Caramelo con tabaco

15 de agosto de 1997

Son las ocho y todavía no anochece. Han salido tarde hacia la feria porque Carlos trabajaba. El Opel Corsa huele a tabaco, a champú y a perfume de hombre. Susana disfruta de la extraña mezcla de aromas. No se ha arreglado mucho para que no piense que es una cita. Nota que la mira continuamente de soslayo. Han estado en silencio durante cinco de los diez minutos que dura el viaje y reza para que sea Carlos quien rompa el silencio.

—¿Cómo que no has ido con Raquel? —pregunta.

—Va con su novio.

—Ya —dice, pensativo—. Qué mierda.

—Sí, no era plan.

—Me imagino. —Asiente mirando a la carretera—. ¿Y ya sabes dónde quieres subirte? Creo que tienen un martillo muy guapo.

—Pues no sé —responde, con el vértigo de imaginarse en una atracción como el martillo—. Ya veremos.

Carlos aprieta los labios y vuelve a asentir. Resulta obvio que preferiría estar en cualquier otro lugar. Si ha aceptado a llevarla a la feria, si están los dos en ese coche, ha tenido que ser por hacerle un favor a su hermana. Es un buen tío, demasiado bueno para ella. Susana está a punto de pedir disculpas.

—Oye, ¿te caigo mal? —dice él, adelantándose.

—¿Eh? —Susana lo mira con el ceño fruncido—. No. ¿Por?

—Te hacía mucho la puñeta.

—Ya, bueno —murmura—. Fue hace años.

—¿No me tienes tirria?

—Ah... no, no...

—Es lo que hacen los hermanos mayores, supongo —dice, como para excusarse—. Me metía con Bea y de paso contigo.

Susana no sabe qué se supone que debería responder a eso. Hubo una época en la que no soportaba a Carlos y en la que al mismo tiempo lo admiraba. Ahora ha madurado. Ella también, o eso piensa mucha gente. No quiere hablar de su pasado, sino del futuro, si es que comparten uno.

—¿Por qué eres tan seca? —dice Carlos, ante el silencio de Susana.

—¡No soy seca!

—De pequeña sonreías mucho.

—Y ahora también.

—Mentira.

—¿Y tú qué sabes? —protesta.

—No te veo sonreír ahora.

—Porque estás siendo un tonto.

Carlos aparca en un descampado a las afueras de la ciudad. Apoya el codo en el volante y se gira hacia Susana. Tiene el cabello revuelto, todavía un poco húmedo. La mira fijamente con una sonrisa traviesa.

—¿Qué pasa? —salta ella.

—A ver, sonríe.

—Déjame en paz.

—¿Tanto te cuesta? —dice, para chincharla—. ¿Te has olvidado de cómo se hace o qué?

Susana suspira y mira hacia la ventanilla para no verlo. Carlos se enciende un cigarrillo. Lo escucha dar una calada y también cómo expira profundamente. Susana quiere escapar del coche y de la situación.

—Me gustaría verte sonreír —añade Carlos—. Tienes una sonrisa muy bonita, ¿lo sabías?

Susana se ruboriza, nerviosa, y baja la mirada hasta los puños en su regazo. Aprieta las rodillas. No se ha dado cuenta de que ha sonreído. Carlos sigue mirándola. Lo nota por el rabillo del ojo.

—Gracias —murmura.

—¿Sabes qué? —se dice, pletórico—. Hoy te voy a hacer sonreír hasta que te duelan las mejillas. ¿Qué te apuestas?

—Ehm... ¿una nube de algodón?

—Hecho.

Carlos le tiende una mano y Susana se la estrecha. La tiene suave, no es la mano de un hombre. La retira a toda prisa porque no está acostumbrada a que la toquen, menos un chico como Carlos.

La feria se escucha desde el descampado. A lo lejos, se ven las atracciones más altas asomando por encima de las casas. Conforme se acercan, reconocen los chillidos de las personas. Susana no se montará en el martillo por nada del mundo. Ni tampoco en la centrifugadora ni en el kamikaze ni en ninguna otra atracción de esas. Camina encogida, como un reo hacia el cadalso. Carlos le pone una mano en la espalda.

—Oye, tranquila, ¿vale? —murmura, acercándole la boca a la parte de arriba de la cabeza—. No tienes que subir a esas si no quieres.

—Sí, gracias.

—¿Te gustan los autos de choque? ¿La noria? —Va varios pasos por delante, contento—. Lo que tú quieras, a mí todo me va bien.

—Tienes muchas ganas de que te invite a un algodón de azúcar, ¿no?

—No —dice—, tengo muchas ganas de que sonrías.

Cuando suelta cosas como esas, Carlos la desarma. Susana no está hecha para merecer tantas atenciones. No las ha recibido nunca y no sabe por qué iba a ser distinto ahora. Carlos es guapo, es mayor y es popular. Podría estar con cualquiera.

—Oye, Carlos... tenemos que volver a las once —le dice, quizá para sabotear de forma inconsciente su cita, si es que lo es.

—¿A las once? ¡Pero si ya son casi las ocho y media!

—O sea, no hace falta que sea a las once, pero... —Hace una mueca de disgusto, avergonzada por la situación—. A las once y cuarto, o así, no sé. Mis padres me han dicho que tengo que estar en casa a las once y media. ¿Tú qué piensas? ¿A las once y cuarto nos vamos? ¿Nos dará tiempo?

—No pasa nada si llegas a las doce menos cuarto, ¿no? O a las doce.

—Bueno, no sé, mejor no. —Mira hacia la entrada de la feria para no mirarlo a él—. ¿Nos podemos ir a las once y cuarto?

—Si después de un rato sigues queriendo irte a esa hora, ningún problema. —En la cara se le nota que está seguro de sí mismo—. Pero te aseguro que no vas a querer.

Las calles se encuentran a rebosar y huelen a caramelo, a churros y a perritos calientes. Hay tanta gente, que para avanzar tienen que ir uno detrás del otro. Si Susana está delante, Carlos la guía con una mano en la parte baja de la espalda. Si es al revés, Susana lo agarra por la camiseta. Mira al suelo para no tropezar con la calzada y para no pisar vasos de plástico que todavía tienen granizado. Así piensa que esa es la camiseta de una amiga.

Hacen cola en los autos de choque. Sobre sus cabezas hay líneas de bombillas que parpadean y por todas partes se escucha música con bocinas. Es Carlos quien paga las entradas, dos fichas de plástico. Un hombre muy moreno les indica que pueden pasar a la pista. Carlos se monta en un coche de color azul eléctrico que tiene la goma protectora desgastada. Susana en uno más nuevo, rosa pastel con brillantina, cuyos focos se encienden cuando la atracción se pone en marcha. Los chavales gritan. Hay risas y aullidos de victoria. Un macarrilla de doce o trece años se está ensañando con Susana, la golpea por el lado continuamente. Carlos se lo quita de encima. Susana acelera, da media vuelta y coge velocidad. Va a propósito contra Carlos y grita por la adrenalina.

—Eh, ¡¿por qué a mí?!

—¡Ahhhh...! —se encoge de hombros y mueve la cabeza de lado a lado.

—¡Estás loca, tía! ¡Te vas a cagar!

Susana grita feliz, retrocede sin escapatoria. Los dos ríen como niños mientras chocan entre ellos. A veces se entromete algún chaval, al que ignoran o al que miran como si no fuera bienvenido. Susana y Carlos se buscan con la mirada y no existe nadie más en la pista. Susana gana la posición, lo encajona contra un lateral acolchado y acelera para que no pueda escapar. En seguida se les termina el tiempo y se apagan los motores. Susana golpea el volante con las palmas de las manos, decepcionada. Hace un mohín y frunce los ojos.

—¿Repetimos? —le pregunta.

—Más tarde —le dice Carlos—. Ahora vamos a subir a otros sitios.

—No quieres porque eres un gallina.

—Deja que me tome la revancha con otro juego, ¿no?

—No, yo quiero en los autos de choque —insiste—. ¿O acaso te da miedo porque conduzco mejor que tú?

—Que te lo crees tú —salta, ofendido—. Lo que pasa es que mi coche era peor que el tuyo. Y has hecho trampas. Me has pillado por sorpresa.

—Claro, claro, claro. Excusas. ¡No sabes perdeeer!

Susana revolotea alrededor de Carlos mientras lo pica. Carlos sopla rodando los ojos del mismo modo que lo hubiera hecho Bea.

—Mira —dice—, ¿te haces unas canastas?

Compiten a encestar pelotas que no pesan nada y rebotan mucho. A la derecha tienen un quiosco con manzanas caramelizadas. Del techo cuelgan, a modo de guirnaldas, un buen número de collares comestibles. En la parte de atrás hay juguetes de plástico malo y colores llamativos. Cuando terminan de jugar, compran una bolsa de gominolas casi fluorescentes y otra de almendras garrapiñadas. Susana se queda mirando los patitos amarillos, brillantes con la llegada de la noche, que flotan con un efecto casi hipnótico.

—¿Quieres jugar? —le pregunta Carlos.

—No, que eso es para críos.

Más adelante está la Rana, con su corona, su cetro y su pintura descascarillada. Los brazos mecánicos se iluminan con bombillas verdes y suelta vapor por cañones de humo escondidos en alguna parte. La gente grita, aúlla, chilla, ríe. Susana está de humor y se pone a la cola. Una vez arriba, se lo pasa de muerte y se apunta a otras. Van al tren de la bruja, donde chilla con miedo fingido mientras él intenta quitarle la escoba a la bruja. Después entran en la casa de las ilusiones, con sus docenas de espejos. Al salir, pasan de largo de las camas elásticas y de la tómbola. Todo huele a humo dulce. Las bocinas musicales ahogan chillidos divertidos.

—¡Qué alegría! ¡Qué alboroto! ¡Otro perrito piloto!

—¡Qué guay, qué guay, qué guay! ¡Se ha llevao la mountain bike!

—¡Y otra y otra y otra, otra muñeca chochona!

Carlos tiene que acercarse a Susana para que ella pueda escucharlo. Le ha dicho que si quiere un cubata. Ella lo rechaza con una sonrisa, haciéndole gestos. Carlos señala hacia un sitio. Susana no lo entiende y él la agarra de la mano, lo que la pone nerviosa. La lleva hacia allí para alejarse del ruido. A lo lejos, todavía se escucha al feriante de las carreras de camellos.

—¡El número ocho va en cabeza! ¿Quién ganará al número ocho?

Saliendo de la feria, hay una cabaña de inspiración paradisiaca, hecha con troncos de plástico. Detrás del mostrador, sirve bebidas una chica muy guapa vestida con solo un sujetador de cocos y una falda de hojas.

—¿Segura que no quieres algo, Susana? —insiste Carlos—. Yo invito.

—No, no, gracias —dice ella, cohibida, al recordar cómo terminó la última vez que se emborrachó en la playa—. O sea, que si tú quieres, vale, tú verás, pero... bueno, no sé, me da cosa que mis padres se enteren, ¿sabes?

—¿Y cómo se iban a enterar? —ríe—. No seas tonta, tía, que yo invito.

—No, no, de verdad.

—Bueno, tú verás. —Llegan a la barra y Carlos llama a la camarera con un gesto—. Un cuarenta y tres con lo que quieras. Pero que esté bueno. Y me lo pones bien cargado, porfa.

La chica echa un chorro largo en un vaso con mucho hielo. Añade una mezcla de batidos y espolvorea azúcar por el borde. Cuando se agacha para guardar las botellas, se le ve todo. Termina el cóctel hundiendo dos pajitas en el hielo dorado y se lo entrega a Carlos con una sonrisa coqueta, guiñando un ojo. A Susana le da rabia que Carlos la mire tanto y que le devuelva la sonrisa.

—A ver si os gusta —les dice la chica, con su estúpida simpatía y su estúpido sujetador de cocos.

—Gracias —responde Carlos, encantado.

Susana se aleja de la barra a buen ritmo, sin esperarlo, varios pasos por delante. Carlos la alcanza y le pregunta qué le pasa.

—Nada —gruñe ella.

—Algo te pasará, ¿no?

—No me pasa nada.

—¿Entonces por qué te pones así?

—No me he puesto de ninguna forma.

—¿Es por la camarera?

—Que no, que estoy bien.

—Que sepas que no me gustaba —le dice—. Ha sido simpática y yo también, nada más. Ni me ponía ni nada, ¿vale? A mí no me molan las tetas tan grandes. Ya sabes, una buena teta que en la mano quepa.

—Joder, Carlos, que me da igual.

—¿Entonces no estás celosa?

—¿Yo? —dice, como sorprendida—. ¿Por qué? Puedes hacer lo que te dé la gana, ni que fuera tu novia.

—Pues será porque tú no quieres.

Susana se detiene en seco y lo mira. Si es una broma, no lo parece. Lo ve muy serio, casi molesto por la situación.

—¿Me estás vacilando? —le dice.

—Qué va, coño —responde—. Joder, tía, no bromearía con esas cosas.

—Pero, o sea, ¿va en serio? —Se mordisquea la uña del pulgar, se lo mira, asqueada, se muerde el labio también—. Bueno, es que, a ver, eres...

—¿Es por Bea? —adivina—. ¿Yo te gusto? Porque tú a mí sí.

—Es que... es mi mejor amiga —murmura—, ¿sabes?

—¿Así que es por ella? ¿Y yo qué? ¿Y tú qué? Tienes que dejar de vivir para los demás, Susana.

Carlos pronuncia su nombre con un cariño, con una devoción, que parece que solo existan ella y sus labios. Susana se mira los pies. Ha de estar toda colorada, tiene la sensación de echar humo hasta por las orejas.

—No sé... —dice, al fin, con un hilo de voz.

—Bueno, vale, sin presiones. —Le tiende el cubata—. Sujétamelo, anda, que vamos a echarnos unos disparos. ¿Se te da bien?

—No mucho, ¿y a ti?

—Soy el puto jefe. Vas a flipar, ya verás.

—Si eres tan bueno... consígueme eso.

Susana señala a un peluche grande de entre todos los que cuelgan en la caseta de tiro al blanco. Carlos se acerca al mostrador y pide una ronda. La feriante, una gitana muy maja de unos cuarenta años, le entrega la escopeta y un cenicero metálico con balines. Carlos le enseña a Susana a cargar el arma.

—¿Quieres probar un par de tiros?

—Uy, no, no —responde ella—. Seguro que fallo.

—¡Da igual! Toma.

Susana coge la escopeta y apunta. Lo hace tan mal, que Carlos le explica cómo ha de colocarse. Corrige su postura con las manos. Susana tiembla de solo sentirlo tan pegado a ella.

—¿Pesa mucho? —le pregunta Carlos.

—Ah, no, no... ¿Así está bien?

—Así está perfecto. Pareces salida de una peli de indios. Ahora apunta por la mirilla. ¿Ves la línea esta? Pues tiene que estar centrada en este otro círculo. ¿Sabes lo que digo? Me explico fatal, ¿no?

—Creo que sé lo que dices —masculla, con la cara pegada a la escopeta.

—Vale, de coña, tía. Ahora aguanta la respiración, apunta... y cuando sientas que es el momento, aprieta el gatillo.

Susana sigue indicación por indicación y falla.

—Estás hecha una máquina de matar —la felicita Carlos—. La has rozado.

—¿En serio?

—Sí, lo he visto. ¿Es la primera vez que disparas?

—Sí —dice, con una sonrisa tímida llena de orgullo—. ¿La he rozado?

—Te lo juro, tía, lo he visto. —Carlos mira a la feriante—. ¿A que sí?

La mujer, que sonríe mucho, responde que sí.

—¿Quieres volver a probar? —le dice Carlos a Susana—. A ver, ahora prueba a cargarla tú. Mira, la coges así y...

—No, no, gracias. —Levanta las manos y niega con la cabeza—. Sería tirar las pesetas.

—Bueno, pues vas a ver cómo lo hace un experto.

Carlos se saca del bolsillo las gafas de sol que a veces usa para conducir y se las pone. Mete un balín en la escopeta y la coge con una sola mano. Estira el brazo hacia los objetivos sin siquiera mirar en esa dirección.

—Hasta la vista, baby —dice, con voz áspera.

Aprieta el gatillo y falla, por supuesto, pero con la imitación de Terminator consigue que Susana se parta de risa. Carlos prepara el siguiente disparo con movimientos mecánicos, antinaturales, robóticos. Mientras él hace el tonto, a Susana le da por olfatear la bebida que todavía sujeta. Le parece que huele a vainilla, leche merengada o canela.

—Huele bien.

—Pruébalo, ya verás cómo te gusta —la anima.

—¿Seguro?

—Claro, dale un sorbo.

—¡Anda, pues está bueno!

—¿Sí? Pues tendrás que darle las gracias a la de las tetas gordas.

—Capullo —murmura, dando otro sorbo de la pajita.

—Tengo suerte de que te gusten los capullos.

—No me gustan —asegura, con la pajita aprisionada entre los labios, que esbozan una sonrisa.

—Ah, ¿no? —dice, soberbio, mientras apunta hacia las bolas—. Pues entonces tengo suerte de que te guste yo.

Dispara y cae una de las bolas. Dobla la escopeta, mete un balín y vuelve a encajarla. Apunta, dispara, cae otra de las bolas.

—Toma. —Susana le tiende el vaso, todavía bastante lleno—. Creo que está demasiado fuerte, ¿no? O sea, que está bueno, sí, lo que digo es que...

—Ya no lo quiero. —Dispara, cae la cuarta bola—. Estoy en racha.

—No, en serio, Carlos... toma.

—Bébetelo tú.

—¿Me vas a obligar a bebérmelo? —maúlla.

—Puedes tirarlo, si quieres.

—Bueno... —Mira el vaso con pena—. ¿Me dejas disparar una vez más?

—Cómo no. ¿Recuerdas cómo se hace?

—Sí, sí.

—Espera, te la cargo yo, que va un poco dura.

Carlos le prepara la escopeta y se la cambia por el cubata. Susana dispara hasta gastar los balines que quedan. Ha tirado una bola y ha rozado otras tres, según le dice Carlos. Susana solo ha visto una de esas tres.

La mujer les dice que les ha faltado muy poco para llevarse un premio de los pequeños. Susana pone cara de pena y se disculpa con Carlos. Él le quita importancia, ríe. Dice que pueden sumar más puntos. Saca la cartera para pagar otra ronda de disparos. La mujer dice que no, que no hace falta, que les ha faltado tan poco que no importa. Señala varias cosas y le pregunta a Susana cuál quiere. Susana señala un mono de peluche del tamaño de un puño. Le da varias veces las gracias y se mira el regalo como si fuera mejor que el que quería en un principio. Carlos le tiende el cubata de vuelta.

—¿Estás contenta? —le pregunta—. Se ha portado la señora, eh.

—Ah, sí, qué maja, ¿no?

—Ya ves. Pero coge el vaso, que se me cansa la mano.

—No, no, ahora lo llevas tú. —Sonríe ruborizada, se siente atrevida y hasta un poco traviesa—. ¡Ah... no lo hubieras cogido!

—Pues yo no lo voy a llevar.

Carlos lo deja encima de la valla acolchada que rodea los toros mecánicos. Allí cerca hay padres. Los niños se zarandean, gritan contentos. Suena de fondo la misma canción de siempre: "¡En una tribu apache, jau, jau, jau...! ¡Llena de mucho apache, jau, jau, jau...! ¡Un indio se me acercó! ¡Con las plumas de color! ¡Y con el hacha en la mano, el gran jefe preguntó...!". Algunos de los padres miran a Carlos, que se va. Susana se dice a sí misma que no vaya a recoger el vaso. Pero le puede la presión de todos esos adultos mirándola.

—Eres un capullo —dice, dándole alcance.

—A lo de antes me remito.

—¿Qué?

—Que te gustan los capullos. O por lo menos te gusto yo.

—Bueno, yo también te gusto, ¿no? —pregunta, sin tenerlo muy claro, mientras da un ruidoso sorbo—. Si no te gustara... no habrías...

—Claro que me gustas. Ya te lo expliqué en la playa. ¿Te acuerdas?

—Más o menos. Me acuerdo de cosas, claro, pero... bueno, bebí mucho.

—¿De qué te acuerdas? —insiste.

—Uf, ahora no sé.

—¿Te acuerdas de que casi nos besamos?

—¿Eh? ¿Cuándo?

—En la arena. ¿En serio no te acuerdas? Joder, eso me duele.

—¿Casi nos besamos? —Recuerda la escena, pero no le dio la sensación de que Carlos quisiera besarla—. Qué va.

—Te hubiera besado.

Susana aprieta los labios y algo se le revela en el estómago solo de pensarlo. Nota que se le encienden las mejillas. De pronto tiene calor.

—Pero...

—Sí, lo sé, fui un cobarde —la interrumpe—. No lo hice porque estaba mi hermana.

—Ya, es que lo de Bea...

Ahora no la interrumpe, simplemente no sabe cómo terminar la frase. Carlos la acaricia con los ojos y sonríe, sonríe de una forma que Susana sabe lo que piensa. A ella le da sofoco en la cabeza, en el pecho y en los muslos.

—Ahora no está, ya lo ves. Y me gustaría besarte.

—Bueno, ya, es que... ¿ahora?

—Si me dejas.

—Uf, no sé, ¿así? —Mira a su alrededor y se le escapa la risa—. Yo... es que, a ver, da corte, ¿no?

—Si no quieres, no.

—A ver... no digo eso, pero, no sé, ¿sabes? —Sigue riendo por los nervios.

—¿Pero tú quieres?

—¡No sé!

Carlos le pasa un brazo por la cintura y la besa. Susana se dobla como gelatina. Solo ha sido un piquito. Cuando se separan, respira en su boca. Su cuerpo ha cedido como agua y desearía que Carlos la obligara a más. Tiene una sensación extraña en los labios. Sonríe, temblando. Mira al suelo y se coloca el cabello detrás de la oreja. Ahora descubre que se le ha caído el cubata.

—Perdón —susurra, con la voz trémula.

—¿Querías? —pregunta Carlos.

—No sé —repite, con una sonrisa tímida.

—¿Te ha gustado?

—Un poco.

—Tus labios sabían a caramelo y azúcar.

—Los tuyos a tabaco.

Carlos la obliga a levantar la mirada con un dedo en su mentón. Le pellizca la mejilla cariñosamente. Es guapísimo, tiene esa sonrisa que siempre la desarma. Ahora Susana quiere girar la cara para besarle la muñeca.

—¿Te atreves a subir al martillo? —pregunta Carlos.

—Estoy un poco mareada...

—Vale, no pasa nada, guapa. —Le pasa un brazo por el hombro y le da un beso en la cabeza—. Suficientes locuras por hoy, ¿no?

—Sí, creo que sí.

—¿Te llevo a casa? —Mira su reloj Casio—. Ya son las doce y veinte.

—¿En serio? Joder, mi madre me va a matar.

—Eres lista, seguro que te puedes inventar algo.

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