2
Era una edificación formidable. Adele había visto muchas veces casas de este estilo por la televisión, pero nada tenían que ver que la absoluta grandeza que poseían al natural.
—Tiene treinta y dos habitaciones —Isaiah actuó de cicerone describiendo las maravillas de la mansión —, diez cuartos de baño, cuatro plantas más el ático, dos cocinas y tres almacenes, aparte de una magnífica bodega, cochera, piscina en la parte posterior y un grandioso jardín que yo me dedico a cuidar. Todas las habitaciones disponen de chimeneas, más de cuarenta en total y el salón es magnífico. El señor Hill, mantuvo la casa intacta, adecuándola a las necesidades del siglo veintiuno, por lo que dispondrá de luz eléctrica, agua corriente e incluso wifi en toda la casa.
—Parece que está usted muy orgulloso de ella.
—La considero mi hogar. El señor Hill me concedió el privilegio de trabajar con él. Es una buena persona, señorita. Es una pena lo de su hija...me refiero a la señorita Rosemary. Es un injusto castigo para una persona como él.
Adele le miró pensativa. Era algo extraño en un empleado la casi adoración que había advertido en Isaiah por su patrón.
—¿Hay piscina? —dijo Evelyn que había estado siguiendo la conversación atentamente.
—¡Claro! —Contestó Isaiah sonriendo como él solía hacerlo —. Además es climatizada, podrás bañarte con las otras niñas cuando quieras.
Ya que la niña se había abierto un poco, Adele aprovechó para conocer algo más de ella.
—¿Vivías en Londres con tus padres, Evelyn? —Le preguntó.
—Sí —contestó —. Ellos murieron. Después viví en un orfanato con otras niñas.
—Y ahora vas a hacer nuevas amigas. ¿Estás contenta?
—No lo sé. Es el tercer lugar al que me envían. Parece que nadie quiere quedarse conmigo.
—¡No digas eso! —Protestó, Adele —Eres una niña muy bonita y muy lista, sé que encontrarás una familia que te quiera.
—Estoy enferma, señora. Dicen que tengo algo malo en la cabeza. Nadie va a querer quedarse conmigo.
Adele se preguntó cuál podría ser su enfermedad. A simple vista parecía muy normal.
—¿Que enfermedad te dijeron los médicos que padecías?
—Esquizonoseque...dijeron que todavía era muy leve, pero con el tiempo iría a más y acabaría loca.
—No debes pensar eso. La esquizofrenia puede tratarse, hay medicamentos que alivian sus síntomas y podrás llevar una vida normal.
Evelyn la miró con gratitud, aunque no parecía muy convencida de sus palabras.
Mientras tanto el automóvil había atravesado la zona ajardinada y la mole del edificio se mostraba majestuosa ante ellos.
La mansión, con sus tejados de pizarra negra, de ahí su nombre, sus esbeltas chimeneas, sus paredes de un desvaído color amarillento, sus balcones enrejados de hierro forjado y su elegante porche, ocupaba ahora toda su panorámica.
—Es como la casa de un cuento de hadas —murmuró, Adele.
—O de fantasmas —dijo la niña.
—Todas las casas victorianas que se precien deben tener un fantasma —dijo Isaiah, burlón —. Es algo que les da pedigrí.
—¿Hay fantasmas aquí? —Preguntó la niña con la mirada desorbitada.
—No, claro que no —contestó, Adele —. Los fantasmas son sólo cuentos para asustar a la gente. No existen, Evelyn, puedes estar tranquila.
Isaiah la había mirado de una forma extraña a través del espejo retrovisor al escucharla hablar.
Llegaron frente a la puerta de entrada y el chófer detuvo el coche. Dos personas esperaban en la puerta. Seguramente les habían visto llegar desde lejos.
Isaiah abrió la puerta del vehículo y les ayudó a salir.
—No se preocupen por el equipaje. Yo lo subiré a sus habitaciones.
La primera persona que se acercó junto a ellas era una mujer mayor. Debía rondar los setenta años. Algo gruesa y de cabello canoso teñido de un rosa muy leve.
—Soy Gretchen Hayes. Ama de llaves de Blackgables Mansion y también cuidadora de las niñas —dijo la mujer, presentándose. El rictus de su rostro indicaba claramente que al contrario que Isaiah, la señora Hayes no era muy dada a reír.
—Encantada de conocerla, soy Adele Jenkins y..
—Sabemos todo sobre usted, señorita Jenkins. El señor la está esperando, si hace el favor de pasar.
La invitación, un tanto seca, sorprendió a Adele. La otra mujer ni siquiera se había presentado, la miraba fijamente como si la estudiara con la vista.
¡Vaya recibimiento! Pensó la joven.
Entró en la casa, precediendo al ama de llaves que se había adelantado. El hall de la entrada, decorado con unas impresionantes vidrieras art nouveau, la dejó boquiabierta.
Si, Isaiah hubiera estado con ella le hubiera explicado que aquellas vidrieras habían sido traídas desde París, donde habían decorado un palacete de finales del siglo diecinueve, al igual que el resto de los muebles, conseguidos por Warren Hill de distintos lugares, como una de las chimeneas que había pertenecido a la casa que vio nacer al célebre escritor Baudelaire en París o una de las lámparas que alumbraba el salón perteneciente al Palacio de Versalles.
La señora Hayes hizo pasar a Adele a un pequeño despacho ambientado como las famosas habitaciones chinas, tan de moda en el siglo diecinueve. Las paredes, enteladas en seda roja y con motivos orientales; dragones parecidos a largas serpientes y pavos reales y los muebles de madera de cerezo, le cautivaron al instante.
En un sillón de oficina, bastante moderno, estaba sentado su anfitrión. Él se levantó al entrar la joven y acudió a recibirla.
—Señorita Jenkins, cuanto me alegro de que por fin esté con nosotros.
Adele le estrechó la mano. Por lo menos su jefe si se alegraba de verla.
—¿Ha tenido buen viaje? —Preguntó Warren Hill con interés.
—Sí. Se hace un poco pesado, pero ha sido muy interesante.
—Creo entender que le gusta nuestro paisaje. ¿no?
—Me gusta mucho el campo, señor Hill. Recuerdos de mi niñez y esas cosas.
—Sé a lo que se refiere. Yo nací en un pequeño puebecito de kansas, en Norteamérica. Era una vida totalmente distinta a la que puede vivirse en las ciudades. Aún la sigo recordando con cariño.
—A eso me refería exactamente —reconoció Adele.
—Estará usted cansada si no me equivoco, así que seguiremos nuestra conversación a la hora de la cena. La señora Hayes le indicará cual es su habitación. Le repito que estoy encantado de que esté aquí.
—Muchas gracias. Yo también estoy gratamente impresionada. Esta casa es magnífica.
—Y eso que aún no a visto nada. En los próximos días seguirá impresionándose con ella, se lo aseguro.
Warren Hill presionó un botón de su escritorio y el ama de claves apareció de inmediato en la puerta.
—Señora Hayes, llevé a la señorita Jenkins a sus habitaciones...y por favor haga pasar a nuestra pequeña invitada, seguro que estará asustada y no me extraña. Esta casa es tan inmensa que a veces puede llegar a asustar un poco. Nos vemos en la cena, señorita Jenkins.
Adele siguió al ama de llaves hasta la tercera planta de la casa, subiendo por unas escaleras de mármol que hubieran sido la envidia de cualquier palacio. Las paredes, decoradas con viejos y oscuros óleos de personas fallecidas mucho tiempo atrás, los pesados cortinajes de raso que colgaban de las ventanas y los techos, decorados con pinturas al fresco y que representaban escenas mitológicas, la dejaron sin habla. Nunca se había imaginado viviendo en un lugar así, aquello era lo más parecido a vivir dentro de un sueño que le había sucedido en toda su vida.
Su habitación, al final de un largo pasillo bastante sombrío, era digna de cualquier princesa. Estaba decorada con un gusto exquisito. La cama con dosel y envuelta en una gasa de muselina dominaba el cuarto, las columnas de madera que sujetaban el pabellón estaban decoradas con hojas de acanto de una delicadeza excepcional y tanto la cabecera como el estribo estaban adornados con motivos florales. Un amplio ventanal con vistas a la parte posterior del edificio dejaba entrar una suave iluminación difusa.
Adele comprobó que desde la ventana podía verse la anteriormente citada piscina. El agua caliente creaba una fina capa de neblina sobre ella a pesar de que la temperatura en el exterior era bastante agradable para estar aún a principios de marzo.
Un pesado armario de roble ocupaba otra de las paredes. Era un armario antiguo, de los llamados de luna y con dos amplios espejos en cada una de sus puertas.
Un escritorio de factura más moderna, una silla de oficina muy parecida a la que había visto en el despacho de Warren Hill y una cómoda de madera de nogal eran los restantes muebles de su habitación.
—Perdóneme, señora Hayes. ¿El servicio queda muy lejos?
Adele había estado aguantándose las ganas de orinar desde que había bajado del tren.
—Está al final del pasillo —dijo la mujer —, no tiene perdida. Aunque dispone de otros nueve más repartidos por toda la casa.
—Gracias. Con uno será más que suficiente —dijo Adele en tono festivo, pero su interlocutora no se inmutó ni lo más mínimo.
—Sí, claro —dijo con sequedad mientras abandonaba la habitación sin ni siquiera despedirse.
Adele también salió del cuarto y se acercó al lavabo. Este estaba donde el ama de llaves le había dicho, al fondo de un largo pasillo lleno de puertas cerradas.
Pensó si alguien dormiría allí o estaría ella sola en toda esa planta. Un escalofrío recorrió su espalda al imaginarse sola en aquella inmensa galería, pero luego sonrió al darse cuenta del primitivo razonamiento de su mente. Aunque estuviera sola, ¿qué podría sucederle?
Nada, se recordó.
El cuarto de baño, minimalista y ultra moderno, desentonaba un poco con el resto de la casa. Pero, como bien sabía, la comodidad siempre estaba por delante de los gustos, por muy barrocos que estos fueran. Habría podido imaginarse unos grifos de oro y una bañera antigua de hierro fundido, sostenida por unas garras de león, pero no, los grifos eran modernos y la bañera había sido transformada en una ducha con hidromasaje. Incluso la luz que iluminaba el cuarto de baño era de bombillas de led y los apliques no hubieran desentonado en un museo de arte moderno.
Además, en su situación lo único que verdaderamente le importaba era que el cuarto de baño estuviera limpio y así era. Incluso el suave olor a perfume que inundaba el ambiente era del todo de su agrado.
Cuando regresó a su habitación después de hacer sus necesidades y tomar una relajante ducha, se concentró en deshacer sus maletas que ahora reposaban junto a su cama.
Sin duda, Isaiah las habría subido mientras ella se encontraba en la ducha.
Colgó sus escasos vestidos, faldas y pantalones en el armario y colocó sus pertenencias en los cajones de la cómoda.
Aun con el albornoz que llevaba puesto y que había tomado prestado del cuarto de baño, se echó en la cama y decidió descansar un rato, no pensaba dormirse, porque sabía que si no le sería imposible hacerlo durante la noche. Tomó un libro que había traído con ella y comenzó a hojearlo, pero el sonido que hacían sus tripas le impedía concentrarse. No había probado bocado desde que desayunó en la cafetería del tren y su estomago le reclamaba atención inmediata.
No sabía exactamente a que hora se cenaba en aquella casa, pero de todas formas aún debía de faltar bastante. No eran mas que las cuatro de la tarde y no se veía con fuerzas para aguantar tanto, por lo que se vistió con una blusa y un pantalón oscuro y decidió explorar.
Siempre le había gustado explorar, desde que era una niña le había apasionado, aunque su madre le dijera en más de una ocasión que quién busca...suele encontrar lo no esperado.
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