18. Txawün

El aparcamiento está lleno. La gente está conversando bajo sus paraguas, la lluvia ha amainado. El ajetreo va de un lado para otro. Melisa se detiene de golpe y me jala del brazo, para agacharme a su altura.

—Mierda. Bomba nuclear a la once en punto —susurra. La miro sin entender nada.

—¿De qué coño hablas? —Rueda los ojos.

—De Pamela. Está acá —explica, como si fuese lo más obvio del mundo.

Levanto la cabeza y comienzo a buscar entre el mar de personas.

—¿En serio? ¿Dónde? —Melisa, me vuelve a jalar del brazo y me mira con severidad.

—En serio tú no puedes hacer nada disimuladamente. ¿Quieres que te pase binoculares y un farol para verla? —me espeta molesta.

—Ya la veo —digo, ignorando su comentario—. ¿Qué hace acá?

—No sé —replica, hace una mueca—. Iré a hablar con ella.

—Me llamas más tarde, ¿de acuerdo? —Ella asiente.

—Y tú no te salvas, tienes que decirme que es lo que estás ocultando. O quien —dice, y levanta las cejas, insinuante. Sacudo la cabeza y sonrío.

—Serás tonta.

Melisa se despide y se va casi corriendo hasta donde está Pamela. Melisa la conoció hace un año, estudia en el Colegio Puerto Varas, muy católico. Era bastante más alta que el promedio, su cabello era lacio y largo, de color rubio platinado, tiene la nariz aguileña y los ojos verdes. Es muy delgada, y siempre lleva una argolla en la nariz, aunque la obligaban a quitársela en la escuela.

Aunque es simpática, debo admitir que su relación con Melisa es bastante tormentosa, por decirlo menos. Y no me agrada que le hagan daño a mi mejor amiga.

Camino al estacionamiento, sin dejar de mirar a Melisa, que habla con ella a una distancia algo lejana, se nota que hay tensión. Volteo a la derecha. Los ojos dolidos de Héctor me miran de reojo, pero rápidamente aparta la mirada y se va con sus amigos a su camioneta. Me detengo y suspiro. Todo es demasiado complicado.

Me ajusto la capucha y saco mi teléfono del bolsillo, al no divisar el coche de mamá. Me ha llegado un mensaje, no puede venir por nosotras, por lo que tendremos que irnos con la mejor amiga de mi hermana, María.

Levanto la cabeza para buscar a Isabel entre el tumulto. No se ve cerca de la entrada. Avanzo un poco, nada. Diviso a María y me acerco a ella, está con otra compañera suya hablando.

—Hola María —le saludo. Levanta la cabeza y me mira sonriente.

—Hola Sofi ¿te vas conmigo? —pregunta. Yo asiento.

—¿Dónde está Isabel? —pregunto. María se encoge de hombros.

—No lo sé. Me dijo que la esperara acá y se fue —replica.

Frunzo el ceño.

—Iré a buscarla, ve si la encuentras por aquí —le pido. María asiente y vuelve a conversar con su compañera.

Comienzo a caminar entre la gente, buscándola. ¿Dónde cojones te metiste, Isabel? Pienso, mientras me abro paso entre profesores y alumnos.

La veo a varios metros de distancia, apartada de los demás. Logro reconocerla por su mochila, de un color rosa chillón. Camino hacia ella pero me detengo en seco cuando noto la alta figura que habla con ella.

De nuevo, aquel rubio desconocido, entablando una conversación con mi hermana. Pero esta vez logro ver mejor su rostro. Sus ojos azulados tienen un brillo que, no sé por qué, me hiela la sangre. Es un hombre bastante más grande que mi hermana, al menos debe tener treinta años. Era el mismo hombre del funeral, de eso estoy segura.

¿Pero qué hacía alguien como él hablando con una chica como mi hermana? Solo podía encontrarle una explicación: un pervertido.

Tomo una gran bocanada de aire y avanzo hacia ella. Una mano se posa en mi hombro, haciéndome voltear. Miro apresurada a Melisa, que va de cogida de la mano con Pamela.

—Sofi, iré a casa de Pamela. Le dije a mi madre que estaría en la tuya ¿me cubres? —me pide mi mejor amiga. Abro la boca y volteo a ver a mi hermana. Sigue hablando con aquel hombre.

—Claro. —Volteo a mirar a Melisa—. No te preocupes.

—Gracias Sofi —me agradece ella. Le sonrío.

—Adiós Sofi —se despide Pamela.

—Adiós —me despido.

Vuelvo a ver a mi hermana rápidamente. El hombre ya no está. En cambio, mi hermana, con sus mejillas ligeramente sonrojadas, camina en mi dirección, ensimismada en su teléfono. Me acerco a ella, impidiéndole el paso. Choca conmigo y su teléfono cae al suelo.

—¡Oye! —levanta la cabeza para mirarme. Su expresión de enojo se relaja y es reemplazado por un semblante molesto—. Ah, eras tú.

Se agacha a recoger su teléfono. Limpia el barro y agua de este con su anorak.

—¿Con quién estabas hablando? —pregunto, con tono severo. Isabel me mira con el entrecejo arrugado.

—¿De qué hablas? —pregunta, haciéndose la desentendida.

—No te hagas la tonta, Isabel. Te vi hablando con un hombre. ¿Quién era?

—A ti se te zafó un tornillo, no estaba hablando con nadie —replica, mirándome como si estuviese loca. Entrecierro los ojos.

—Isabel, ese hombre te dobla la edad. Probablemente sea un pervertido —le advierto. Ella suelta un bufido.

—Sofía, no estaba hablando con nadie. Estás demente —dice, negando con la cabeza, y pasa de mí. La agarro del brazo y la obligo a mirarme—. ¡Oye!

—Sé que crees que el mundo está a tus pies, pero hay gente mala, Isabel. Gente que podría hacerte daño. No por nada nos dicen que no hablemos con desconocidos. —Isabel me mira molesta y se deshace de mi agarre.

—Por enésima vez, ¡no estaba hablando con nadie! —grita exasperada. Y antes de que pueda decirle nada, gira y se va casi corriendo en dirección al aparcamiento.

Suspiro. Volteo a ver si encontraba a aquel hombre entre la multitud, pero nada.

Minutos más tarde, ya en casa, Isabel sube enfurruñada a su habitación y cierra de un portazo. Me acerco a la cocina a servirme un vaso de jugo. Sayen está cocinando sopaipillas. Voltea a mirarme sonriente.

—¿Qué le pasa a tu hermana esta vez? —pregunta. Resoplo.

—Y yo que sé —miento. No quería alarmar a nadie, no aún. Después de todo, yo también estaba hablando con un completo desconocido. Es más, me iba a ver con ese chico desconocido en unos minutos—. Ha dejado de llover, iré al lago a sacar fotos.

—Abrígate —me advierte Sayen—, y no vayas...

—Al bosque, lo sé —le interrumpo. Me da una cálida sonrisa.

Subo a mi habitación y cierro tras de mí. Observo mi armario, buscando ropa apropiada. No sé qué me quiere mostrar Nikolaj, pero supongo que es en el bosque, por lo que unos vaqueros no vendrán mal.

Escojo una camiseta roja de cuello redondo y manga corta, una sudadera blanca con capucha y un abrigo de polar negro. Me coloco unos bototos y me reviso en mi tocador. Peino un poco mi cabello y me observo en el espejo. No debería estar pensando en mi aspecto.

Sacudo la cabeza y salgo de la habitación con mi teléfono y la cama fotográfica. Cojo las llaves de la casa y salgo.

Con cuidado, camino hacia el bosque procurando que no me vea Sayen. Llego a los primeros árboles y me detengo. ¿De verdad estaba por ir con un desconocido a algún lugar misterioso? ¿Realmente estaba pensando con mi cabeza?

—Viniste —escucho a mi lado. Lentamente volteo a mi derecha.

—Dije que lo haría —replico, controlando mi voz para que no suene temblorosa.

Nikolaj sonríe y mi corazón da un vuelco. Está vez, no lleva la misma camisa blanca y desgastada de siempre, lleva una celeste, algo desgastada pero no tanto como la otra. También lleva otros pantalones, de color beige. Sobre su camisa, un suéter gris delgado. Al menos se colocó algo, aunque no parece muy abrigador.

—¿Qué? —pregunta curioso. Sacudo al cabeza, mis mejillas se sonrojan.

—Nada. Es solo... tu ropa —indico. Nikolaj ríe por lo bajo.

—¿Lista? —pregunta.

Esta es la oportunidad de arrepentirme. De volver a casa sana y salva.

Desearía que mi cabeza funcionase como la de los demás. Pero, para bien o para mal, no es así.

—Si —afirmo.

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