capítulo 8: Encadenados

Empecé a retomar mi conciencia abriendo los ojos lentamente. Un frío contundente recorría mi cuerpo desnudo. Intenté moverme, pero era imposible: unas correas de cuero sujetaban mis muñecas contra una pared metálica.

La oscuridad lo cubría todo. Apenas podía respirar entre el pánico que me apretaba el pecho. Sentía que esta pesadilla apenas estaba comenzando.

De repente, luces blancas comenzaron a encenderse poco a poco, iluminando la sala. Entre el deslumbramiento, alcancé a distinguir otra figura en la habitación.

Era un joven, igual que yo, también desnudo. Tenía el torso apoyado sobre una mesa de hierro, las manos atadas con alambres de púas que se clavaban en su piel. Su cuerpo permanecía inerte, la cabeza caída hacia un costado.

—¡Hey… despierta! —grité con la voz quebrada—. ¡Chico, despierta!

El joven se agitó y comenzó a recobrar la conciencia. Abrió los ojos desorientado, jadeando con desesperación.

—¿Qué… qué es este lugar? —preguntó con pánico, moviendo las muñecas, desgarrándose la piel—. ¡Auxilio! ¡Que alguien me saque de aquí! ¡Por favor!

—¡Calla! —le interrumpí con voz baja, clavando mis ojos en él—. Si gritas así solo lograrás que vengan a hacernos más daño.

—¿Quiénes? —preguntó balbuceando, mirando en todas direcciones.

—Los mismos que te trajeron… los mismos que me trajeron a mí —respondí con rabia contenida.

El chico tragó saliva y murmuró casi llorando:

—Dios mío… esto no puede estar pasando…

—Escucha, necesitamos mantener la calma. —intenté sonar firme, aunque el miedo me consumía por dentro—. Si trabajamos juntos, tal vez encontremos una manera de escapar.

Él respiró profundo, intentando calmarse.

—Está bien… mi nombre es Matheus. ¿Y tú?

—Daniel.

—Ok, Daniel. —Matheus me miró con lágrimas en los ojos—. ¿Qué pretendes que hagamos? Estoy atrapado, siento las púas desgarrando mis manos…

—Empuja tu cuerpo hacia atrás con todas tus fuerzas. Quizá así consigas soltar las muñecas.

Matheus asintió, cerró los ojos y empujó con todas sus fuerzas, apretando los dientes. Un alarido de dolor escapó de su garganta.

—¡Aaahhh! —gritó, contorsionándose—. No… no puedo… es inútil, ¡estas malditas púas solo se clavan más!

La sangre empezó a brotarle de las manos. Él rompió a llorar, sollozando con rabia.

—Duele demasiado… ¡maldita sea! ¡Duele!

Yo bajé la mirada, culpable por haberle incitado a intentarlo.

Horas después, cuando el silencio se había vuelto insoportable, la puerta se abrió con un chirrido metálico. Un hombre alto, de piel morena y complexión robusta, entró con paso pesado. Su sombra se proyectó sobre nosotros como un monstruo.

—Por fin han despertado —dijo con una sonrisa siniestra—. He esperado mucho este momento… y pienso disfrutarlo con paciencia.

—¡Libéranos, maldito! —rugió Matheus con voz quebrada—. ¡No tienes derecho a tenernos aquí!

El hombre lo observó en silencio unos segundos, y luego sonrió aún más.

—Tú serás el primero… por no guardar silencio.

Matheus se estremeció.

—¿Primero en qué…?

El hombre se inclinó, sacando unas herramientas oxidadas de un maletín.

—En ser mi juguete. Jugaré con tu cuerpo hasta que no quede nada de ti.

Matheus comenzó a suplicar desesperado, retorciéndose.

—¡No! ¡Por favor, no lo hagas! ¡No quiero morir aquí, no quiero!

Yo cerré los ojos, impotente, mientras los gritos desgarradores de Matheus llenaban la sala. Su voz se fue quebrando, hasta que finalmente cayó inconsciente sobre la mesa.

—¡Bastardo! —escupí con rabia al hombre—. ¡Lo pagarás muy caro!

El sujeto se giró hacia mí, aún sonriendo. Apoyó una navaja helada contra mi cuello.

—¿Y cómo harás eso, encadenado como estás? —susurró con burla—. Mejor relájate… y disfruta del espectáculo.

Sacó un taser y lo descargó sobre mi pecho. Mi cuerpo se convulsionó, pero no grité. No le daría ese placer.

El hombre arqueó las cejas, sorprendido.

—Interesante… tan fuerte. Nunca había tenido un favorito, hasta ahora.

Siguió electrocutándome, pero yo resistí en silencio, apretando los dientes.

Mientras tanto, Matheus comenzó a recobrar el conocimiento. Sus manos sangraban, pero los alambres estaban flojos. Con un esfuerzo desesperado, consiguió soltarse. Se arrastró por el suelo hasta el maletín y, con un grito de furia, clavó un bisturí en la espalda del hombre una y otra vez.

El torturador soltó un rugido gutural, tambaleó, y finalmente cayó al suelo, inmóvil.

Matheus se quedó jadeando, con las manos ensangrentadas temblando.

—Oh, Dios… lo maté… —murmuró entre sollozos, soltando el bisturí—. ¡Lo maté!

Se arrojó sobre el cadáver, arrancándole el pantalón y vistiéndoselo torpemente. Entonces la alarma de la habitación comenzó a sonar, luces rojas parpadearon en todas las paredes.

—¡Matheus! —grité con desesperación—. ¡Rápido, libérame!

Él corrió hacia mí, intentando soltar las correas. Sus manos temblaban tanto que apenas podía mover los broches.

—No… no puedo, Daniel. ¡Mis manos no responden! ¡Lo intento, lo juro!

—¡No me dejes aquí, por favor! ¡No me abandones! —suplicaba yo, desesperado.

Matheus me miró, con lágrimas corriendo por su rostro.

—Lo siento… lo siento demasiado, Daniel. Si me quedo aquí, moriremos los dos. Necesito salir… y cuando lo haga, vendré con ayuda. Lo prometo.

Comenzó a retroceder hacia la puerta.

—¡Maldito! —rugí, tirando de las correas hasta desgarrarme la piel—. ¡No me dejes así! ¡Vuelve, Matheus! ¡Vuelve, maldito cobarde!

La puerta se cerró tras él, dejando mis gritos rebotando en la soledad de la sala.


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