La cena.
La cena transcurrió sin sobresaltos. Haley Leigthon no volvió a dirigirle la palabra a Adele e incluso hizo todo lo posible por evitar mirarla. La joven, que se había sentado junto a Isaiah le interrogó en un momento dado sobre ella.
—La señorita Leigthon es la mano derecha del señor. Es una mujer muy inteligente y...
—Creo que me odia —le interrumpió, Adele.
—Es muy posible que sí, Adele, pero ¿qué puede importarle a usted eso?
—Esa, Isaiah, es una buenísima pregunta. En realidad no me importa si me odia o deja de hacerlo, solo trataba de averiguar la causa.
—¿La causa? La tiene usted delante, Adele. No me diga que no se ha dado cuenta...
—No sé a qué se refiere —la joven estaba confundida.
—Me refiero a usted. Joven, atractiva, con un futuro prometedor por delante y que además atrae la atención del señor. ¿Aún no lo adivina?
—¿Me está diciendo que está celosa de mí?
—Es obvio ¿no? —La sonrisa de Isaiah dejó al descubierto unos dientes de blancura perfecta.
Ahora todo encaja, pensó, Adele. Haley Leigthon estaba enamorada de su jefe y veía en ella a una competidora.
Suspiró de alivio, había llegado a pensar que su animadversión hacía ella tenía algo que ver con su trabajo, quizás celos profesionales o algo parecido, pero ahora podría arreglar las cosas con mucha mayor facilidad.
—¿No se ha planteado nunca trabajar como psicólogo, Isaiah?—le dijo Adele con una sonrisa.
—No, quizás como detective, pero, ¿loquero? Nunca se me ha pasado por la imaginación.
Rieron los dos al unísono, bajo la atenta mirada de los demás comensales.
—Veo que se divierte, señorita Jenkins —Dijo Warren Hill.
—Sí, Isaiah me estaba contando una anécdota muy graciosa.
—Isaiah es nuestro as en la manga —comentó él —, y además un fiel amigo. Le conozco desde que no levantaba un palmo...
—En realidad ninguno de los dos levantaba un palmo —replicó, Isaiah —. Debíamos tener cinco o seis años.
—Seis, teníamos seis años.
—Fue cuando usted me salvó la vida, señor Hill. Desde entonces le juré lealtad eterna.
—Tú hubieras hecho lo mismo, amigo mío, de ser yo quien hubiera caído en aquella acequia y te he dicho mil veces que me llames Warren. Los amigos deben tutearse.
—Y yo le he contestado mil veces también que un trabajador debe tener respeto por su patrón, a pesar de la amistad que los une.
—Es enternecedor —dijo Haley que ya iba por su tercera copa de vino.
—La verdadera amistad es algo muy difícil de encontrar —dijo el doctor Hill —, por eso yo estoy orgulloso de haberlo logrado.
—¿Y qué me dicen de la falsa lealtad? —Inquirió, Haley mientras miraba a los ojos a Adele —. Esa que permanece oculta, agazapada en las buenas formas, pero dispuesta a envenenar todo cuanto hay a su alrededor ¿Creen que podrían reconocerla?... Yo estoy segura de que sí.
La doctora volvió a coger su copa de vino, pero Warren se lo impidió con un gesto.
—Haley, creo que ya has bebido suficiente por esta noche.
Ella dio un brusco manotazo y el vaso de vino se derramó por la mesa.
—Lo siento —dijo mientras se levantaba tambaleándose —, creo que subiré a acostarme, la cena me ha sentado mal.
Warren también se levantó, pero fue Adele la que se le adelantó.
—Yo la acompañaré a su habitación —se ofreció.
—¿Tú...? —Balbuceó Haley.
Adele no la dejó hablar. La tomó del brazo y la condujo fuera del salón. Una vez a solas, Haley intento soltarse pero la joven no se lo permitió.
—Creo que usted y yo tenemos que aclarar un par de cosas, doctora Leigthon —dijo Adele con autoridad.
—No creo que tengamos nada de que hablar.
—Pues yo sí. Estoy cansada de sus indirectas, si tiene algo que decirme, ahora es el momento —Haley la miró a los ojos desconcertada. La había imaginado una mosquita muerta y había resultado ser mucho más fuerte de lo que esperaba.
—Yo...Conozco la clase de persona que es...Warren solo tiene ojos para usted y...
—Esta usted muy equivocada conmigo, lo único que me interesa del señor Hill, son sus firmas en los cheques a final de mes. He venido a hacer un trabajo y cuando termine, me marcharé de aquí. Mientras tanto me gustaría que pudiéramos llevarnos bien y si eso no es posible, por lo menos ignóreme y déjeme cumplir con mis obligaciones, ¿me ha entendido, señorita Leigthon?
Adele creía haber sido un poco dura con ella, pero la mayoría de las veces era mejor coger el toro por los cuernos.
Los ojos de Haley se pusieron en blanco y ella se llevó las manos al estómago.
—¡Creo...que voy a vo...vomitar?
Adele la ayudó a entrar en el cuarto de baño más cercano. Era un alivio que la casa contara con tantos.
Cuando salió del baño, Haley se encontraba mejor y algo más pálida de lo normal. Adele volvió a tomarla del brazo y la acompañó hasta su cuarto, luego la ayudó a desvestirse y la acostó en la cama.
—Lo siento —dijo Haley —, creo que me he equivocado con usted...
—Rectificar es de sabios —le contestó Adele.
—Lleva razón...
—¿Sabe el doctor Hill que está usted enamorada de él? —Quiso saber Adele.
—Nunca se lo he dicho...soy muy cobarde. No podría...Su mujer murió, ¿lo sabía? No fue un accidente como se empeña en contarle a todo el mundo, se suicidó.
—¿Suicidio?
—Sí, se ahorcó de una de las vigas del techo del salón de música. Esa habitación lleva cerrada años, nadie ha vuelto a entrar allí desde aquello. Le habían diagnosticado esquizofrenia y... después fue su propia hija la que enfermó.
—No sabía nada de ello —confesó, Adele.
—Yo sé que necesita alguien a su lado, pero él no deja acercarse a nadie.
—No se dé por vencida. Usted le ama y él acabará dándose cuenta de ello.
—Me avergüenzo de haber pensado mal de usted —dijo Haley.
—Puedes llamarme Adele...
—Pues, gracias, Adele. No sabes el peso que me has quitado de encima.
—Es mejor que ahora descanses...
—Lo haré...y gracias de nuevo.
Adele apagó la luz y salió de la habitación cerrando la puerta tras ella.
No sabía que aquella había sido la última vez que la vería con vida.
La joven volvió al salón y todos se levantaron al verla entrar.
—Se encuentra mejor. La he dejado acostada —les dijo.
—Lamento su comportamiento —se disculpó Warren —, ella no es así en absoluto. He notado desde el principio cierta animadversión hacía usted...
—No se preocupe, he hablado con ella y ya está todo aclarado.
—No sabe cuanto me alegro. Por favor, siéntese, aún no ha acabado de cenar.
—Sí me disculpan, creo que también yo subiré a mi cuarto. Ha sido un día muy largo y estoy algo cansada.
—Como deseé —dijo Warren —. Mañana comenzará con la terapia de mi hija y creo que necesitará de todas sus fuerzas, señorita Jenkins. Le aseguro que puede llegar a ser agotador. Descanse todo lo que pueda.
—Muchas gracias, señor Hill. Créame si le digo que estoy deseando comenzar.
Adele se despidió de todos y subió a su habitación.
Al llegar a la escalera se encontró con un numeroso grupo de niñas que en fila y educadamente subían a sus habitaciones en la segunda planta. La cuidadora, una joven que apenas contaba con veinte años, se encargaba de mantener el orden.
Evelyn White, la recién llegada se encontraba entre ellas, al ver a Adele, la saludó con la mano.
—¿Qué tal te ha ido en tu primer día? —Le preguntó a la niña.
—Muy bien, señorita. Ya tengo dos amigas, dormiremos juntas en el mismo cuarto. Este lugar me gusta, es...no sé, diferente.
—Me alegro por ello —dijo la joven.
—Ahora tengo que irme.
—Que descanses, Evelyn.
Adele subió a la tercera planta y tomó el largo pasillo que llevaba a su cuarto. El eco de sus pasos resonó en las vacías paredes. Entró y sin saber por qué, echó el cerrojo por dentro. No encontró una excusa, pero aquella inmensa casa le alteraba los nervios. Quizás se trataba, se dijo, la alusión al suicidio de la mujer del doctor Hill, que Haley le refirió. No es que fuera una persona pusilánime, ni fantasiosa, ni tampoco creía en fantasmas como la buena tradición británica casi demandaba. No, era una sensación distinta, algo intangible, algo que nunca experimentó antes.
—Miedo —dijo en voz alta al darse cuenta de cual era su reacción—. Es miedo.
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