Las fotografías
Laura ya la esperaba cuando llegó Adele. La niña estaba tan oculta en las sombras que le costó trabajo encontrarla. Si quería dedicarse de mayor a desvalijar casas, pensó la joven, lo tendría fácil.
—¿Recuerdas todo lo que te dije? —Le preguntó y la niña asintió con la cabeza —. Ten cuidado.
Laura sonrió y una vez que Adele le abrió la puerta del dormitorio, que por suerte no estaba cerrada con llave, la pequeña se coló dentro.
La joven estuvo esperando durante cinco minutos. Un tiempo que se le hizo eterno y angustioso. Le parecía estar abusando de la niña, poniéndola en peligro y eso la hizo sentirse muy mal.
Cuando Laura salió con un manojo de llaves en su mano, Adele suspiró tranquila.
—Ahora vete a dormir —le dijo besándola en la frente —, y gracias.
Laura tan solo le sonrió. Un segundo después ya no estaba.
—¡Caray con la niña! —se dijo —. Es como un fantasma.
Ahora le tocaba a ella. Tenía las llaves del despacho de Warren Hill. Solo debía encontrar el lugar en el que había escondido las fotografías. Unas fotografías que ahora le interesaban mucho más que antes, al saber que el retrato de su abuela estaba entre ellas.
Adele llegó frente al despacho del Warren Hill y probó con varias llaves en la cerradura hasta que una de ellas desbloqueó la puerta permitiéndole entrar.
¿Dónde habría guardado Warren las fotos?
El despacho ambientado en el arte oriental tenía muchos lugares y cajones en los que podían guardarse un fajo de fotografías.
Adele probó en todos los cajones, abriendo algunos que estaban cerrados con las llaves que tenía en su poder, pero no encontró nada en ellos.
Recordó que Warren había dicho de las fotos que las tenía bien escondidas y que nadie las encontraría. En aquella habitación no había cajas fuertes ni cajones ocultos, todo estaba a la vista. ¿Dónde las habría escondido?
La única forma de hacer desaparecer algo sin ocultarlo era... colocándolo entre otros objetos idénticos a ellos.
Adele vio dos álbumes de fotos en una de las estanterías. No, pensó, no podía ser tan sencillo.
Recordó una frase que había escuchado en alguna ocasión: Si quieres esconder algo déjalo a la vista de todo el mundo. Nadie se percatará de ello.
Allí estaban. Entre otras docenas de fotografías y colocadas en un sobre.
Adele cogió el sobre y se cercioró de dejar todo tal y como estaba. Luego salió del despacho y cerró la puerta con llave.
Había pensado en todo. Quizás la mente criminal de su abuelo le permitía pensar como un delincuente, porque, después de dejar atrás el despacho se encaminó hacia la cocina y allí, en un rincón dejó tiradas las llaves de Gretchen Hayes. Conocía la ruta que todas las noches seguía la anciana cuando revisaba que todo estuviera apagado y todas las puertas cerradas y sabía que el último lugar que visitaba era la cocina donde tomaba un vaso de agua antes de acostarse. Cuando encontraran las llaves al día siguiente, la señora Hayes pensaría, sin duda que se le habían caído allí y no sospecharía que durante un corto periodo de tiempo estuvieron en posesión de otra persona. Sí, se dijo, quizá sí que tenía una mente criminal.
Volvió a su habitación sin que nadie la viese y cerró con llave por dentro.
Adele se sentó en la cama y abrió el sobre que contenía las fotografías. Las repasó concienzudamente esa vez sin saltarse ninguna y... Allí estaba. El retrato de su abuela, tal y como ella la recordaba.
Había sido una mujer de fuerte carácter y muy luchadora. Todo el mundo tenía claro que había salido a ella. Incluso su pelo rubio oscuro y sus ojos eran similares a los de su abuela. En aquellas fotos debería tener aproximadamente la misma edad que Adele tenía en ese momento, unos veinticinco años, solo que su abuela parecía mayor. La vida no había sido fácil para ella. Nació con todo tipo de lujos y pasó su infancia en aquella misma casa, pero luego el destino cambió y tuvo que trabajar muy duro para sacar adelante a su familia. Su marido había muerto un año después de casarse. Una enfermedad pulmonar le debilitó y al final acabó con su vida. Ella, sola y con un niño pequeño, el padre de Adele, sin más recursos que su propio esfuerzo, logró encauzar su vida y nunca se rindió.
Era un orgullo parecerse a su abuela, pensó Adele. Ella tampoco se iba a rendir. Hubiera sido elegida por alguien o por algo, no pensaba rendirse hasta haber resuelto aquel misterio.
Siguió repasando las fotos y al llegar a una de ellas no pudo más que sobresaltarse.
La figura de un hombre, moreno, apuesto, algo rudo en su carácter y muy bien vestido, con un lujoso gabán oscuro y sombrero de copa, la miraba con ojos iracundos desde la fotografía.
Ese era su abuelo. Un despiadado asesino que se hacía pasar por un educado caballero ingles. Un monstruo escondido tras una máscara de bondad y amor a los niños: Morris Jenkins Blackgables.
—He venido a detenerte, abuelo —dijo, Adele con un susurro.
Se escuchó un golpe lejano y una de las ramas de un árbol cercano a la ventana, arañó el cristal. Al mismo tiempo la luz se fue durante un segundo.
Su abuelo había escuchado su desafío y se lo hacía saber.
—¿Cuántos seres inocentes has matado? ¿Cuántas personas han sufrido por tu causa? Ha llegado el momento de que pagues por tus pecados, abuelo. Yo, tu nieta, te castigaré.
Se sintió muy bien después expresar sus intenciones y además se sintió muy fuerte.
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