El cielo de mis sueños


Autor: Sviet97
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¡Y seguimos con la celebración del Día del niño! ¡Esta historia está preciosa! Espero que la disfruten tanto como yo leyéndola!

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.: El cielo de mis sueños :.

El viento les acarició las mejillas con frío tacto, resecándolas y dificultándoles la misión de avanzar a través de la ladera escarpada. ¿Era mucho pedir que Su Santidad les dejara junto a la puerta? El pensamiento convertido en palabras hizo a Camus fruncir el ceño y mirar con severidad al pequeño que caminaba a su lado mientras se abrazaba a sí mismo e intentaba dar un paso más. Vaya clima espantoso el que reinaba en las montañas... tan distinto a la hermosa y soleada Grecia que apenas minutos antes habían dejado atrás.

Para Camus, escenarios así de agrestes y fríos no eran una novedad; desde que había iniciado su entrenamiento como Santo de Oro, la helada Siberia había pintado sus paisajes diarios con su interminable blanco que después de semanas se volvía monótono y triste. Más aún, cuando en medio de sus exhaustivas prácticas con el cosmos, se permitía pensar en cuánto echaba de menos a sus amigos. A todos, pero especialmente a él.

Él, que tras dos meses de ausencia le recibió en el Santuario con una explosión de colorida pirotecnia que movilizó a toda la guardia y los soldados rasos del recinto. Incluso los santos de plata habían pausado momentáneamente sus actividades al escuchar los estallidos que provenían de la entrada a las doce casas. Al francés no le había dado tiempo de procesar lo que veía, tampoco de disfrutar de los abrazos de Milo pues, casi enseguida, un muy serio Patriarca se materializó junto a ellos y exigió una explicación. No un responsable, pues eso ya lo podía intuir.

Una hora después, de frente a Su Ilustrísima que los miraba desde el trono que se erguía imponente en el Templo Mayor, Milo dio una justificación que para él era muy válida: había extrañado a Camus. Lo había extrañado tanto que había buscado una manera de hacérselo saber, y qué mejor que con chispas de brillantes colores estallando en el cielo que recién besaba Apolo. Sin embargo, su infantil entusiasmo no conmovió al Patriarca; cansado de las travesuras y la energía inagotable del pequeño escorpión, decidió enviarlo a una misión y posterior entrenamiento en un lugar lejano. Camus se inquietó por la separación inevitable, pero nuevamente no alcanzó a asimilar del todo las razones detrás de su angustia, cuando Shion añadió que él iría también.

Alguien tenía que cuidar de Milo, dijo, y entrenar en grupo bajo condiciones distintas a las del Santuario sería un buen aprendizaje para todos.

"Irán a Jamir, darán a Mu una misiva y en siete días los traeré de regreso. Intenten no meterse en problemas o a la próxima los mandaré al fondo del mar a entrenar con las merluzas."

—Qué carácter el del Patriarca, ¿será por la edad?

—Milo.

—Me gustan las merluzas, en todo caso. Con ajo y mantequilla son deliciosas.

—Milo...

—¿Y a ti Camus? ¿Te gustan las merluzas? Cuando regresemos a casa te llevaré a pescar y...

—¡Milo! ¿No te das cuenta? Esto no es un castigo ni tampoco una misión. Su Santidad podría perfectamente teletransportar esa nota a manos de Mu, o bien, decirle por telepatía lo que sea que escribió ahí. Simplemente quiso deshacerse de ti por un rato y, ya de paso, de mí también.

El futuro Santo de Escorpio no se tomó a mal su comentario; por el contrario, sonrió amplio y se mostró satisfecho y feliz por haber obtenido algo bueno a cambio del hastío de Su Santidad. Lo único malo, en su opinión, era haber tenido que dejar a tres de sus amigos en el Santuario...

Para esa hora, Aioria debía estar haciendo una pataleta al saber que se había ido a jugar con Mu y Camus a Jamir.

—Le hará bien a ese gato pulgoso echarme de menos —concluyó el griego, seguro de que él no lo extrañaría ni un poco—. ¡Mira allá, Camus! ¡Puedo ver la torre!

No hubo necesidad de sortear obstáculos dirigidos a impedir que los enemigos se acercaran más de lo debido a la fortaleza muviana. Tras apresurar el paso pues los ventarrones amenazaban con empeorar, llegaron por fin al pie de la torre y alzaron la mirada impresionados al ver cuán grande era. Constaba de cinco pisos, y en lo más alto de la asombrosa construcción, había una cúpula que se perdía entre las nubes que a esa altura casi podían tocar con las manos; atraparlas, si eso fuera posible.

Jamir era un sitio aislado y rodeado de bosques, ríos y cascadas cuyas aguas provenían de las montañas. Si tan sólo el clima fuera un tanto más generoso, sería un patio de juegos perfecto.

—¡Mu, abre! ¡Nos estamos congelando!

—Tú te estás congelando. Yo estoy bien —Camus no iba a permitir que lo difamaran de esa forma. Sin estremecerse siquiera, caminó unos pasos alrededor de la torre y notó un pequeño detalle—. No hay puerta...

—¡¿Qué?! —Milo sólo entonces cayó en cuenta también—. ¿Qué clase de recibimiento es este? Yo no puedo teletransportarme dentro como los muvianos, y tampoco puedo levitar cual fantasma como hace Shaka. ¿Tendremos que trepar?

Tenía las manos tullidas debido al frío, pero así y todo, se las frotó varias veces seguidas antes de sujetarse a un borde e intentar alcanzar el segundo piso. Camus no creyó que esa fuera una buena idea, sin mencionar que era una falta de educación tremenda colarse de ese modo en una casa ajena. Iba a decirlo, pues aunque muy posiblemente sus palabras caerían en saco roto, era su deber advertir a ese cabeza dura al que pese a todo adoraba. No obstante, antes de siquiera entreabrir los labios, un rectángulo brillante se trazó en el muro y una puerta apareció poco después.

Había magia en ese sitio... Magia en las habilidades de esa mítica raza con la cual tenían la suerte de convivir.

—¡Hola, Camus! —unos enormes ojos verdes le dieron la bienvenida apenas la puerta se abrió—. Pasa, no te quedes ahí. ¿Y Milo? Mi maestro me dijo que vendrían los dos.

—Hola, Mu —el francés alzó la mirada apenas un poco. Lo suficiente para darle a entender al tibetano en dónde debía buscar—. Discúlpalo. La paciencia no es una de sus virtudes.

—¡Lo logré, Camus! ¡Ven, que te ayudo a subir!

Acuario negó con la cabeza y señaló a su pequeño anfitrión. Milo hizo un puchero, no pudiendo creer que había escalado con tanto esfuerzo y para nada.

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—No es mi culpa que te creas un mono.

Estaban sentados los tres en la acogedora estancia de la torre, frente a la chimenea crepitante y con una taza de humeante té en las manos. Congelado hasta la médula, Milo se había envuelto en una gruesa manta hecha de lana y se quejaba del frío que con la lluvia se había hecho más intenso. Además, le dolían las manos y los raspones que en las rodillas se hizo por andarse arrastrando en vertical por la pared.

Mu sonrió desde su sitio en la alfombra, feliz de tener compañía en ese que consideraba su segundo hogar.

—Yo no sabía que había que decir palabras mágicas para que apareciera la puerta —Escorpio se defendió—. Por cierto, Mu... Su Santidad te envió esta misiva. Dijo que debía dártela directamente en la mano. Debe ser algo importante pues está escrito en muviano.

—¿En muviano? —el pelilila tomó la nota y la desdobló; tras fruncir el ceño, parpadeó confundido y fijó en el otro niño su mirada— Está en griego, Milo. ¿Seguro que no la leíste al revés?

Camus se palmeó la frente mientras el heleno reía y barajeaba la posibilidad de que hubiese sido así. Al fin y cabo, lo había leído a las prisas a fin de que Acuario no le reprendiera por husmear correspondencia que no estaba dirigida a él.

—Ya, ¿y qué decía entonces? ¿Hay que matar a algún monstruo que vive en Jamir?

—Milo no seas metiche. No es asunto tuyo lo que dice esa misiva.

—Diviértanse.

—¿Ah? —ambos niños extranjeros exclamaron al mismo tiempo, seguros de haber escuchado mal.

—Eso dice. Diviértanse —Mu sonrió y les mostró el papiro en cuyo centro había una sola palabra escrita—. Creo que quiso darles unas vacaciones. A ustedes y a mí.

El heredero a la cloth de Aries creía conocer lo suficiente a su mentor como para saber por qué hacía las cosas. Era consciente de cuán estricto era, pero también del enorme corazón que poseía y de lo mucho que quería a los pequeños destinados a convertirse en Santos de Oro. Ellos, después de todo, habían sido su responsabilidad desde que las estrellas anunciaron en el firmamento el nacimiento de la nueva élite de Athena.

—¿Creen que ahora sí ya enloqueció?

La risita cantarina de Mu se dejó escuchar. Repentinamente entusiasmado por la presencia de sus amigos en la solitaria torre, se puso de pie de un salto y asomó la vista hacia el exterior. La torrencial lluvia no dejaba de caer, y los charcos que seguramente quedarían les harían imposible salir a jugar. Tristemente ahí no era Grecia, y cualquier caída por los escabrosos acantilados podía ser mortal.

—No parece que vaya a despejar pronto —Aries se lamentó.

—¡Hiciste aparecer una puerta, Mu! Debes saber cómo ahuyentar la tormenta.

—No es lo mismo, Milo. Lo de la puerta es un mecanismo de defensa de la torre, yo no puedo hacer que deje de llover.

El silencio se presentó como nubes negras de negatividad y desesperanza, al menos, hasta que a la memoria del pequeño de cabello aguamarina llegó una conversación que semanas antes había mantenido con un viejo lobo de mar.

—A Siberia llegan algunos barcos provenientes de Japón —Camus obtuvo la atención de sus amigos apenas comenzó a hablar—. Fue así como conocí a un marinero que ha pasado casi toda su vida en alta mar. Me contó que en su país, para tener buen tiempo, los niños hacen un amuleto especial y lo cuelgan en el marco de las puertas. Su nombre es Teru Teru Bōzu, y representa a un monje que prometió a los agricultores detener con sus oraciones la lluvia que estaba arruinando las cosechas de arroz.

—¿Y lo logró? —Milo preguntó ilusionado.

—No. Y por ello le cortaron la cabeza.

—¡Qué gran historia! —el chiquillo griego ironizó— Bah... Monje inútil.

—No perdemos nada con intentar —Mu intercedió por el pobre hombre en cuyo honor se hacían las figuritas—. ¡Esperen aquí, traeré algunos materiales!

Media hora después, la alfombra de la estancia en donde se habían instalado con todo lo necesario se hallaba llena de papel recortado, trozos de tela, pegamento y marcadores que utilizarían para dibujar las caras en los amuletos con forma de un gracioso fantasma. Si lo pensaban muy a fondo, resultaba lúgubre imaginar que tan adorable figura representara la cabeza de un monje que había muerto por no poder hacer que dejara de llover.

Ahora, sin embargo, ellos le darían la oportunidad de obrar en pos de su diversión.

—Hay que ponerle un listón para que se pueda colgar —Mu tomó aguja e hilo y los pasó a Milo. Éste retrocedió rápidamente y a rastras en dirección a la chimenea, con tan mala suerte que las puntas de su larga melena ardieron y Camus debió apagarlas lanzando una brisa de hielo que sofocara el fuego. Milo se levantó como impulsado por resortes y sacudió la escarcha de su preciado cabello azul—. ¿Qué ocurre?

—Le tiene miedo a las agujas —el francés explicó mientras tomaba los utensilios de costura que Mu aún sostenía, y comenzaba a coser el hilo en la tela que daría forma al amuleto.

Aries no pudo ocultar su incredulidad.

—Ya sé lo que piensas, Mu. Pero una cosa es que me guste pinchar al enemigo con mi aguja escarlata, y otra muy diferente ser yo a quien piquen.

Milo tembló de la cabeza a los pies. Su temor era real, tan real que Mu no halló el valor para reírse por lo absurdo de la situación; en cambio, esbozó una sonrisa dulce y comprensiva que diera al griego la certeza de que no hablaría con nadie sobre su extraño temor.

Escorpio lo sabía. Mu era uno de sus mejores amigos y en él podía confiar. También en Aioria, pero ese gato de basurero sí que se desternillaría de risa a costa suya.

—Ya está listo el mío —Camus fue el primero en anunciar que había terminado su bien lograda manualidad—. ¿Qué opinan?

Mu sonrió y halagó el trabajo bien hecho de su amigo francés. A su lado, Milo frunció ligeramente los labios y negó con la cabeza.

—Algo le hace falta, pero no sé qué... —lo pensó un instante. De pronto, una traviesa curvatura se afianzó a sus labios y un brillo titilante en sus turquesas hizo a los otros dos saber que lo que sea que se le hubiera ocurrido, no podía ser nada bueno—. Les daremos identidad. Sólo necesitamos un poco de estambre verde, azul y café. Lo pegamos por aquí, acomodamos sólo un poco pues despeinado se ve más como él, ¡y listo! ¿Ven que con algo de color luce mejor?

Ambos niños se quedaron observando aquella pelusa verde que Milo había pegado sobre la cabeza antes calva del monje. Les resultaba familiar... demasiado familiar.

—Es... —Camus intentó adivinar.

—¡Mi maestro Shion!

—El mismo —Milo asintió divertido y siguió con su tarea de pegarles estambres a los otros dos—. Este será Saga, y el castaño, Aioros. ¡Vamos! ¡Colguémoslos!

Camus y Mu se miraron, alzaron los hombros y dejaron al destino seguir su irremediable curso. Quién sabe y el pequeño escorpión tenía razón y las obvias identidades de las figuras traían consigo la calidez del sol al amanecer.

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La tormenta azotó la torre durante toda la noche. Antes de quedarse dormidos en la misma habitación, los tres niños tuvieron el miedo compartido de que el monje convertido en sus figuras de autoridad no cumpliera su deseo. Sin embargo, el alba trajo el cantar de los pájaros y el sonido armónico de las campanillas de viento que anunciaban un día tranquilo en las montañas.

Milo fue el primero en despertar y erguir el torso para confirmar que era un día soleado.

—¡FUNCIONÓ! —su tono alto despertó a los otros dos, quienes tardaron un momento en comprender lo que pasaba— ¡Les dije que era un monje sabio y poderoso!

—Dijiste que era un monje inútil —Camus refutó en un murmullo, todavía adormilado y frotando suavemente su ojo derecho con la mano.

—Seguro escuchaste mal —Escorpio le restó importancia al asunto y salió de su futón, dispuesto a comenzar el día y no perder ni un minuto de travesuras y diversión—. Vamos, Mu. Es hora de levantarse. ¡Mira, ahí viene Shaka!

El tibetano hizo rápidamente las mantas a un lado y comenzó a desenredar su cabello lila con los dedos como si buscara mejorar un poco su apariencia. Milo rió y, viéndose descubierto, las pálidas mejillas del pequeño Aries se arrebolaron como el más dulce atardecer.

—Te gusta —molestó el revoltoso heleno.

—¡Cállate! Claro que no...

—Sí, te gusta.

—¡Le diré a Camus que...!

—¡Por Athena, Mu! Despierta ya. Estás hablando incoherencias.

—¡Nhnhn! —cubierta su boca por las manos griegas, Mu apenas y pudo balbucear en su defensa una que otra palabra.

—Milo dijo la verdad, Mu —Camus interrumpió el alboroto que tenían sus dos amigos al ir rodando por el piso; uno intentando liberarse y el otro queriendo impedir que hablara de más—. Shaka viene para acá en compañía de Aioros, Aioria y Aldebarán.

Rápidos como una saeta, los niños dejaron de jugar y se unieron a Camus en el amplio alféizar de la ventana. Teniendo una vista privilegiada de los alrededores, fue fácil distinguir a los otros tres infantes que llegaban con Aioros guiando sus pasos a través del angosto puente de piedra que daba hacia la torre.

Sumamente emocionado, Milo se trepó al ventanal y agitó la diestra al viento, queriendo que sus amigos lo vieran. Camus lo sujetó del tobillo por si acaso caía y se mataba, en cuyo caso tendría que dar la cara al Patriarca y ser castigado.

Su preocupación era sólo por eso, se intentó convencer.

—¡Eh, chicos! ¡Aioros! ¡Hola!

Movido por el júbilo que ahora sí era completo, los tres niños se cambiaron los pijamas por ropas de diario y bajaron a encontrar a sus amigos en la entrada a la torre. Al abrirse la puerta, los amuletos que una noche antes habían confeccionado se movieron sobre sus cabezas y llamaron su atención.

Realidad o simple coincidencia, la explicación que ellos atesorarían en sus corazones es que había magia en ese sitio.

Había magia en Jamir, en la torre muviana y en sus adoradas infancias que un día, cuando miraran atrás, querrían volver a vivir.

"Teru teru bōzu, haz que mañana haga un día soleado como el cielo de mis sueños..."

–FIN-

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