Café Helado

Por: Ssuet97
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Café Helado

Estar nuevamente vivos no era tan fácil como todos insistían en creer. De almas férreas y espíritus valerosos, los santos de Athena eran alabados entre los mortales y despreciados por aquellos que con el chasquido de los dedos movían las piezas sobre el tablero de ajedrez. Eran inconmensurablemente fuertes y aguerridos en el campo de batalla, pero inexpertos a la hora de enfrentarse a la vida cotidiana y al ritmo siempre ajetreado que los seres humanos comunes y corrientes debían afrontar. Para algunos más que otros, la verdadera aventura comenzó al abrir los ojos y hallarse a sí mismos respirando el aire de un tiempo distinto a aquel que les vio morir.

Acostumbrarse al siglo que ya contaba más de veinte vueltas al sol requería de presteza y disposición; también de paciencia, y sobre todo, de ganas de vivir nuevas experiencias y dejar las manías de un guerrero atrás. No era necesario, había dicho el Patriarca Shion, que pusieran su deber como santos por encima del deseo de su diosa de que se permitieran ser, por vez primera, jóvenes con pasiones y sueños enraizados en la tierra.

Estar nuevamente vivos no era fácil, pero se tenían el uno al otro para recordar que eran más que una armadura.

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Aioria de Leo atravesó el salón de batallas del primer templo alrededor de las ocho de la mañana. Vestido con ropas de entrenamiento, se detuvo a mitad del amplio recinto y decidió asomarse al taller de alquimia a sabiendas de que muy probablemente encontraría ahí a Mu. Tal como supuso, el muviano se hallaba reclinado sobre una mesa de trabajo en cuya superficie podían contarse frascos por docenas y de distintos tamaños.

—Buenos días, Mu —saludó en voz baja, consciente de que su amigo había sentido su presencia desde mucho antes de que pusiera un pie en su casa.

—Hola, Aioria. Sostén esto, por favor —Aries le entregó una extraña herramienta parecida a una cuchara, la cual tenía un orificio minúsculo por donde el polvo de estrellas caía en un hilillo que no malgastara el preciado material—. ¿Aioros te dejó sin desayuno antes de irse a entrenar al coliseo? —Mu cuestionó con una sonrisilla mordaz.

—Ya no tengo cinco años, Mu. Puedo preparar mi propio desayuno —Aioria respondió con un gesto ofendido que al tibetano hizo reír.

—Siendo así, ¿qué te trae por aquí? —Mu recuperó su herramienta y procedió a cerrar el frasco en donde había vertido el brillante polvillo.

—Más tarde vamos a ir con Milo a Atenas, ¿te gustaría acompañarnos? —Leo extendió la invitación con franca simpleza, sin la seriedad que antes hubiese tensado su verde mirar. Ellos, después de todo, no salían del Santuario más que a misiones o asuntos relacionados con su rango en la Orden.

—¿A qué van?

—Bueno... —el griego de cabello castaño esbozó una sonrisa incómoda y llevó su mano diestra a un costado de su cuello, tallándolo—. Milo está muy interesado en conocer el lugar en donde Camus está trabajando medio tiempo. Me ha dicho que es un bistró en Kolonaki.

—O sea que es una misión de espionaje —Mu sentenció mientras meditaba su respuesta. Muchas ocupaciones no tenía ese día, y aunque tampoco podía evadir sus responsabilidades como tutor de Kiki, estaba seguro de que al maestro Dohko no le importaría quedarse un par de horas con él—. Supongo que no me haría mal ver en qué se ha convertido el mundo fuera del Santuario...

Aioria tomó esas palabras como una aceptación. Entusiasmado, dio una palmada a su amigo en la espalda y le dijo que lo verían ahí a las cinco. Acto seguido salió del taller y el eco de sus pasos se perdió en la escalinata poco después.

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—Aioria ya me ha invitado y le he dicho que no, ¿qué te hace pensar que a ti te daría otra respuesta, Mu de Aries?

El guardián de la sexta casa impregnó en sus letras un tono que Aries supo reconocer; le estaba provocando, pero si creía que bastaría con eso para rendirse y salir del templo de Virgo con las manos vacías, estaba muy equivocado.

Mu suspiró profundamente, apoyó ambos codos sobre la mesita baja y miró fijo al rostro de bellas facciones cuyos cielos le eran negados.

—Que soy yo quien te lo pide y no Aioria —el muviano pronunció en un tono suave, causando un casi imperceptible desequilibrio en la tranquilidad del rubio. Logrado el cometido, Mu desvió la mirada pues no deseaba incomodarlo más—. ¿No te parece que ya es tiempo de que abras los ojos, Shaka? No necesitas contener más tu cosmoenergía detrás de los párpados, y aunque me queda claro que puedes ver cosas que a simple vista son invisibles, también es cierto que el mundo se compone por elementos materiales que sólo con los ojos podemos apreciar. Date esa oportunidad.

Shaka no tenía un argumento lo suficientemente válido para debatir lo dicho por Mu. En esa nueva vida, lo que antes había sido su objetivo primordial ya no existía más. No había una guerra santa asomándose junto con la noche en la penumbra, e incluso sus aspiraciones espirituales se veían difusas en su mente hecha un caos. De ningún modo lo admitiría, pero hacía semanas que se cuestionaba cosas que antes nunca fueron una preocupación.

—Quizá otro día —su respuesta hizo a Mu esbozar una sonrisa triunfal—. Cuando sólo seamos tú y yo.

Aries supo que el juego previo le estaba siendo devuelto. Más que satisfecho, dejó la taza de té sobre la pulcra superficie de madera y se puso de pie; por esa vez, había sido suficiente.

—¿Te veo mañana?

—Depende... —Virgo sonrió con algo de malicia, volviendo a su habitual postura de divinidad— de qué tan ocupado esté.

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Atenas era un mosaico conformado por infinidad de trazos complejos y asombrosos a la vez. Desacostumbrados al exceso de estímulos propios de la urbe, los tres santos de oro buscaron el camino más corto hacia el bistró. Entre callejuelas pintorescas salpicadas de árboles que daban sombra a las mesas al aire libre, encontraron el lugar cuyo elegante letrero rezaba en letras blancas y cursivas sobre un fondo negro: "Kimolia – Art & Coffee".

A un paso de la entrada, Milo sostuvo con una de sus manos a Aioria y le impidió seguir.

—Actúen con naturalidad. No debe parecer como que vinimos a verlo a él —Escorpio se mostró ansioso. Él, que en el campo de batalla era implacable, se transformaba en el elemento que regía su constelación cuando del santo de Acuario se trataba—. Necesitamos un plan.

—No conoces a Camus si en verdad piensas que va a creer que de los miles de lugares que hay en Atenas, llegamos a este por casualidad —Mu fue quien tomó la iniciativa y se animó a entrar—. ¿Van a quedarse ahí?

—¡Claro que lo conozco! Lo conozco mejor que nadie —Milo refutó, bien seguro de lo que decía.

—Debe gustarte mucho si logra hacer que te comportes así de... ridículo —presto a molestar a su mejor amigo, Aioria rió y le pasó un brazo por los hombros a fin de instarlo a avanzar.

El interior del establecimiento era incluso más bonito que la terraza. Constaba de un espacio amplio en cuyo centro se hallaba un frondoso árbol artificial con pequeñas luces ensartadas en sus ramas. En torno a él, una barra de mármol y fina madera creaba un perímetro dentro del cual se movían dos baristas que iban de una máquina de café a otra. Las mesas, pulcras y ordenadas, se encontraban dispuestas en el área restante. No eran muchas, pero tampoco eran escasas; la justa cantidad para hacer del ambiente uno agradable.

La ambientación fue otra de las cosas que más llamó la atención de los tres jóvenes que esperaban por una mesa que la chica en la entrada no tardó en señalarles. Había grandes ventanales en dos de las cuatro paredes por los cuales entraba la cálida luz del atardecer y daba un aire aún más mágico al sitio. También había muchas plantas en elegantes macetas y un par de jardineras al fondo, y en los muros pintados en tonos claros, colgaban pinturas de artistas desconocidos para quienes el arte debía ser un sueño disfrazado de hobbie ocasional.

Olía a café, al chocolate que decoraba las crepas y la crema dulce en las bougatsa.

—Qué lugar tan bonito y apacible —el comentario fue hecho por Mu, quien de pronto tuvo la excelente idea de llevar ahí a Shaka apenas se animara a salir del Santuario y ver el mundo—. Es perfecto...

—¿Para qué? —el murmullo ajeno no pasó desapercibido para Aioria, quien enseguida cuestionó e hizo a Mu carraspear y desviar la atención hacia Acuario, el cual apareció un instante después—. Hola, Camus. ¿Qué te trae por aquí?

El francés arqueó una de sus singulares cejas; Milo se palmeó la frente y en secreto lamentó haber llevado a Aioria.

—Ni siquiera voy a molestarme en preguntar lo obvio —Camus no estaba enfadado, pero sí podía hacerse una idea de quien había sugerido el grandioso plan de irle a molestar—. ¿Verdad, Milo?

El guardián del octavo templo dedicó esos segundos previos a ser cuestionado, a analizar a detalle la apariencia impecable de su "mejor amigo". Vestía pantalones negros de vestir, camisa blanca y un delantal con el nombre y el logo del bistró. Además, llevaba el cabello atado a la altura de la nuca, lo cual resaltaba aún más la perfección de su rostro inmaculado.

Completamente perdido en la visión que el francés le regalaba, volvió a tierra al sentir tres miradas fijas en él. Con una sonrisita de suficiencia y aparente indiferencia, señaló la primera imagen que encontró en la carta.

—Esto quiero —un smoothie de frutillas—. "Y un beso de tus labios..."

—Para mí un chai helado.

—Capuchino con burbujas.

—¿Se van a quedar o los quieren para llevar? —pese a no serle indiferente el escrutinio al cual era sometido por un par de turquesas, Camus intentó no hacer ver cuán nervioso Milo lograba ponerle cuando le miraba así.

—Sólo estaremos un momento, Camus. Para llevar está bien —demasiado perceptivo para ser engañado, Mu optó por sacar del apuro a su amigo francés quien, tras un ligero asentimiento, se dio la vuelta y caminó en dirección a la barra de bebidas.

Milo no pudo evitar quedarse nuevamente prendado a la silueta que, vista desde la espalda, le regaló una imagen que hizo a su garganta secarse: los pantalones de oscura tela ajustándose a uno de sus tantos atractivos físicos, y el cabello largo oscilando en un vaivén hipnótico que le hizo estremecer.

—Pensé que nos quedaríamos.

Aioria expuso lo que circulaba por su mente, echando un vistazo a una carta a la que hasta ese momento no había prestado atención. Era una lista impresionante de libros que la gente podía leer mientras degustaba una taza de tranquilidad en medio de su ajetreado día. Sin necesidad de preguntarle, Leo pudo entender el motivo por el cual Camus había aplicado a esa vacante.

—Milo no sabe ser discreto, y Camus no nos va a agradecer que seamos una distracción. Por el bien de los dos, mejor será que nos vayamos —fue la respuesta del santo de Aries.

—¿Desde cuándo eres experto en estos temas, Mu? —Leo quiso saber.

—Mu tiene razón —Milo interrumpió—. Además, confío más en su buen juicio que en tu nula capacidad para darte cuenta cuando alguien te lanza las bragas en la cara, gatito.

—¡Milo! —Aioria se mostró ofendido; Mu soltó una risa fresca y tersa como la primavera que se abría a su alrededor.

No mucho después, Camus volvió con las bebidas y dejó sobre la mesa el ticket que debían cubrir antes de salir. Al despedirse, su mirada cerúlea se cruzó con la de Escorpio y éste tomó ese breve contacto como la recompensa que había ido a buscar.

Ciego no era, y podía darse cuenta de que por mucho que Acuario se esforzara en fingir indiferencia, algo en él se removía cuando estaba cerca y lo rodeaba con su atrayente magnetismo.

Atento a su andar siempre elegante, lo vio alejarse y atender al llamado de una chica que compartía una mesa cercana con otra mujer. Ambas jóvenes y bonitas, halagaron con sus más amplias sonrisas al gallardo mozo que amablemente les cuestionó si deseaban pedir algo más. Diestro cazador, Milo percibió en el lenguaje corporal de las dos una coquetería que encendió su lado intenso e irremediablemente posesivo. ¡Al diablo con la prudencia! No había pasado años de su vida enamorado de Acuario para que de nuevo llegara alguien más y se lo intentara quitar.

—Milo, la salida es por acá.

Aioria no pudo hacer nada para detener a quien, a pasos largos y firmes, se acercó a la escena que transcurría a unos metros y sonrió con aún más encanto apenas obtuvo la atención deseada. Seductor nato y sin tapujos, miró fijo a los ojos del francés y acomodó un mechón de su cabello aguamarina por detrás de una de sus orejas.

—Gracias por la atención, Camus —dejó en las manos de su más grande anhelo una propina mayor al diez por ciento, haciendo del instante uno completamente suyo al rozar con sus dedos los contrarios—. ¿Te apetece cenar más tarde? Va por mi cuenta.

Sin darle tiempo a responder, soltó su diestra y se encaminó hacia donde Aioria y Mu le esperaban. Suerte para él que su templo era el octavo y Camus forzosamente tendría que pasar por ahí. No había forma, se dijo, de que rehuyera a su invitación.

De vuelta en las transitadas calles, el alivio le hizo soltar en un suspiro todo el aire que había mantenido retenido. ¿Qué haría ahora? Él no sabía cocinar.

—Eso fue digno de un acosador en potencia —Aioria observó de reojo a Milo mientras bebía de su café con bolitas al fondo—. Dile algo Mu.

Aries, que caminaba un paso al frente de sus amigos, alzó fugazmente los hombros y no hizo intento alguno por reprender al menor. En cambio, mantuvo la pajilla en los labios y observó en el móvil la fotografía que un día antes se había tomado con Shaka; éste, curioso por ver lo que hacía con aquel extraño dispositivo que la diosa les había obsequiado a todos y cada uno de ellos, había abierto los ojos por un segundo que se quedó grabado para siempre en una imagen que a Mu hizo sonreír.

—El amor nos vuelve locos...

—¿Nos? —preguntaron ambos griegos al unísono, siendo de nuevo Aioria quien prosiguió—: ¿Qué demonios les sucede a ustedes dos? Me dan nauseas.

Las risas de sus amigos le crisparon aún más los nervios, pero fue eso mismo lo que le hizo darse cuenta de que estaban realmente vivos y listos para experimentar lo que desde siempre les fue negado.

Sus corazones latían con ímpetu... con ganas de llenar las hojas blancas de sus existencias con historias largas por contar.

—Ridículos... —Aioria sonrió al viento, pensando, a saber por qué, en la guerrera cuyo rostro oculto por una máscara seguía siendo un misterio que ansiaba descifrar.

Ninguno podía predecir lo que les deparaba el futuro, pero abrazaban la certeza de que sin importar lo que pasara, estarían juntos en las buenas y en las malas como los hermanos que la vida y no la sangre, había hecho de ellos tres.

Fin.

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