5. Aliwen

—Sofi... ¡Sofi! ¡Sofía! —me llama mamá. Espabilo y la miro.

—Perdón ¿Qué pasa? —pregunto. Mi madre frunce el ceño.

—Estás muy distraída. ¿Pasa algo? —pregunta. Miro a mi hermana, que tiene grandes ojeras bajo sus ojos, y luego a papá.

—No, nada. Tengo examen la próxima semana, eso es todo —miento. Ella hace una mueca.

—¿Quieres más sopa? —vuelve a preguntar. Niego con la cabeza.

—No, gracias.

Isabel se lleva cucharadas a la boca muy lentamente. Ha despertado hace unos veinte minutos, y por su aspecto, sé que está con resaca. Nuestros padres no lo han notado, por suerte, ya que la castigarían. A mí apenas me dejan beber una copa de espumante en año nuevo, a ella, que tiene quince, no la dejarían salir nunca más.

Me llevo un trozo de carne a la boca. El día estaba como a mí me gustaba: el cielo cubierto, la neblina cubriendo los bosques y el lago, la suave llovizna manteniendo húmeda la tierra. En cualquier momento comenzaría a llover. Mi madre había decidido hacer una deliciosa cazuela de vacuno, lo que sentaba perfecto para este clima.

Normalmente, con un día así, salía a caminar a orillas del lago con mi cámara fotográfica, y sacaba fotos a las plantas. Cuando Aukan vivía aquí todavía, solíamos desafiarnos a nadar en el lago. Más de alguna vez mi madre y Sayen nos regañaron por ello.

Pero esta vez tenía otros planes. A pesar de estar nublado, la luminosidad era mucho mejor que la de anoche, por lo que volvería a adentrarme en el bosque. Esta vez, más preparada. Mis padres no sospecharían nada, están acostumbrados a mis caminatas, por lo que fácilmente puedo ausentarme unas horas sin que sospechen nada.

Luego de recoger los platos y dejarlos en el fregadero, Isabel sube a encerrarse a su habitación, probablemente a dormir, y mis padres se van al sillón de la sala a ver alguna película. Subo con mi prisa a mi cuarto, busco baterías para mi linterna, saco mi mejor navaja y me abrigo, colocándome un suéter de polar, medias bajo unos pantalones para la nieve, mis bototos, un gorro y guantes. Cojo la cámara fotográfica, no porque la vaya a usar, sino para disimular.

Bajo las escaleras y me asomo a la sala de estar. Papá, con su cabello oscuro entrecano que ha desaparecido a los costados de su frente, se voltea a mirarme.

—¿Irás a caminar? —pregunta. Yo asiento.

—Abrígate, hace frío —dice mi madre, sin mirarme.

Doy media vuelta y me acerco a la puerta. Me coloco el anorak, ajusto el gorro para subirme la capucha, y salgo.

El silencio reina en el exterior. Se escuchan unos pocos pájaros volar y cantar, pero nada más. Es el sonido de un típico día frío en que los animales buscan cubrirse, excepto por las aves, que aprovechan la tierra húmeda para alimentarse de gusanos. Miro el cielo, las nubes amenazan con lluvia.

Camino hacia la orilla del lago, la niebla es algo espesa, pero aun así puedo ver a varios metros de distancia. Observo el lago, el agua está quieta, no hay viento. Comienzo a caminar hacia la derecha, siempre junto al lago. Me detengo un par de veces para sacar unas fotos a algún pájaro o árbol. Continúo avanzando, con el lago a mi izquierda y el bosque a mi derecha. Ese camino lo había recorrido millones de veces durante mi infancia.

Me detengo de pronto y volteo a la derecha. Me acerco al tronco de un árbol. Algo espeso, negruzco y húmedo cae por su superficie. Me detengo frente a él. Enciendo mi cámara y le saco una foto. Me quedo quieta mirándolo. Es como un líquido espeso.

Me agacho, acercándome al pequeño cúmulo que se ha formado en el suelo. Estiro el brazo para tocarlo, pero me detengo a unos centímetros. ¿Y si es algo tóxico?

Busco a mí alrededor hasta encontrar una rama. Con la punta, toco el extraño líquido. Levanto la rama, pequeñas gotas caen al charco. Saco la linterna e ilumino.

Es sangre.

Dejo la rama en el suelo y me levanto, observando el tronco, siguiendo el rastro hasta la copa del árbol.

Debería irme. Debería dar media vuelta y volver a casa, o simplemente continuar mi camino. Pero en cambio, me apoyo de las ramas inferiores y comienzo a escalar.

Tengo demasiadas capas de ropa, por lo que mis movimientos son lentos y torpes. Aun así, logro alcanzar una altura bastante decente, aunque no lo suficientemente cerca de la rama de, donde creo, proviene la sangre. Subo una pierna, necesito acercarme más. De mi bolsillo resbala la navaja. Miro hacia abajo como cae al suelo.

—Mierda —susurro.

Algo cálido cae sobre mi mejilla. Me paso la mano y observo. Mi guante de color morado se ha manchado con sangre. Levanto la cabeza. Si la sangre no está fría, significa que, lo que sea que haya muerto, ha sido hace poco tiempo.

Subo un poco más. Miro hacia el lago. La neblina ha comenzado a espesarse, y la luz es más tenue. Vuelvo a mirar la rama. Si tan solo pudiese avanzar más rápido...

Levanto el pie y mi teléfono suena, sobresaltándome. Me afirmo de las ramas al perder el equilibrio. Suspiro, eso ha estado cerca. Me apoyo bien contra el tronco y saco mi teléfono del bolsillo. Tengo varias llamadas perdidas, y varios mensajes de mi familia, Héctor, y amigos de la escuela. Eso era lo malo de vivir aquí, la señal no era muy buena al estar rodeados de cerros. Abro el mensaje de mi madre.

Frunzo el ceño al leer que me pide que vuelva a casa inmediatamente. Abro un mensaje de mi padre, pidiéndome exactamente lo mismo. Hasta Isabel me ha dicho que debo volver, que ha ocurrido algo.

Por último, abro el mensaje de Héctor.

«Elías ha desaparecido»

Abro los ojos sorprendida. ¿Cómo que había desaparecido? Guardo mi teléfono en el bolsillo y comienzo a bajar apresuradamente. Cuando llego al suelo, recojo mi navaja, y corro en dirección a mi casa.

Al entrar, mi madre se acerca a abrazarme. Isabel también está allí, junto a mi padre. Mi madre besa mi frente y voltea a ver a mi madre, pasando su brazo sobre mis hombros.

—¿Qué ha ocurrido? Héctor dijo que su primo ha desaparecido.

—Elías y sus amigos se fueron a acampar a Cascadas por el fin de semana. Sus amigos llamaron hoy a la policía, preocupados al ver que en la noche había desaparecido, sin dejar rastro —explica mi padre.

—Creen que fue al baño en la noche y algo le paso. No saben si tuvo un accidente o simplemente se perdió —añade mi madre.

—Tengo que ir a ver a Héctor —musito, procesando la información.

—Iremos a Cascadas a ayudar en la búsqueda. Héctor estará allí. Tu madre e Isabel se quedarán aquí —dice mi padre.

Asiento y me despido de mamá. Mi padre y yo salimos inmediatamente de la casa. Le entrego mi cámara a Isabel para que la deje en mi cuarto.

Mientras subo al coche, no puedo evitar imaginarme el peor escenario. Cascadas era un pequeño pueblo, uno de los tantos que bordeaba el Lago Llanquihue, llamado así por obvias razones: las cascadas del Río Blanco. Normalmente, la gente acampaba en el sector permitido. Pero para los entendidos de la zona, era común irse hacia las cascadas y acampar por allí, en lugares no autorizados.

Todo va a salir bien. Me repito. No era la primera vez que algún conocido se perdía, y probablemente no sería la última. Generalmente los encontraban al cabo de unos días o una semana. Algunas veces, después de varias semanas, aunque eran los menos. En pocas ocasiones aquello resultaba en tragedia. Pero esta no tenía porqué ser una. Elías conocía el bosque, sabía de supervivencia y era muy hábil con sus manos.

Tal vez cayó de un acantilado y se fracturó, no puede moverse y morirá de hambre o hipotermia. Sacudo la cabeza, alejando esos pensamientos de mi mente. Simplemente me sentía nerviosa porque Elías no era solo un conocido, era el primo de Héctor, ambos eran muy cercanos, y se podría decir que éramos amigos. Si, probablemente era eso...

O tal vez, solo tal vez, era mi instinto, advirtiéndome.

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