10. Kachentu

El cajón comienza a descender hasta perderse de vista en la tumba. Los padres de Elías lloran desconsolados. El día expresa lo que todos sentimos: tristeza. Las nubes grises cubrían por completo el cielo, en cualquier minuto comenzaría a llover. Todo estaba de aspecto apagado, como que no hubiese suficiente luz en el lugar, como si la vida hubiese sido succionada de la tierra. Claro, estar en medio de un cementerio no ayudaba a sentir que la vida florecía, por así decirlo.

Es devastador pensar que alguien tan joven como Elías perdió la vida por un accidente mientras salía a divertirse. Este tipo de cosas te hace ser demasiado consiente de tu propia mortalidad.

Cuando el servicio acaba, me quedo junto a Héctor en silencio, mientras los demás se despiden y conversan. No sabía cómo apoyarlo, pero creía que lo mejor que podía hacer era estar junto a él. Hablaría cuando se sintiese listo.

—Fue un funeral muy bonito —le dice Isabel, intentando animarlo. Héctor esboza una sonrisa con desgana.

—No pude evitar imaginármelo llegando, preguntando qué estaba pasando —dice él, Isabel se ríe.

—Tenía un excelente sentido del humor —recuerda mi hermana.

Me sentía como un bicho raro al no poder ser más de consuelo. Mi hermana pequeña sabía hacer sentir mejor a Héctor que yo, su propia novia.

Volteo la cabeza, observando la explanada de pasto interrumpida solo por lápidas grises con flores decorándolas. A unos metros a la derecha se divisaba el camino de tierra con árboles en el medio. La gente camina por allí para devolverse a la entrada, otros, vienen llegando, tal vez a otro entierro, tal vez a ver a algún ser querido.

De pronto, atisbo una cabellera rubia muy familiar. Tras un árbol, observando en nuestra dirección, un hombre alto muy parecido a Nikolaj. Su cabello es una tonalidad más oscura, sus ojos son iguales, como dos témpanos de hielo, y sus labios finos están curvados en una sonrisa, pero que en vez de ser apacible, tiene algo perturbador.

Parpadeo perpleja. Nunca he visto a ese hombre en mi vida. Sus ojos se posan en mí, observándome fijamente. Frunzo el ceño. Me da mala espina. Vuelvo la cabeza a Héctor y mi hermana.

—Será mejor que vayamos al coche —sugiere Héctor, al ver que casi todos se han marchado.

Pasa su brazo sobre mis hombros y emprendemos nuestro camino al estacionamiento. Iríamos a casa de Elías para una pequeña comida entre los más cercanos. Sus padres, a pesar del dolor, no querían dejar de celebrar su vida. Elías siempre fue muy querido y estaba constantemente haciendo locuras.

La gente se ha aglomerado a la salida del cementerio. Nos detenemos allí, esperando divisar a nuestros padres para poder irnos.

—Se me ha quedado mi abrigo en la parroquia —dice Héctor de pronto.

—Vamos, te acompaño —le digo.

—Yo buscaré a papá —dice Isabel.

Caminamos entre la gente y entramos a la capilla, que ahora está prácticamente vacía. Nos acercamos hasta las primeras filas, donde nos hemos sentado. Héctor coge su abrigo. Se me acerca y coloca una mano en mi mejilla, acariciándome. Le sonrío, infundiéndole ánimos.

—Gracias por estar aquí conmigo. Todo esto es muy difícil para mí —susurra. Cojo su mano libre y entrelazo nuestros dedos.

—Lo sé —replico, con mi pulgar acaricio el dorso de su mano.

—Él era como mi hermano —dice con nostalgia. Mira el suelo y resopla. Una lágrima se escapa de sus ojos.

Sin que diga más nada, lo abrazo con fuerza, colocándome de puntillas. Le froto la espalda mientras solloza silenciosamente en mi hombro.

Había estado todo este tiempo guardándose sus sentimientos, y creo que ahora la realidad le había llegado de lleno. No sé cuánto tiempo nos quedamos así. Héctor se endereza, limpia con su mano las lágrimas de sus mejillas, sus ojos enrojecidos lo delatan. Con nuestras manos entrelazadas, salimos de nuevo al estacionamiento.

Lejos del gentío veo a mis padres conversando con los padres de Héctor. Su hermana mayor estaba algo apartada hablando con viejas amigas. No veía a Isabel por ninguna parte.

—No encuentro a Isabel —comento. Héctor voltea a mirarme.

—Vamos a buscarla.

Estirando el cuello mientras nos despedimos de las personas que se nos acercan, localizo a Isabel. Frunzo el ceño cuando veo que habla con rubio alto y desconocido. No logro verle el rostro, me está dando la espalda, pero podría jurar que es el mismo hombre que vi escondido entre los árboles hace unos momentos.

Avanzo más rápido. La gente se cruza en mi camino, y cuando llego hasta Isabel, aquel hombre ha desaparecido. Miro alrededor, buscándolo.

—¿Qué te pasa? —pregunta Isabel, arqueando una ceja. Vuelvo a mirarla y niego con la cabeza.

—Nada ¿estás lista? —pregunto.

—Sí.

Nos dirigimos hacia nuestros padres. Subimos al coche y arrancamos. Miro por la ventana a la multitud que aún hay en el lugar, y junto a la puerta de la parroquia, aquel hombre rubio se encuentra de pie, mirándome.

En casa de Elías, o la que era la casa de este, la comida es deliciosa, aunque se me hace algo incómodo estar allí sin él. Cuando acabamos, los mayores se quedan sentados conversando, bebiendo una copa de vino. Le he dicho a mi padre que yo manejo para que también pueda beber. Los más jóvenes nos dispersamos en distintas direcciones. Los primos más pequeños de Héctor se van a jugar videojuegos a la habitación del hermano de Elías, otros, se van a la terraza a fumar cigarrillos. Somos pocos los que nos vamos a la sala de estar. Me quedo con Héctor junto a la estufa, mirando por la amplia ventana como las nubes bajas quedan atrapadas en las copas de los árboles. La hermana de Héctor, Lucía, me sirve una taza de café y luego se sienta en el sillón y conversa junto a Isabel.

—¿Mañana irás a la escuela? —pregunta de pronto.

—Han suspendido las clases esta semana —le informo. Gira la cabeza para mirarme.

—¿De verdad? —pregunta, yo asiento—. ¿Por qué no vienes entonces mañana por la tarde? Podemos comprar algunas golosinas y palomitas, ver alguna película.

Hago una mueca.

—Mañana es el We Tripantu —le recuerdo.

—Ah —musita, apartando la mirada y mirando el suelo—. No pensé que ibas a querer festejar después de lo ocurrido.

Frunzo el ceño, ligeramente molesta.

—No es una fiesta, es una ceremonia —explico. Levanta la cabeza, mirando al frente.

—¿Irás sola? —pregunta, con un tono ligeramente molesto.

—Con Aukan y Sayen, como siempre —replico.

—Entonces, no te vas a quedar conmigo hoy ni tampoco vendrás mañana por Aukan —sentencia. Me deshago de su abrazo.

—¿Qué es esto? ¿Estás buscando una discusión? —pregunto, perpleja de su comportamiento. Vuelve su cabeza hacia mí, su semblante es molesto.

—Solo estoy diciendo los hechos. Tú prefieres ir y estar con Aukan que conmigo, tu propio novio —replica. Resoplo molesta.

—Aukan es como mi hermano.

—Elías también lo era para mí —dice él. Me cruzo de brazos.

—Sé que estás dolido por su muerte, pero no tienes derecho a descargarte así conmigo. Estoy tratando de apoyarte. —Entrecierra sus ojos y frunce los labios.

—Pues a mí me parece que solo estás disponible cuando Aukan te deja sola.

—¿Es en serio? A Aukan lo veo unas pocas veces al año, por supuesto que lo extraño y que voy a querer verlo cuando venga de visita —me defiendo.

—¿Y sabes lo que yo veo? Que soy tu premio de consolación, tu segundo plato.

Aprieto los dientes. Ha logrado enfurecerme.

—Piensa lo que quieras, Héctor —mascullo. Doy media vuelta, cojo mi abrigo del sillón, y salgo de la casa.

Camino hasta el coche y subo, encerrándome en este. Solo quiero largarme. Héctor siempre ha estado algo celoso de la relación que tengo con Aukan. Yo sé que cada uno debe manejar el duelo como puede, pero ¡vamos! Esto no tenía nada que ver con Aukan. Él siempre ha menospreciado mi amor por la cultura mapuche, tomándolo como si lo mío fuese un simple fanatismo. Además, no es como si estuviese fuera todo el día. Podríamos habernos visto más temprano y ya. Él ha postergado nuestros aniversarios por un partido de futbol del Bayern München, y yo jamás le he puesto problemas.

Mi teléfono suena. Lo saco de mi bolsillo, es mi padre. Suspiro y lo abro.

«Tu hermana dice que peleaste con Héctor ¿todo bien? ¿quieres irte?»

Sonrío. Papá siempre ha sido mi salvador.

«Sí. Estoy bien» respondo.

Vuelve a sonar.

«Ve a casa, los padres de Renata nos llevarán»

Suspiro aliviada. Renata, una amiga que Lucía tenía en la escuela, vivían en un condominio frente a nosotros. Pongo en marcha el coche y salgo a la calle. Más calmada y completamente en silencio, mi mente vuelve a recordar al rubio desconocido del funeral.

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