Laura Coleman
Adele decidió subir a su cuarto en cuanto llegaron a Blackgables Mansion. La joven evitó en todo momento las preguntas del personal del psiquiátrico, dando la excusa de no encontrarse bien. La verdad es que tenía un ligero dolor de cabeza y antes de acostarse decidió ir a la cocina y tomar un vaso de leche caliente con una aspirina. Los dos últimos días fueron muy ajetreados para ella y esa noche quería descansar bien.
—Sí quiere, le puedo preparar algo suave para cenar —le sugirió Carmen Sainz, la cocinera. Carmen era una mujer de unos cincuenta años nacida en España; algo gruesa, jovial y muy cariñosa. Era como una madre para todos. Trataba a las niñas como a sus propias hijas, dos mujeres adultas que vivían en Londres y a las que echaba terriblemente de menos.
—No gracias, señora Sainz. —se disculpó Adele —. No creo que pudiera tomar nada. He debido enfriarme esta tarde.
—Carmen —repuso la cocinera —, lo de señora se queda para esos señoritingos de la capital. Yo me crié en un puebecito de La Mancha, en España, donde todos teníamos motes en vez de nombres. A mí me llamaban Carmencita la del botijo, porque todas las tardes le llevaba a mi padre un botijo lleno de agua con anís al campo donde labraba. Mi padre era campesino, sin estudios, pero aprendió a leer y me enseñó todo lo que el había aprendido en los libros. Llegó a ser alcalde del pueblo y a partir de ahí, nos llamaron por otros motes menos lindos...
Carmen era una de esas personas que una vez empezaban a hablar, podían seguir durante horas, contándote toda su vida y la de todas las personas que conocían.
—Puedes llamarme Adele —le dijo la joven educadamente —. Creo que sólo voy a tomar un vaso de leche caliente, Carmen, y una aspirina.
—Te prepararé la leche con una cucharada de miel, miel española, de la Alcarria, eso te ayudará a dormir mejor.
—Gracias.
—Me han dicho que fuiste a declarar a la comisaría esta tarde —la mujer estaba interesada en saberlo.
—Sí, fueron unas preguntas rutinarias y...
—¿Ah, sí? Creía que el detective Price habría encontrado la forma de meterte miedo. ¡Cuidado con el psiquiátrico maldito! O algo así.
—¿El psiquiátrico maldito? —Adele creía haber encontrado a alguien que podría aclararle sus dudas, sólo debía tirar bien del hilo.
—Sí, así lo llaman algunos.
—¿Lo dice por los suicidios que ocurrieron?
—¿Suicidios? Yo diría más bien asesinatos —Carmen la miró con una extraña expresión —. Querida mía. A lo largo de los años, en Blackgables Mansion ha habido mas de cincuenta fallecimientos a cual más raro. Accidentes, desapariciones, muertes naturales, suicidios. Nadie se ha atrevido nunca a decir esa palabra, aunque está en la mente de todos: Asesinatos. Eso es lo que yo creo y además creo saber quién los cometió.
—¿Quién? —Preguntó la joven asombrada.
—Fue... —ella bajo el tono de su voz, lo que dijo a continuación fue casi un susurro —. Fue la casa.
Adele suspiró de alivio y se permitió esbozar una sonrisa.
—¿No me crees jovencita? Esta casa está maldita, tiene vida propia, nos observa, nos acecha y a veces...nos caza. Ya sé que puede parecer imposible, pero las casas a veces odian a sus moradores y en el caso de esta, hace algo más que odiarlos, los mata.
—He oído hablar de casas malditas —dijo Adele meneando la cabeza —, pero al final se comprobó que todo eran burdas farsas ideadas para sacar dinero y publicidad. Hasta algunos famosos hoteles utilizan a los presuntos fantasmas como reclamo. Siempre hay personas que dormirían en una habitación fantasmal o que vivirían en una casa maldita. Hay gente para todo.
—Ya veo. Eres una escéptica —Carmen parecía contrariada —. Bueno, todo el mundo es libre de pensar lo que quiera, pero por si acaso, yo andaría con cuidado. La casa sólo mata a muchachas jóvenes y yo ya soy una anciana, pero tú...Aquí tienes la leche, tómatela antes de que se enfríe.
Cuando la joven se tomó la leche y la aspirina y consiguió despedirse de la cocinera, subió a su cuarto.
Eran ya las diez de la noche, lo supo al escuchar las ahogadas campanadas de un reloj de pared en algún lugar de la planta baja. Se había entretenido bastante charlando con Carmen, o por lo menos tratando de intercalar alguna frase en el interminable monólogo de la mujer, y aunque el dolor de cabeza no había desaparecido por completo, notó que sus pulsaciones en las sienes disminuían.
Fue al llegar al solitario pasillo que llevaba a su habitación cuando le pareció ver algo a lo que, en un primer momento, no pudo darle crédito.
Al fondo del pasillo, una silueta alta y oscura, vestida con lo que Adele supuso podría ser una larga túnica, se encorvaba sobre la figura de una niña y le entregaba algo. La niña tendría unos nueve años y Adele no la conocía, claro que tampoco había visto a todas las niñas que allí residían.
La escena le pareció chocante al principio, luego, su súbita desaparición le llevó a pensar si no habría sido fruto de su imaginación.
He visto lo que he visto. Se dijo la joven. No lo he imaginado, ha sido real.
Adele caminó hasta el fondo del pasillo donde habían estado segundos antes aquellas figuras, pero allí no había nadie en absoluto.
—Ahora tengo visiones —dijo con un murmullo.
Iba a volver sobre sus pasos para llegar a su habitación cuando volvió a ver a la niña. Estaba, esta vez, frente a la puerta de su cuarto. Adele empezó a caminar hacia ella y fue entonces cuando la niña se dio cuenta de su presencia.
—Hola —dijo Adele con un tono de voz muy suave. Si quería saber que estaba sucediendo debía hablar con esa niña, por lo que evitó que se asustara y saliera huyendo.
—¿Cómo te llamas, bonita? —La pequeña vestía el mismo uniforme que todas las niñas del internado. Camisa blanca, vestido gris, calcetines también grises y zapatos escolares negros. Su cabello castaño claro enmarcaba un rostro muy dulce, pero la mirada de la niña, muy expresiva e inteligente, fue lo que sorprendió a la joven, no era una mirada de miedo, sino de complicidad.
Adele llegó junto a ella y supo que la niña no iba a huir, es más, parecía estar esperándola. Aún seguía sin decir nada, tan sólo la miraba atentamente.
—¿Cuál es tu nombre?
La niña llevó un dedo a su boca y luego negó con la cabeza. Adele comprendió perfectamente lo que la niña trataba de indicarle.
—¿No puedes hablar?
Ella negó con la cabeza, luego señaló un etiqueta bordada en su vestido donde estaba escrito un nombre.
—Laura Coleman —leyó Adele —¿Es tú nombre?
La jovencita asintió, después le entregó el paquete que momentos antes había recibido de la figura encapuchada.
—¿Es para mí?
La niña dijo que sí con la cabeza. Adele se dio cuenta de que la pequeña podía escucharla, no leía sus labios, por lo que supo que no era sordomuda.
—¿Quién era la persona con la que estabas?
La niña se limitó a negar con la cabeza. Luego se despidió de ella diciéndole adiós con la mano y echó a correr por el pasillo hacia las escaleras.
Adele no le impidió que se fuera, sabía que tampoco hubiera podido retenerla, por lo que entró en su habitación y como la noche anterior, optó por echar el cerrojo.
Se había dado cuenta de que su dolor de cabeza se había esfumado por completo, por lo que, con un pelin de curiosidad, también había que reconocerlo, decidió abrir el misterioso paquete.
Estaba compuesto por recortes de periódico, lo que parecía ser un voluminoso diario y un fajo de fotografías.
Adele se interesó primero por las fotografías. Había bastantes, casi una treintena y algunas eran muy antiguas, de principios del siglo veinte; otras eran bastante más recientes y en varias de ellas reconoció a la esposa del doctor Hill. Supo que era ella por haber visto su foto cuando buscaba información de su jefe, sólo que en las fotografías que ahora tenía en su poder, Johanna Hill era muy joven.
¿Por qué le había entregado esa niña, Laura Coleman, el paquete a ella? ¿Quién estaba interesado en que lo tuviera? Y, ¿de qué podía servirle a ella esas fotografías y recortes?
Eran demasiadas preguntas para contestarlas a esas horas de la noche, eso si alguien era capaz de contestarlas.
Había algo oscuro en aquel lugar, algo que trataba de salir a la luz y parecía que alguien la había elegido a ella para que lo descubriera.
Muertes sospechosas, suicidios o accidentes. Todo parecía indicar que un oscuro secreto permanecía oculto en el viejo psiquiátrico de Blackgables Mansion. Un misterio que se remontaba a los primeros años de mil novecientos cuando ocurrió la primera de las muertes según acababa de leer en uno de los recortes de prensa.
«23 de enero de 1905.
Misteriosa desaparición y posterior muerte de una joven de veintitrés años en Blackgables Mansion.
La citada profesora Mary Anne Hamilton que impartía sus clases a una docena de niñas huérfanas en el sanatorio Blackgables Mansion apareció muerta en su habitación.
Fuentes policiales declararon que la joven docente se suicidó sobre las diez de la noche ingiriendo algún tipo de veneno. Según estas mismas fuentes, la investigación que en estos momentos se está llevando a cabo, revelará más datos sobre su muerte una vez que se lleve a término la autopsia de la joven».
¿Blackgables Mansion? Adele estaba extrañada de que por aquel entonces el psiquiátrico se llamara igual que en la actualidad. Cogió otro recorte de prensa y siguió leyendo:
«1 de mayo de 1913.
Arthur Hill ha declarado hoy en el juzgado sobre el extraño accidente que causó la muerte de dos niñas y una profesora en los terrenos del sanatorio Blackgables Mansion.
El accidente tuvo lugar hace tres días cuando las tres víctimas se precipitaron en un antiguo pozo que siempre permanecía cerrado, según nos ha declarado el personal del centro.
La profesora: Margaret Swan de veinticinco años de edad y dos de sus alumnas, Roberta Grower, Becky como la conocían todos en el internado, de trece años y Sally Brubaker de tan sólo seis años de edad, fallecieron al instante a causa de diversos traumatismos.
Se sospecha que alguien pudo, intencionadamente, dejar abierta la pesada tapa que cubría el clausurado pozo, ya que a las víctimas les hubiera resultado casi imposible abrirlo.
La policía investiga en estos momentos las...»
La policía tampoco averiguó nada en ese caso, se dijo Adele. Más de cincuenta misteriosos accidentes o suicidios a lo largo del tiempo. Era una cifra a tener en cuenta, aunque hubiera pasado un siglo desde el primero de ellos, eran demasiados. Eso era lo que le había comentado Carmen. Ahora ella tenía allí mismo toda la documentación.
Pero lo más misterioso de todo era saber quién quería que ella estuviese al tanto de lo ocurrido.
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