3

La casa está demasiado silenciosa. Esto fue lo primero que pasó por la imaginación de Adele al recorrer furtivamente el pasillo por el que había venido para llegar a las escaleras.

Según le había contado Isaiah cuando venían hacia la mansión, aparte del personal que pudiera vivir allí, también había veinte niñas internas. Veinte escandalosas, revoltosas y vitales criaturas que deberían crear un pequeño caos con sus gritos, risas, y llantos. Pero allí no se escuchaba nada. Nada de nada.
Eso fue lo primero que le extraño, aunque supuso que tendría una lógica explicación. A esas horas las niñas podrían estar estudiando, por lo que poco ruido podrían hacer. O quizás estaban en sus habitaciones y estas se encontraban en otra planta de aquella inmensa casa. Estas podían ser las razones u otras cualquiera, por lo que su mente acepto sus explicaciones y ya no se preocupó más, continuando con su exploración.
En vez de bajar las escaleras, donde, presumíblemente podría volver a encontrarse con la simpática señora Hayes o con aquella otra mujer que la había diseccionado con su mirada, optó por subir. Es más, las cocinas tanto podían estar en la planta baja como en cualquiera de las demás, y al tener dos cocinas lo más seguro era que no estuvieran juntas, sino en distintas zonas de la casa.
Su mente funcionaba a toda velocidad y sentía ese pequeño placer que suele embargarnos cuando sabemos que hacemos algo que está mal y esperamos que no nos pillen. Cómo cuando de pequeña se te ocurría bajar por la noche a saquear la nevera o escribir en tu diario que habías conocido al chico de tu vida aún sabiendo que tu madre, no por curiosidad, sino por intentar conocerte algo mejor, podía leerlo en cualquier momento y a pesar de ello lo seguías escribiendo. Esa sensación de peligro inminente que eriza los pelos de la nuca y acelera el pulso. Eso mismo sentía Adele en aquel momento.
No estaba haciendo algo prohibido y tampoco la dijeron que no saliera de su cuarto, pero a pesar de ello, sentía que no estaba bien lo que hacía.
De todas formas, Adele siguió subiendo la escalera de mármol, hasta llegar al rellano de la tercera planta. Allí el pasillo se bifurcaba en dos direcciones opuestas y parecía rodear toda la casa para volver a ese mismo punto y por lo que le pareció ver, allí tan solo había habitaciones. Muchas habitaciones.
Una escalera mucho más estrecha comunicaba esa planta con el ático, era de madera, pero sus escalones presentaban una mayor inclinación que en las otras. Tan sólo tenía diez peldaños y Adele los subió aceleradamente para evitar que la vieran.
El ático estaba formado por varías habitaciones y la oscuridad era casi total. Tan sólo la luz que entraba por el hueco de la escalera daba algo de claridad, pero el resto permanecía en penumbra.
Nadie debe vivir en esta parte de la casa, se dijo la joven mientras buscaba el interruptor de lo luz. Cuando lo hubo encontrado, lo pulsó y nada ocurrió. Adele se fijó en las lámparas de las paredes y pudo comprobar, extrañada, que ninguna tenía bombillas.
Un ruido llamó la atención de la joven psiquiatra, había sonado relativamente cerca, en alguna de esas habitaciones que se esfumaban en la oscuridad. Hubiera jurado que lo qué escuchó era la voz de alguien, pero, ¿quién podría haber allí, en la más completa oscuridad?
Los misterios y los secretos eran algo que siempre habían atraído a Adele, desde niña. Siempre le interesaron los acertijos, las adivinanzas y los rompecabezas y ahora, aquella voz en la oscuridad le tentaba a indagar más sobre ella.
Caminó por el pasillo apoyando una mano en la pared más cercana y se fue aproximando a donde le pareció haber escuchado la voz. Al acercarse a uno de los cuartos comprobó que había una ligera claridad. Era la luz de unas velas.
—¿Quién es usted? —oyó que alguien le preguntaba desde las sombras. Tenía un timbre de voz muy joven.
—Me llamo Adele y...
—¿Adele Jenkins? ¿La nueva doctora?
—Sí —contestó la joven —¿Me conoces?
—He oído hablar de usted. Creo que está aquí por mí.
—¿Eres Rosemary Hill?
—Sí —la joven surgió de las sombras y se acercó a una de las velas. Tendría dieciséis o diecisiete años, su melena rubia destellaba con el brillo de las velas y sus ojos, grandes y expresivos la miraban con curiosidad.
—Se está preguntando el porqué de la ausencia de luz, ¿verdad?
Adele asintió.
—Tengo fotofobia. No soporto la luz brillante. Me hace mucho daño.
—Comprendo —contestó la joven —. ¿Cuánto hace que no sales de aquí?
—Mucho tiempo. Años, creo. Estoy muy enferma.
—¿Te habrán visto otros médicos?
—Sí, muchos. Ninguno puede curarme, me moriré muy pronto, nadie puede hacer nada por mí.
—¿Por qué crees eso?
—¡Estoy loca! ¿No se lo han dicho?
—Me dijeron que estabas enferma, no loca. ¿Qué te hace suponer que estás loca?
—¿Usted que cree? Oigo voces, veo cosas que los demás no ven, todo me da miedo. ¿Sabe? No soporto la oscuridad, me aterra y sin embargo tengo que vivir en ella. Todo el mundo dice que estoy loca.
—¿Tu padre también? ¿Te lo ha dicho alguna vez?
Rosemary dudó.
—No, nunca me lo ha dicho, pero estoy segura de que también lo cree. Él es psicólogo, uno de los mejores y no ha podido curarme.
—¿Entonces no crees que yo pueda ayudarte?
—¿Usted? No lo sé, no la conozco. ¿A curado a muchas personas?
Adele sonrió. Sabía que tenía que ser sincera, era la mejor forma de abordarla.
—No, en realidad tu vas a ser la primera a la que cure.
Rosemary no esperaba esa respuesta tan contundente. Una sonrisa iluminó su rostro.
—¿Me dejarás ayudarte, Rosemary?
—Sí, Adele. Creo que sí.

•••

La cena fue a las siete y media y afuera ya había oscurecido. La noche había llegado de repente, casi sin molestarse en avisar, alargando las sombras y atenuando la brillante luz del sol.
Adele bajó al salón acompañada de la señora Hayes que subió a avisarle. Se había cambiado de ropa, eligiendo un sencillo traje de sastre muy formal, de color gris oscuro y lucía en el cuello una delicada gargantilla de oro, herencia de su madre.
Al entrar al salón vio a su anfitrión que hablaba con la mujer que había conocido en la entrada aquella mañana y que la estuvo observando con bastante falta de educación. Tendría unos treinta y cinco años, llevaba el cabello moreno recogido en una simple coleta y su rostro, de ojos penetrantes y nariz afilada le recordó vagamente al de una lechuza. El rictus de su boca también acentuaba esa impresión, unos labios finos y tan afilados como el pico de esta ave, dispuestos para desgarrar.
Junto a ellos, se encontraba Isaiah y otras dos jóvenes que hasta ahora no había visto.
Al verla, el señor Hill susurro algo a la mujer, como si compartieran algún tipo de secreto y después la llamó.
—Adele, déjeme presentarle a la doctora Haley Leigthon. La doctora es mi ayudante personal, entre ella y yo nos encargamos del cuidado de las niñas que residen aquí y de otros enfermos.
—Es un placer conocerla —dijo Adele.
—Me ha comentado, Warren, que este será su primer trabajo —Haley la miraba con un desdén muy mal disimulado.
—Sí, y espero que no sea el último —le contestó, Adele sonriendo.
—Eso nunca se sabe.
—No, lleva razón, una de mis máximas es que nunca se puede estar seguro de nada...ni de nadie.
—Bueno —terció el dueño de la casa —. Adele está aquí como invitada mía y creo que su trabajo resultará muy beneficioso para Rosemary.
—Por cierto —dijo Adele —,  la conocí esta tarde. Es una jovencita encantadora y muy inteligente.
Haley buscó con la mirada a la señora Hayes y esta se encogió de hombros.
—¿La conoció? —Preguntó Warren Hill, bastante sorprendido.
—Sí, fue de casualidad, andaba perdida y de pronto me encontré con ella en sus habitaciones. Tuvimos una pequeña charla las dos.
—Me alegro por ello —reconoció el doctor Hill —.  Cuéntenos su primera impresión sobre ella.
Adele carraspeo un poco incomoda. Sentía la mirada de la doctora Haley Leigthon clavada en ella. Destilaba antipatía.
—Bueno, creo que es muy pronto para valorar...
—No, no me refería a eso —puntualizó Warren —. Me gustaría saber que impresión le causó.
—¡Ah!, bueno, pues como ya le he dicho, es una joven muy inteligente, pero creo que tiene un concepto equivocado de lo que su enfermedad es en realidad.
—¿A qué se refiere?
—Me dijo que todo el mundo pensaba que estaba loca y advertí mucha negatividad en ella. Creo que ella ya lo ha asumido también y no cree posible una recuperación.
—No sabía que pensara así —dijo el doctor Hill, cabizbajo.
—Le expliqué —continuó, Adele —que tenía muchas posibilidades de curarse, pero que lo más importante era que ella pusiera parte de su voluntad en ello. Creo que me entendió...
—¿Qué te decía, Haley? —dijo el dueño de la casa volviéndose a hablar con su ayudante —.  Creo que hemos hecho bien en hacerla venir.
—No deberías albergar tantas esperanzas, Warrem. Ya sabes lo que sucede después... —Haley la miraba con una chispa de odio en sus ojos —Esto no tiene sentido, Warren, tu lo sabes y...
—La esperanza es lo último que debemos perder, señorita Haley —le dijo Adele —. Sin ella nada tendría sentido, ¿no cree?
—Yo creo en los hechos, no en las fantasías —replicó la doctora —y los hechos son concluyentes, la terapia a veces no da resultado...
—¿Me está usted diciendo que no cree posible su recuperación? —Adele no salía de su asombro y menos tratándose de una doctora en psicología.
Haley Leigthon se puso roja de ira, iba a contestar cuando el dueño de la casa la interrumpió.
—La doctora Leigthon tan sólo está defraudada por los resultados de sus antecesores. Ninguno de ellos y han sido bastantes, consiguió acercarse a una solución. Tampoco Rosemary les dio ninguna oportunidad. Mi hija, señorita Jenkins, puede llegar a ser muy testaruda, incluso violenta a veces. Por eso me ha extrañado tanto que sin conocerla, mantuviera con usted una simple conversación.
—A mí en absoluto me ha parecido como usted la describe —reconoció, Adele.
—Es por eso por lo que estoy convencido de que esta vez podría resultar. Le estoy muy agradecido por devolverme las esperanzas y creo que lleva usted razón. La esperanza nunca debe abandonar nuestros corazones.
La doctora Haley miró a la joven con rencor y Adele supo que había hecho su segundo enemigo en aquella casa.

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