, así que se conformó con pensar que pronto amanecería.
Sus pensamientos se vieron interrumpidos una vez más, esta vez por un silbido. ¿Quién podía estar silbando en un momento así? Pensó Susana con egocentrismo. Para ella, ese instante, era sólo un momento más negro en su vida ya gris.
Oliver había tenido una buena noche, a excepción del encuentro con esa ebria mujer. Pasó un rato intentando imaginar qué la había dejado en esas circunstancias, llorando en un baño público, al final se decidió con la explicación más simple, en la que sólo estaba demasiado borracha para diferenciar los letreros de los sanitarios. Esa fue la historia que armó en su cabeza para poder seguir divirtiéndose.
Podría comenzar describiendo a Oliver como el típico chico bueno al que, innumerables veces las chicas le dejan en claro que no lo ven como nada más que un amigo. Esa noche no fue distinta, había salido con varios de sus amigos. Era un chico simpático, y era eso lo único que tenía para que las mujeres no salieran corriendo de él. Sin embargo, Oliver ya había comprendido que la vida no se acababa porque no tuvieras éxito en las relaciones amorosas. Oliver tenía muchos amigos en la facultad, sacaba buenas notas y era bueno en su trabajo de medio tiempo en un mini-súper.
Se podría decir que Oliver era un chico feliz. Aceptaba lo que le daba la vida, no de un modo mediocre, simplemente tenía el optimismo necesario para ver el potencial de las cosas.
Es común que las personas felices ansíen contagiar su felicidad al mundo entero, muchas veces, el ayudar a otras personas les hace crecer más. Por eso, al ver a esa misma rubia llorona, temblando en una banquita de camino a casa, interrumpió el silbido de los primeros acordes de la canción que se reproducía en los auriculares: Undisclosed desires, la letra no clamaba alegría, pero el vocalista tenía un estilo que insuflaba vitalidad. Se inclinó sobre ella dispuesto a ofrecerle un consuelo, sin ponerse a pensar si sería bien recibido.
Ella sollozaba sin cesar mientras susurraba palabras inconexas. Oliver siempre había pensado que la vida está hecha a base de coincidencias y decisiones; el mundo hace que coincidas con los lugares y las personas, y tú tomas la decisión de tomarlos o dejarlos pasar.
Cualquiera habría pensado que estaba loco al acercarse siquiera a la rubia, habrían creído que sólo veía el bonito cuerpo que poseía; pero Oliver veía algo que sólo había visto una vez en su vida: desesperanza y dolor.
—¿Estás bien? —preguntó Oliver.
De inmediato se arrepintió por la absurda pregunta que había formulado. Estaba en medio de un parque en la madrugada, llorando y temblando de frío, obviamente no estaba bien. Quizá ella también había pensado en lo absurdo de su pregunta pues se negó a responderle.
—¿Necesitas algo? ¿Tienes quién te llevé a casa?
No hubo respuesta.
Oliver estaba dispuesto a irse, cuando ella habló. Dijo una simple palabra: "vete", palabra que en él, provocó el efecto opuesto. Oliver colocó uno de los auriculares en el oído de la rubia, pulso play, y la música comenzó a surgir del aparato.
I know you've suffered,
But I don't want you to hide
It's cold and loveless
I won't let you be denied
Cuando la melodía comenzó a sonar en los oídos de Susana, ella no pudo evitar sobresaltarse, se alejó un poco del muchacho hasta que vio su leve sonrisa que le hizo saber que sólo quería tranquilizarla. La letra comenzó, y aunque Susana nunca había sido muy buena en muchos aspectos, lo era en el dominio de idiomas, por eso estuvo a punto de sonreír al escuchar aquella canción. Parecía que el muchacho la hubiese elegido voluntariamente.
—¿Tienes a dónde ir? —inquirió él.
Supuso que su expresión se había relajado, pues él le hablaba más cerca. Fue hasta ese momento que ella se detuvo a mirarlo. Su cabello pelirrojo bajaba en rizos sobre su frente, de seguro cubriendo otro montón de pecas, además de las que brillaban en la noche. Horas antes había pensado que su expresión era de bobo desconcierto, sin embargo, se daba cuenta que era bondad lo que había en sus facciones.
Susana negó con la cabeza cuando los últimos acordes sonaron.
—Vivo a un par de calles, si quieres... y no eres delincuente o psicópata, podrías quedarte hasta mañana.
Ella estuvo a punto de negar nuevamente, pero no tuvo más fuerzas para hacerlo. Alguna vez, había escuchado a su tía decir que Dios nos ayudará, y depende de nosotros tomar aquellas oportunidades o dejarlas ir. Quizá este muchacho era aquella ayuda, al menos por el momento.
Y si no lo fuera, no creía estar peor que en aquel momento.
Así que dejó el pelirrojo tomara su mano y la llevara con él, caminando por ese parque lleno de recuerdos. Lleno de principios y finales en su vida. En ese momento comprendió que ese era su lugar en la tierra, ese donde había visto sus sueños cumplirse, sus risas encenderse, ese donde acababan de robarle su alma y donde estaba recobrando la esperanza.
Al día siguiente, Oliver ya tenía listo el desayuno cuando Susana—, según logró sonsacarle a la muchacha— despertó. No había dormido mucho, nunca lograba permanecer en cama después de las nueve. La noche anterior había querido escuchar la historia de por qué estaba ahí, era claro que no era una indigente, pues su ropa lucía costosa, incluso sus aretes, el único accesorio que conservaba eran llamativamente caros. No obstante, andaba sola en un parque de los peores barrios de la ciudad, descalza, despeinada y desconsolada.
Ansiando escuchar la historia de Susana, esperó a que ésta terminara de asearse y vestirse con ropa que él mismo le presto. Susana evitaba la mirada de Oliver, pellizco un pedazo de pan y se lo llevó a la boca, masticándolo con deliberada lentitud. Él hizo uso de toda su paciencia para no apresurarla a hablar.
Después de un par de minutos más, Susana comenzó su relato. Una historia que no sabía con qué palabras abordar, así que iniciaré de la misma manera que ella lo hizo:
Érase una vez, una niña llamada Susana, ella era una niña alegre y soñadora, pero como en todo cuento, ocurrieron desfortunios. Sin embargo, Susana no era una princesa llena de virtudes y consideración como en los cuentos de hadas, sino una de voluntad débil y quebradiza. Siempre siendo consentida por sus padres, estaba acostumbrada a tener lo que le apetecía, y sin pensar en lo que ocurriría después, comenzó a consumir drogas en las fiestas.
Fue Víctor, su novio, quien le conseguía la cocaína o las pastillas de éxtasis. Cuando comenzó a consumir, sus padres comenzaron a darle la espalda, pasando de ella como un problema desagradable del que no querían tener nada que ver. Como un círculo vicioso, esta indiferencia, la llevaba a consumir más, esperando recuperar el interés de sus padres por ella. No pensaba, estaba en un letargo de estupidez en el que no veía más allá de sus propias necesidades.
Fue en una lluviosa tarde de febrero, en que supo lo que aquellas pastillitas le habían quitado. Ya no llegaba a casa, no encontraba sentido alguno en hacerlo si era tratada como invisible allí. En una fiesta en el sur de la ciudad, todo se había salido de control, Víctor había bebido demasiado y exigía más de aquellas porquerías. Susana se las dio sin ser consciente de lo que harían en él.
Víctor murió esa noche de sobredosis, mientras ella fue internada, un lavado gástrico y enviada a rehabilitación. Sin embargo, sus padres se negaron, por primera vez, a pagar por lo que ella había hecho. Le reprocharon por sus actos, renegaron de ella, le hicieron saber cuán decepcionados se sentían de tener a su hija ahí. Y remataron con la frase que aun la perseguía: «Tú no vales nada, porque no eres nadie».
Esa fue la primera vez que recibió el verdadero impacto de sus actos. Fue hasta entonces que descubrió que estaba totalmente sola, sus amistades le daban la espalda, sus padres la habían abandonado. Y Víctor se había ido. Ella lo había matado.
¿Qué le quedaba? ¿Quién era? Siempre pensaba en las palabras de sus padres, repitiéndose en su mente como un mantra. Encontró un nuevo distribuidor, un amigo de Víctor. Su consumo se mantuvo, llevaba ya casi tres meses intentando disminuirlo sin mucho éxito. Llegó un momento en que no había podido pagar por su consumo, por lo que Susana debía recurrir a otros métodos de pago. Gerardo, el mismo idiota que la había dejado en el piso del sanitario de un bar después de haberle cobrado la que ella creía su última deuda.
—Eres adicta.
Susana hizo un ademán, pasando una mano por su nariz al escucharlo y asintió.
—Puedo irme ya mismo, si quieres —ofreció Susana—. Sólo recogeré mi ropa y...
—No digas tonterías. No tienes a dónde ir, ¿o sí? Puedes quedarte mientras no... Esto es lo único que tengo, ¿sabes? Es poco, pero me ha costado mucho, así que puedes quedarte tú mientras no... no consumas nada de... de... eso.
Así se habían conocido, así había comenzado todo. Como ya he mencionado en Oliver, era una persona que quería ver feliz a todos, contrario a Susana, él poseía determinación. Quizá fue esa determinación y su enorme paciencia lo que lo ayudó a aguantar los primeros meses. Intentaba ser amable con Susana, intentaba darle aquello que ella le había confesado ansiar.
En un principio era más que difícil, era desesperante, doloroso, irritable, muchas veces Oliver se preguntaba si había acertado al ofrecerse a ayudar a Susana. Quizá no todo era obra de buen samaritano, quizá había demasiados motivos personales que lo llevaban a actuar de aquel modo.
Susana había intentado esconder pequeñas dosis de cocaína en la caja del váter, dentro del tapiz del sofá, en una lata de avena, y otros escondites que a él se le figuraban increíbles. Cada tercer día, Oliver debía revisar la casa por completo, buscando en los lugares más recónditos o impensables. Susana se ponía sumamente irritable en dichas revisiones, y sus periodos de depresión se hacían cada vez más frecuentes.
Sin embargo, en sus buenos momentos, que eran pocos, Susana era una persona divertida, carismática y llena de ingenio. Siempre hacia preguntas sobre los gruesos libros de química que Oliver cargaba, sobre por qué solía sonreír al resolver una ecuación. Oliver había descubierto un sentimiento por Susana que, aunque le asustaba un poco por cómo podía terminar, lo llenaba de emoción y esperanza: el aprecio.
Meses después, Oliver supo que lo estaba intentando realmente, podía ver los síntomas de abstinencia. Hubo un día en particular malo. Oliver había descendido un poco en sus notas, sin embargo mantenía el promedio para conservar su beca que era un alivio para terminar el mes. Hizo la búsqueda de rutina, revisando hasta el último rincón de su pequeño departamento. Susana se había encerrado en el baño gritando incoherencias, afirmando que Oliver no entendía la necesidad de tener un poco de dulce, como solía llamar a las drogas.
Una vez terminó la inspección, Oliver le pidió que saliera del baño sin obtener respuesta alguna. Lo dejó estar unos minutos más, gritándole disculpas que solían funcionar para tranquilizarla, pero Susana no respondía. Oliver se acercó a la puerta del baño, pegándose a ella para escuchar que ocurría dentro, pero sólo había silencio.
Oliver era un amante del bullicio, de la música, la charla, no le gustaba demasiado el silencio. En ese momento comprendió porque nunca había disfrutado el silencio: significa soledad. Oliver sintió su garganta reseca cerrarse, el miedo le tenía paralizado. Había tenido que investigar para ayudar a Susana, por lo que sabía que uno de los principales síntomas de abstinencia era la depresión, y esta lleva al suicidio, y...
No.
No.
No.
No quería pensar en ello. No quería ni imaginarlo. Lanzó su cuerpo contra la puerta tratando de abrirla, cuando estaba a punto de rendirse, la puerta cedió. Había sangre salpicando el mosaico blanco del baño justo donde Susana se encontraba.
No hay palabras suficientemente explicitas para describir la escena que Oliver presenció, y menos aún para lo que sintió. Impotencia. Rabia. Tristeza. Dolor. Frustración. Combinándose con las lágrimas, con la inmovilidad de sus piernas, con la sangre de Susana.
En un segundo de lucidez llamó a la ambulancia. Eso fue lo último que pudo hacer antes de caer ante ella. Cuando los policías llegaron, Oliver sólo recordaba cómo lo habían separado de Susana para postrarla en una camilla, cubriéndola por completo. Sin embargo, no podía darle significado a dichas imágenes.
—Señor Soria, esto es sólo de rutina —decía el uniformado—. ¿Cómo conoció a la muchacha?
—En un bar.
—¿Sabía usted que se drogaba?
—Sí.
—¿Usted consume drogas?
—No.
—¿Estaría dispuesto a un examen para confirmarlo? —Oliver asintió—. ¿Sabe quién le proporcionaba las drogas?
—No.
—Susana Echeverría Aparicio, murió por suicido debido a abstinencia de cocaína. Usted era su novio, ¿era quien la apoyaba a dejarlo?
—Uh-hum.
—La señorita Echeverría, se realizó un corte transversal en el brazo —le informó el hombre haciendo un gesto a su brazo izquierdo que iba desde la parte interna del codo hasta la muñeca—, y uno más en la yugular. Perdió demasiada sangre para cuando llegó la ambulancia.
Oliver miraba al vacío, apenas prestando atención a las palabras del oficial de policía. Este último se acercó a su compañero, del que Oliver no era consciente e intercambio unas cuantas palabras con él entre susurros. En realidad, sentía lastima por el muchacho y sólo quería dejarlo ir, de cualquier modo estaba demasiado consternado para ser de utilidad.
Susana había vivido más de diez meses con Oliver, y eso había sido suficiente para dejar un vacío en su vida. El pelirrojo pasó mucho tiempo deprimido, perdió un semestre en la universidad, y aunque seguía yendo a trabajar, su jefe había estado a punto de despedirlo en más de una ocasión. Sus amigos se dividían entre aquellos que no se cansaban de exclamar un "te lo dije", como si eso fuera a servir de algo; y esos pocos que no lo dejaban solo, que iban a verlo, le tenían paciencia y se negaban a verlo desanimado. Esos pocos que aun recordaba que él siempre estuvo presente cuando ellos más lo necesitaban, y ahora pensaban regresarle todo lo que había hecho por ellos.
Pasó el tiempo, y Oliver fue recobrando fuerzas, alegría y vitalidad. Volvió a sonreír, y un día, aceptó volver a salir a divertirse con sus amigos. Mientras iba en el auto de una amiga, en la radio escuchó sobre un especial sobre Rock británico. Y de tantísimas canciones del género eligieron esa: Undisclosed desires.
Esa canción, la misma con la que la conoció, aquella que le había dado la señal definitiva para decidirse a darle un cobijo.
I want to reconcile the violence in your heart
I want to recognise your beauty's not just a mask
I want to exorcise the demons from your past
I want to satisfy the undisclosed desires in your heart
Era hasta irónico, darse cuenta que fue en un sanitario, medio perdida y medio muerta, donde la encontró y donde la perdió.
Fue con esa canción con la que la había dejado entrar en su vida, y con la misma que la dejaba marchar.
Oliver era la clase de personas que quería ver felices a todos a su alrededor, pero el mundo fue lo bastante oscuro, frío, cruel y hostil, para enseñarle que no siempre podría lograr su cometido, que a veces hay que mantener los deseos ocultos del corazón.
e,"s!
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