• VII •
—¿Qué sucedió ahora, niño? Estábamos ocupados en una reunión. —Mencionó Solebát, masticando el césped.
—Por favor, ¡tengo un deseo más!
Solebát bufó, diciendo que ya me había vuelto adicto a los deseos después de dos. Filiae no dijo nada, se mantuvo recostada en el césped viendo el cielo estrellado despejado. Mi madre y mi padre dormían en su habitación, mientras mi abuela miraba televisión como muñeca de cera tejiendo un suéter con girasoles para mí. Vivíamos en las afueras de la ciudad, pero aún éramos parte de ella, aún no íbamos lejos. Todo estaba pausado igual que la primera noche.
Y Filiae volvió a elevar su dedo. Era común en ella señalar cosas, pero a veces me daba la impresión de que me señalaba a mí con dureza. Su cabello blanco cubría su rostro de maniquí, y sus extendidas por el césped verde era como ver cristal brillante deformado pintarrajeado en la hierba. Las luciérnagas la rodeaban.
Por otro lado, yo permanecía recostado junto a Solebát, alumbrando con una pequeña lámpara para asegurarme de que no hubiera insectos cerca. Estaban quietos, pero aún así no quería pisarlos por accidente. La noche era hermosa y tranquila, uno de los muchos veranos que más quería recordar.
—Con respecto al deseo...
—Espera un segundo, niñito. Escuchémosla primero y déjame comer de tu zapato un poco.
—¿Por qué te gusta comer zapatos? —Pregunté con hastío, sacándome el pequeño zapato café.
—¿Por qué te gusta comer carne?
Elevé los hombros, sacudiendo la cabeza. Nunca me lo había preguntado, a veces solo comía carne porque era rica y me gustaba cocinarla como la abuela decía. Los recuerdos de los manjares que llegué a preparar me golpearon con su fragancia, acompañadas del sabor en mi lengua. Los momentos que reí junto a Alex por las nuevas recetas en el primer deseo volvieron, y por segundos quise volver a esa realidad.
Pero recordé a mis padres... siendo atrapados por las telarañas de las deudas.
—En el reino dorado no hay luna, pues tenemos una gran estrella. Pero existe otra ciudad vecina, la ciudad de los no-nacidos, donde la luna es azul y está presente todos los días y noches del año. Donde las luciérnagas están en el cielo y los animales tienen sus propias casas. —Comenzó a contar Filiae, perdida en la luz del hermoso satélite que brillaba menos que ella—, los alrededores están cubiertos por nubes de vaho púrpura y rosa. Cerca pasan ríos preciosos, blanco luminiscente, y en ellos fluye un delgado hilo dorado seguido de hermosas estrellas azules camino a las cascadas. Los habitantes no encuentran el sentido, pero aún así siguen viviendo. Algunos se llaman esclavos, otros completamente libres.
—¿Por qué?
—¿Por qué son libres o esclavos? —Murmuró Solebát, echándose de lado junto a mí. Era un cabrito lindo—. Es una ciudad de no-nacidos, deben nacer para decidir cuál de los dos son. Sobrevivientes, muertos, o vivos.
—En la tierra existe una luna gris, que a lo lejos parece brillar con intensidad gracias al reflejo del sol. Y llega a todas partes en el mundo. —Seguía sin entender porque ella se empeñaba en hablarme de la tierra. El sonido de los trenes estaba presente, volviendo cada vez que ella hablaba de la vida—. A veces cambia de color o forma, a veces es amarilla y llena, a veces oscurece completamente o se vuelve media, y de vez en cuando es roja como la sangre por tus venas. Y siempre es hermosa, acompañada de las estrellas del firmamento. Es reflejada por los ríos donde toman los animales del bosque donde nacieron cuentos de hadas y duendes. Y los humanos crearon historias sobre ella, sobre los lobos, sobre los vampiros y la luna sangrienta.
—Esos humanos si que están locos. ¡Tienen una imaginación inconmensurable! Se las arreglan para lidiar con cualquier problema, aunque tengan que ocultar parte del proceso. —Rió Solebát, pateándome con cuidado para hacerse espacio entre mis brazos.
—¿Por qué quisiste ver tu infancia? —Preguntó Filiae, tomándome de la mano para girarme a verla.
—Quería saber porque vivía.
—¿Vivir o morir? —Las mismas palabras volvieron a su boca—. Cualquier cosa que quieras ser o dejar de ser estoy aquí para cumplirla.
Sonreí, agradecido y avergonzado por ese momento.
—Pídeme un deseo.
—Devuélveme al presente... pero hazme rico.
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