Cap. XII

Al despertar, miró débilmente el techo, tallando sus ojos. Chachamaru se lanzó del piso a la cama para ver a Yushiro, el cual lo miró perspicaz, para luego levantarse lo más rápido posible y salir de la habitación. Corrió a la habitación de Nezuko y sin tocar se adentró, llevándose la mala suerte de ver que ella ya no se encontraba ahí.

—!¿Nezuko?!

El joven exclamó su nombre por todos los cuartos en busca de su compañera, pero no había necesidad, ella ya no estaba.

Después de buscarla en cada rincón de la casa, se sentó sobre la cama de Tamayo, en la cual Nezuko había dormido. Miró alrededor, esperando encontrar algo de ella, pero no había nada. Era solo chachamaru y él dentro de esa fría casa que, anteriormente había estado llena de alegría por la Kamado. No existía ruido alguno, ni siquiera una risa de él.

Yushiro salió de la habitación, cerrando el cuarto, y quedándose parado, recargando su espalda en la puerta de madera. Sus animos bajaron, sintiendo un desagradable escalofrío por el cuerpo. La sensación que estaba experimentado era extraña, algo similar a cuando alguien gana una discusión y tú eres el único que se queda lleno de coraje y palabras que no pueden decirse. Pero en realidad él no estaba molesto, solo se sentía culpable.

El médico bajó los escalones, y como meses atrás lo hacía, volvió a su rutina; dormía por los días, comía cuando quería, pintaba por horas y salía a regar las flores cada tercer día. A veces caminaba por la ciudad, pero eso era algo que solo una vez hizo en estas tres semanas después de que Nezuko se fue.

Largamente despierto en la oscuridad, enmudecido ante la blancura de la cortina por la luz lunar entrando, apoyó las manos sobre sus riñones, y seguido se miró al espejo como cotidianamente lo hacía, inclinado su rostro ante la sombra de su perfil. No pensaba en nada, se limitaba a solo mirar las cosas que lo rodeaban.

Bajó escalón por escalón, dirigiendo su cuerpo al banco del estudio para permanecer sentado frente al níveo caballete. Trazó cándidas y finas líneas, marcando de negro ciertos puntos y colando la pintura rosada de arriba a abajo, llevando a cada rincón su pincel para detallar la inigualable ternura de la Kamado, recordando el destello de sus infurtunios ojos que quedaron plasmados en su pensamiento, y que no paraban de rondar por su mente. Al terminar, bajó la mirada, dejando caer el pincel. No miraría el cuadro, no podía. Las decenas de recuerdos entraban sin parar y se mantenía aferrado a la idea de que no había pintado a aquella dama dominante del sol.

—No es cierto...

Se levantó, caminando de espalda, sin levantar la vista. Al salir del estudio sacudió la cabeza, tallando sus ojos, y bajando sus manos por su rostro hasta llegar al pecho, lugar donde percibía las punzadas latientes de su corazón. Dejó su mano derecha en aquel lugar, aún sin creer lo que estaba sucediendo.

—Señora Tamayo... ¡¿Qué está pasandome?! Esto no es posible...

Su cuerpo se estremeció al entrar el efímero pensamiento de extrañarla, su mano se estrujo en su camisa y negó aquello. No podía extrañar a alguien como ella. Ella no era Tamayo.

Con eso dicho y clavado muy dentro de su cerebro, salió de la casa a tomar aire, su respiración sofocada necesitaba restaurarse. Al estar fuera, la luz de la luna cayó sobre su rostro, helando su piel y conmocionando con suavidad su cabello. Miró al cielo y la soledad se avivó de su ser. Deseaba la compañía de alguien ahora mismo, de sentir el calor que desprende una persona cuando están lado a lado, de escuchar como lo llaman desde adentro de la casa y que al recostarse en su cama pueda dormir plácidamente sabiendo que alguien estaría ahí para él al despertar.

Y al pensar todo aquello, solo podía llegar a su cabeza una persona.

—¿D-debería buscarla...?

Lo pensó una y otra vez, mirando por detrás de su hombro la puerta de su casa y después llevando la visión al bosque que lo llevaría a subir la montaña. Era complicado, una de las decisiones más difíciles que su corazón podía sentir, y detestaba pensar así y no con el cerebro.

Supiró rindiéndose ante él mismo, y corrió sin siquiera tomar su kimono para cubrirse del frío. Era tarde, pero no tanto como para detenerse, ya estaba ahí, casi cerca de ella otra vez.

Al llegar a los pies de la montaña, no creía lo que hizo, ni siquiera se percató del momento en que llegó, corrió tan rápido que sentía como su garganta se ahogaba del cansancio. Pero ya no se retractaría.

Subió la montaña con pesadumbre hasta llegar a la finca mariposa, la entrada estaba adornada con cerezos que acababan de retoñar, era una hermosa vista con la luz de la luna bañando todo a su paso. Ahora entendía el por qué a la Kamado le gustaba tanto el rosado.

—Usted... ¡¿Quién es usted?!

Yushiro asustado por la voz que escuchó por atrás, volteó. Aoi corría con una escoba entre las manos, y al ver el los singulares ojos del médico se detuvo de golpe.

—¡¿Yushiro?!

—Señorita Kanzaki.

—¿Qué haces aquí? ¿Acabas de llegar? Es demasiado tarde... Bueno, entiendes, ¿verdad?

—Sí, lo siento.

El demonio bajó la mirada avergonzado, descubriendo un nuevo sentimiento que por alguna extraña razón le hacía recordar cuando el sol le acariciaba el rostro, pero con más intencidad.

—Vengo para ver a Nezuko. ¿Ella está aquí?




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