capítulo 7: El juego

El golpe detrás de mi cabeza aún me palpitaba cuando abrí los ojos. Me encontraba atado de pies y manos a una silla de madera, incapaz de moverme más allá de unos cuantos centímetros. El olor a humedad impregnaba la habitación, mezclado con un tenue perfume dulce que no tardé en reconocer.

La puerta se abrió con un chirrido y entonces la vi entrar: Johana.
Vestía un uniforme de colegiala, falda corta, camisa blanca entreabierta, medias oscuras. En su mano derecha arrastraba un látigo que serpenteaba sobre el suelo como si fuese una serpiente viva.

Caminó lentamente alrededor de mí, rozando con la punta del látigo mi cuello y mis hombros.

—Vaya, Daniel… —susurró ella, ladeando la cabeza con una sonrisa torcida—. Despiertas más rápido de lo que pensé.

—¿Qué pretendes hacer con eso? —pregunté con la voz temblorosa, mirando el látigo que estiraba entre sus manos.

—Lo que más me divierta —respondió con naturalidad—. Y hoy… me divierte azotarte.

El látigo silbó en el aire.

¡ZAS!

El dolor ardió en mi pierna.

—¡Maldita bruja! —grité apretando los dientes.

Ella sonrió con frialdad, inclinándose hacia mí.

—Me gusta cuando insultas —dijo rozando con sus labios mi oreja—. Significa que aún tienes fuego… Y yo adoro apagar fuegos.

Johana me colocó de golpe una mordaza con forma de bola en la boca, ajustando las correas detrás de mi cabeza.

—Esto servirá para que aprendas a callar —murmuró con voz juguetona mientras observaba cómo la saliva comenzaba a escurrirme.

Entonces descargó más latigazos.

¡ZAS! ¡ZAS! ¡ZAS!

Cada impacto me arrancaba un rugido ahogado. Ella se detenía entre cada golpe solo para observarme retorcerme, como si el sufrimiento fuese un espectáculo privado.

Cuando notó que mi cuerpo empezaba a ceder, retiró la mordaza con un gesto pausado.

—Espero que todavía tengas fuerzas, Daniel. —sus ojos brillaban de deseo enfermo.

—¿Por qué? —logré articular con la respiración entrecortada.

Ella sonrió y mordió su labio inferior.

—Porque mientras más sufres… más me excitas.

Su confesión me heló la sangre.

—Tú estás loca —escupí, desviando la mirada.

Ella me tomó del rostro, obligándome a mirarla.

—No, Daniel. —su voz descendió a un susurro hipnótico—. Yo soy libre. Aquí no existen reglas. Tú… solo eres la pieza de un juego que aún no entiendes.

Se inclinó hasta rozar mis labios con los suyos. El beso fue lento, calculado, cargado de perversión. Yo respondí con furia, mordiéndola. El sabor metálico de su sangre se mezcló en mi boca.

Ella retrocedió con un gemido de dolor y rabia, limpiándose la herida con el dorso de la mano.

—Eres un animal… —susurró, entrecerrando los ojos. Luego me abofeteó con tanta fuerza que sentí los dientes vibrar.

Mi boca se llenó de sangre. La escupí al suelo con desprecio.

—Antes muerto que complacerte.

Johana rió, esa risa oscura que no contenía ni un gramo de cordura.

—Ya veremos cuánto resiste tu orgullo… —me dijo con voz cortante.

Me tomó del cabello, inclinó mi cabeza hacia atrás y, para mi sorpresa, me besó de nuevo. Esta vez no buscaba ternura, sino un desafío. Su sangre se mezclaba con la mía entre los labios.

Cuando se apartó, me susurró:

—Me fascina cómo intentas odiarme… y sin embargo tus ojos tiemblan. ¿Es miedo? ¿O es deseo?

Yo guardé silencio.

Ella sonrió, satisfecha.

—Disfruta, Daniel. Aquí no hay escapatoria. Todo lo que ocurra… será porque yo lo decida.

Johana lo montó a horcajadas en la silla, sus ataduras impidiéndole moverse. Sus labios rozaron los de él apenas un instante antes de deslizarse hacia su cuello. Daniel trató de apartar el rostro, pero ella lo sujetó con firmeza.

—Siempre quise esto… —susurró contra su piel, dejando escapar una risa temblorosa—. Que fueras mío, sin poder escapar, sin más testigos que estas paredes.

Sus movimientos eran lentos, calculados. Rozaba su cuerpo contra el de Daniel como un animal que marca lo que le pertenece. Él, entre la rabia y la confusión, no podía evitar sentir la cercanía, el calor, el ritmo de su respiración enredándose con la suya.

—Eres odio y deseo al mismo tiempo —le dijo ella con un brillo salvaje en los ojos—. Y eso me enloquece.

El contacto se volvió cada vez más íntimo, los movimientos de Johana más intensos. El crujir de la silla y los jadeos contenidos llenaban la habitación. Daniel cerró los ojos con fuerza, intentando resistirse, pero la sensación lo arrastraba con violencia.

—Admítelo… —jadeó Johana, mordiéndole el labio—. Me deseas aunque me odies.

Él no respondió. Solo un gruñido escapó de su garganta, mezcla de furia y placer reprimido. Johana sonrió satisfecha, acelerando el ritmo hasta perderse en su propio frenesí.

Cuando todo terminó, se levantó despacio, recuperando el control como si nada hubiera pasado. Se arregló la falda y lo miró desde arriba.

—Ahora entiendes, Daniel —dijo en voz baja, acariciándole el rostro con los dedos manchados de sudor—. No eres mi prisionero solo de cuerpo… también de alma.

Y lo dejó ahí, exhausto, con la certeza de que no había sido un simple castigo, sino el inicio de un vínculo retorcido que lo perseguiría hasta el final.

Cuando cerró la puerta tras de sí, un humo blanco comenzó a filtrarse por las esquinas de la habitación. El gas me envolvió en segundos. Tosí, intenté mantenerme consciente, pero mis párpados pesaban cada vez más.

Lo último que vi antes de perder el sentido fue la silueta de la silla, mis ataduras y la certeza de que este era solo el inicio de un juego macabro.

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