Puertas abiertas
16 de agosto de 1997
—Aparca aquí —le dice Susana—, no quiero que me vean.
Carlos detiene el coche cerca de la piscina, lejos de la zona residencial, en la cara que da al bosque. La mira como si esperara algo más.
—Adéu —se despide Susana.
—¿Te lo has pasado bien?
—Sí, bastante.
—No te lo habrías pasado tan bien con Raquel, eh.
—Eso tú no lo sabes. —Se quita el cinturón y abre la puerta—. Perdón, o sea, no quería sonar borde. Me lo he pasado bien, gracias.
—¿Por qué?
—Por salir conmigo —murmura, tímida, antes de abandonar el coche.
—Venga, no seas tonta, no tienes que darme las gracias por eso. —Carlos se inclina hacia el asiento del copiloto—. Eh, ¿no me vas a dar un beso de despedida ni nada?
—A lo mejor a la próxima —dice, sonriendo.
—Ya tengo ganas de que sea la próxima. ¿Cuándo quedamos?
—No sé, ya te diré algo, ¿vale?
—¿Tienes que pedirle permiso a tus papis? —bromea.
A Susana le sienta como una patada en el estómago. Quiere cerrar de un portazo y marcharse. En vez de eso, se queda congelada con la puerta en la mano. Vuelve a sonreír para fingir que no le ha dolido.
—Si supieras cómo son...
—A la próxima no llegaremos tan tarde, ¿vale? —En su boca no solo no suena creíble, sino que parece que pretende lo contrario—. Venga, tía, no te preocupes, que seguro que los pillas durmiendo. Si no haces ruido...
—Ya, bueno, adéu.
—Me dices algo, eh —insiste—. Más vale que no me falles.
Susana teclea con los dedos en el techo del coche. Mira hacia la noche, hacia la línea de farolas iluminando la calle desierta. Le gustaría quedarse y ser libre en vez de volver a casa y dar explicaciones.
—Susana, me gustas mucho.
Ahora solo puede pensar en el calor húmedo de un dieciséis de agosto a la una de la madrugada, en lo vacío que parece el pueblo, en el canto de los grillos en los setos de la piscina. Están solos y podría pasar de todo.
—Y tú a mí —susurra, con miedo—. Nos vemos.
—Cuídate, guapa.
Carlos enciende el motor y desaparece hacia las casas mudas. Ella espera un rato para que no los relacionen en caso de que la vean. Después enfila el camino de tierra que rodea el recinto deportivo y se adentra en el pueblo. Llega a la puerta de su casa al cabo de quince minutos. Podría entrar sin despertar a sus padres si tuviera las llaves. No las tiene, no dejan que se las lleve cuando sale de noche. Ahora se arrepiente de no haberse ido con Carlos.
Llama al timbre. Tardan menos de lo que esperaba, seguramente ni siquiera se han acostado. Abre la puerta su madre con pantuflas y bata, la misma bata rosa fucsia de siempre, la que usa sea verano o invierno. El cuello de la bata tiene una nueva marca de quemadura de cigarro. Ha estado fumando mientras esperaba. La cara de preocupación cambia a otra de enfado. En las raíces del cabello se le ven las canas y parece que ha envejecido. Da un paso hacia Susana y ella uno hacia atrás. Le clava los dedos en los hombros.
—¿Estás bien? —grazna—. ¿Tienes idea de la hora qué es?
—Sí, lo sé, estoy bien. Suéltame.
La suelta y se aparta para que entre. Mira por encima de su hija, hacia la calle, para asegurarse de que nadie las ha visto. La puerta se cierra tras ella como la tapa de un ataúd.
—¿Qué ha pasado? —Más que una pregunta, es una exigencia.
—Es que, bueno... llamamos a un taxi y tardó bastante en pasar a recogernos.
—¿Tanto?
—Lo llamamos tarde, lo siento —dice, asumiendo una culpa mucho menor que la verdad—. Se nos pasó la hora volando. Creo que llamamos sobre las once o las once y media.
—¿Sobre las once u once y media? —repite, molesta—. ¿A las once? ¿O a las once y media? Dilo claro, especifica.
—Ay, no lo sé, mama, joder. —Se la quita de encima y pasa por su lado hacia la habitación—. Estoy cansada, me voy a dormir.
—Mañana hablaremos.
—Que sí, que lo que tú digas.
—A mí no me respondas de esa forma, eh.
Susana está tan cansada de todo ese control que siente que cualquier día explotará. Para no hacerlo, necesita escapar de la situación.
—Buenas noches. —Abre la puerta de su cuarto y la cierra tras de sí—. Hasta mañana.
Se mete en la cama con bragas y camiseta porque no tiene ganas de cambiarse de ropa. Hay tanto silencio que puede escuchar el latido del corazón en las sienes y la sangre fluyendo en sus orejas. Está emocionada. Hoy ha dado su primer beso. No, se lo han robado. Y ha sido Carlos.
No va a poder dormir. Cambia de posición, de un lado al otro. Qué calor, se dice. Le da la vuelta a la almohada. Está sudando y las sábanas húmedas se le pegan al cuerpo. Da patadas para quitárselas de encima. Mierda, piensa, no podré dormir. Cree que está ardiendo. La sensación extraña del estómago le dura desde que se ha despedido de Carlos. Una picazón incómoda que le ha bajado hasta el interior de los muslos. Ya sabe cómo calmarse: deja una pierna colgando fuera de la cama y se agarra a la esquina del colchón. Gruñe. Trata de no hacer ruido. Pone el pie en el suelo para apretar más fuerte. Muerde la almohada, suspira y se imagina cosas. Jadea más relajada. Ha sido rápido.
Despierta bien entrado el amanecer. Los pájaros cantan tan fuerte que parece que estén en la cornisa de su ventana y en la habitación hay puntitos de luz por la persiana entreabierta. Corre un aire agradable. Quiere quedarse toda la mañana en la cama pensando en Carlos, en lo que fue y en lo que pudo ser.
Sonríe de felicidad. Le gusta, de verdad le gusta.
Unos golpes en la puerta la sacan de su ensoñación. Su madre, cómo no, la misma aguafiestas de siempre. Abre la puerta sin esperar a que le dé permiso.
—Venga —dice—, que tu desayuno no se va a preparar solo.
Susana se presenta en la cocina y se sienta a la mesa. Ha cogido un tazón, que llena con cereales con forma de osito. Añade leche, solo un chorro. Y se los come acompañada por el sonido de un diminuto televisor de tubo. Otra vez tiene mala señal. Se estira y toca la antena, sin éxito. La apaga y sigue comiendo en silencio. Nunca se acostumbrará a sentirse tan sola.
Llega la madre con la ropa sucia de Susana en los brazos.
—Es para lavar, supongo.
—Sí, luego la saco yo.
—No te preocupes, iba a poner la lavadora ahora.
—Tengo que ducharme —explica—. La pondré en el suelo.
—Huele a alcohol. —Acerca la nariz al montón de ropa como para corroborarlo de nuevo—. Mira, huélelo.
Susana se levanta y la huele. Arriba del todo de la montaña, están los pantalones. Recuerda que se le cayó el cubata encima.
—Ah, sí, son los pantalones —aclara—. Es porque una borracha tropezó conmigo y me los manchó. Supongo que las bambas también apestarán.
La madre niega varias veces con la cabeza, asqueada del mundo que le ha tocado vivir a su hija.
—No entiendo a esta gente que bebe para pasárselo bien.
—Ya, ni yo —responde, antes de quitarle la ropa de las manos, no sea que también capte el olor de las bragas—. Bueno, eso, que voy a la ducha.
—Acuérdate de darle la vuelta.
Susana se encierra en el baño y tira la ropa al suelo. Se pega una ducha fría, rápida, más por refrescarse que por otra cosa. Todavía chorrea cuando sale, empapando la ropa que ha extendido previamente. Usa una toalla grande para secarse un poco y la usa para hacer una bola con toda la ropa. La meterá tal cual en la lavadora. Muchas veces lo ha hecho así y su madre nunca se ha dado cuenta de las bragas sucias.
Después se tumba en la cama con el cabello húmedo. Rueda el disco para marcar el número de Raquel en el teléfono.
—¿Diga...? —saluda la madre.
—¡Holaa! ¿Está Raquel?
—Hola, Susana. ¿Qué tal?
—¡Muy bien!
—¿Tus padres?
—También, también. ¿Raquel está durmiendo?
—No sé, espera, voy a ver.
Susana escucha unos rasguños cuando la madre de Raquel deja el auricular sobre la mesa. Luego los pasos y cómo la llama a gritos, porque viven en una torre de dos plantas. Raquel se pone por la otra línea.
—Ya está, mama, ya puedes colgar —dice.
—Si me quedo callada os puedo espiar —bromea su madre.
—¡Venga, nos damos cuenta!
—¡Cuelga ya, mama!
—Vale, vale...
Nada más hacerlo, Susana aborda el tema que le preocupa.
—Oye, tía, tienes que hacerme un favor —susurra—. Si alguien te pregunta, fui a la feria contigo, ¿vale?
—¿Y eso? ¿Ha pasado algo?
—Tú prométemelo.
—Y que me guardarás el secreto también.
—Claro, claro —responde en seguida, impaciente.
—Ayer fui a la feria con Carlos —confiesa—. Si se enteran mis padres, me matan.
—¡¡Tíaaaa!! —Susana se aparta del auricular—. Uala, qué fuerte, tía. Cuenta, cuenta. ¿Qué hicisteis? ¿Dónde te montaste?
Raquel suelta carcajadas de incredulidad. Sigue preguntando cosas y sugiere otras. Por lo visto, se piensa que Susana por fin ha dado el paso.
—Te estoy diciendo que no hicimos nada, loca. —También ríe, aunque no sabe por qué—. Fue en plan amigos, tía, te lo juro. Quería ir a la feria y no tenía con quién. Tú ibas con tu novio y no quería joderos el plan, así que... bueno, se lo pregunté a Carlos. Pero no hicimos nada, de verdad.
—¿Nada de nada? —pregunta, escéptica y algo desilusionada.
—Nada de nada.
—Pues vaya. Tú eres tonta, tía. Carlos te tiene ganas. A lo mejor tú no te das cuenta porque eres una mojigata y una ingenua, pero se ve a leguas, te lo juro. Aprovecha y fóllatelo. En serio, tía, fóllatelo.
Susana suelta una carcajada nerviosa. Las mejillas le arden y respira profundamente imaginando cosas que no debería. Raquel está loca.
—¿Tú crees que le gusto? —susurra.
—Está cantado, tía. Soy tu mejor amiga. Lo sabes, ¿no?
—Ya, bueno, pero...
—Mira, escúchame. A mí me da igual si follas o no, ¿vale? Pero te juro que te arrepentirás si no lo haces. Te lo digo por ti. —Raquel se ha puesto muy seria—. Mira, tía, eres tope de tímida, todo el mundo lo sabe. No, no me interrumpas, escúchame. Carlos es un tío de puta madre y no te va a esperar para siempre. Se pirará con otra y tú, en plan, ¿por qué dejé que se fuera? Pues espabila, coño, que no sabes lo que te pierdes.
—Ya, bueno, no todo es follar... —susurra.
—Ya lo sé, coño, si ya lo sé. Pero todos los tíos son iguales. Si no lo quieres hacer, no lo hagas, ni aunque insista. Yo solo digo que, bueno, si tú quieres... o sea, cuando llegue el momento... pues... no sé, hazlo y ya está, ¿no?
—¿Y ya está? —repite, riendo.
—Que sí, tía, tú hazme caso. ¡Déjate llevar!
—Bueno, bueno... ¿Y tú qué tal lo pasaste? —pregunta, por desviar el tema—. ¿Fuiste sola con tu novio?
—Qué va, ojalá. Vinieron algunos amigos suyos. O sea, que te podrías haber venido con nosotros, también. Bueno, si querías, claro. —Calla un segundo y pone un ejemplo que a Susana le duele—: Mira, Nerea la margi se nos acopló. Sí, sí, así por toda la cara. Nos vino en plan: oye, ¿tenéis sitio en el coche? Pues no va el retrasado de Toni y le dice que sí. Y yo, rollo... ¿no vamos a estar un poco apretados? Porque, o sea, ya éramos dos atrás, sabes. Y Toni, que para mí que le mola Nerea: no, no, cabemos, ya verás.
—¿Y en la feria? —la interrumpe Susana—. ¿Los cinco juntos?
—Pues sí, porque no quería separarse, la muy lapa. Todo el rato que si podemos subirnos ahí, que si podemos ir allá... Y yo: ¿nos separamos y nos encontramos aquí dentro de dos horas? Lo dije en plan simpática, eh, como si nada. Ya sabemos que miento tope de bien. Así que nada, tía, me tuve que imponer yo, porque mi novio es un calzonazos para estas cosas. Pero bueno, la cosa es que nos fuimos a nuestro rollo, o sea que bien. Al rato de subirnos a varios sitios (no a muchos, porque vaya mierda este año), me dice que si nos vamos a un sitio apartado. Y yo... tú flipas, tío. Pero nada, él erre que erre, tope de pesado, insistiéndome, diciéndome que le apetecía. Y yo al principio que no, que no. Total, que me empieza a coger el culo y ahí ya le digo: bueno, tío, vale, porque si no me viola ahí mismo, ¿sabes? Además de que le tenía ganas desde hacía un rato. Bueno, pues nada, nos vamos y entre dos coches me dice... oye, ¿me la chupas?
—¿Lo hiciste? —pregunta, atenta al relato.
—Tú flipas —contesta—. Le dije eso mismo. Le digo: tú flipas, chaval. O sea, ¿de qué coño va, tía? Le hice una paja y ya está, tía, porque paso de que me pillen de rodillas entre dos coches, ¿sabes?
—¿Le hiciste una paja en la calle?
—Bueno, si es que se le puede llamar paja a eso —ríe—. Se la sacudí un poco y ya está. Ya iba todo cachondo el tío y... bueno, descargó en nada.
Susana se sonroja de solo imaginarse en una situación como esa. Si le pasara, lo más seguro es que se desmayara de la impresión. También recuerda que lo máximo que ha hecho con Carlos fue darse un piquito. No siente envidia, es solo que le da rabia estar siempre un paso por detrás de sus amigas.
—¿Se corrió encima de...?
Entonces la madre de Susana abre la puerta.
—Susana, no me gusta que estés con la puerta cerrada —dice—. Y sécate el pelo, que te vas a resfriar.
—Vaaaaale...
—¿Qué pasa? —pregunta Raquel, al otro lado del teléfono.
—Nada, mi madre. Qué ganas tengo de irme de esta casa, tía.
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