Capítulo 13: de vuelta
Howard despertó tumbado en el suelo cubierto de escombros, polvo y con un molesto zumbido martirizándole las sienes. Tosió con fuerza mientras se incorporaba tambaleante. Sobre él, una viga del complejo de telecomunicaciones había logrado detener el derrumbe del techo, pero por todas partes se quemaban los papeles, el mobiliario y los cuerpos de varios espías. Pronto se quedaría sin oxígeno y tenía que pensar una forma rápida de escapar de allí sin llegar a dormirse. Se dio cuenta de que, a su lado, se encontraba Peggy desvanecida en el suelo y cubierta de heridas y sangre por su pecho y cara.
—¡Peggy, Peggy! —llamó a voz en grito Howard acercándose al cuerpo de la mujer y zarandeándola para que despertara—. ¡Peggy, vamos! ¡Vamos!
No había pensado en la posibilidad de que estuviera sosteniendo un cadáver. Pero no quería darse por vencido y dejarla ahí. La alzó en volandas y sin parar de toser se abrió paso por los escombros con ella en sus brazos. Apenas podía ver algo más allá de sus narices y le escocían los ojos como nunca. Tenía que salir al exterior y alejarse del incendio que se propagaba.
Todos habían muerto. El capitán de la armada inglesa, los espías de SHIELD... Todos yacían en el suelo calcinados o aplastados por el derrumbamiento. Logró alcanzar el exterior y dar una larga y profunda bocanada de aire mientras hacía todo lo posible por reanimar a su compañera.
—Vamos, Peggy, ¡no te mueras! —gritó él haciéndole la maniobra cardiorrespiratoria para que pudiera respirar, pero por el momento no estaba teniendo éxito—. ¡Peggy, vamos! ¡No me dejes aquí tirado, vamos!
De pronto la mujer tosió mientras volvía a respirar de manera brusca y sus pulmones se llenaban de aire. Howard lanzó una exclamación de alegría y la rodeó entre sus brazos con fuerza.
—Debimos darnos cuenta... —dijo ella con un ronco hilo de voz debido al humo que había tragado. Intentó continuar con esfuerzo—. Tendríamos que haber tenido más cuidado...
—No hables ahora. Tenemos que salir de aquí cuanto antes. ¿Puedes caminar? —dijo Howard acariciándole la cara con ambas manos para quitarle el polvo y la suciedad de su cara magullada.
—No lo sé, me duele todo —dijo ella con voz temblorosa por el dolor y la impresión que había experimentado—. ¿Montgomery está...?
Howard asintió y ella estuvo a punto de derrumbarse mientras trataba de ponerse en pie con ayuda de su amigo.
—¿Cómo he podido ser tan estúpida...?
—Eh, vamos. No es momento para culpabilizarse. Hay que salir de aquí ya, Peggy —apremió Stark—. Debemos avisar a Churchill.
—No podemos. ¿Y si él también es Hydra? Ahora no podemos fiarnos de nadie cuando el líder de nuestra organización es un traidor encubierto.
De pronto, el rostro del hombre palideció.
—Sé a dónde se dirige. —Tomó a Peggy de la mano y ambos corrieron a trompicones hacia uno de los almacenes que había quedado intacto tras el ataque. Allí montaron en una moto con sidecar. Peggy era la que mejor conducía así que tomó los mandos del vehículo. Antes de arrancar se quedó durante un momento sobre el manillar, entre meditabunda y aun mareada por los efectos de la bomba. Howard la observó preocupado—. ¿Puedes conducir?
—Sí, solo dime a dónde tenemos que ir.
—A los muelles. Ike ya debe haber vuelto. Y si lo ha hecho, irá a por él y a por las instalaciones donde está el vibranium restante.
Peggy arrancó la moto y pusieron rumbo al sur de Inglaterra a toda velocidad.
*
Viper se materializó junto con Steve en el solemne interior del Reichstag. El capitán tuvo que apoyarse un momento en uno de los muros para recomponerse.
—Es normal que te marees. Tus moléculas se destruyen para luego volver a recomponerse en las tele transportaciones —explicó la mujer agarrando al hombre ayudándole a incorporarse. Tenía una fuerza increíble para una mujer de su constitución. Su cetro refulgía en la semi penumbra del edificio.
Una vez recobrada la compostura, Steve miró en derredor aun con la armadura activa.
—¿Dónde estamos?
—En Berlín. Dentro del parlamento alemán —dijo Viper atravesando uno de los pasillos grandes y desiertos del edificio—. Sígueme, no hay tiempo que perder. Ya deben de estar todos reunidos.
Steve obedeció y la siguió a través de las galerías hasta llegar a una sala de techo inmenso iluminada por grandes arañas colgantes que alumbraban una gran mesa de reuniones situada en el centro de la estancia. En ella, una multitud de hombres uniformados con la indumentaria nazi se hallaban en sus asientos, algunos tendidos sobre la mesa, otros echados hacia atrás con una mueca de espanto en el rostro. Todos tenían que común que estaban muertos y presentaban secuelas de una muerte violenta. Bañados en sangre, los cadáveres dieron a Steve una macabra y muda bienvenida.
Sin embargo, había dos individuos que aún se encontraban con vida entra la siniestra multitud; la Calavera Roja y un hombrecillo de aspecto alimañoso con una calva incipiente. Se ajustó los quevedos en su nariz porcina y observó al capitán con una ceja arqueada.
—Caballeros, espero no haberles hecho esperar demasiado —se disculpó Viper sin sentirlo en absoluto. Se acercó hacia una majestuosa silla que destacaba entre todas las demás por ser la más grande y la mejor tallada. Sobre ella se encontraba el cadáver de un hombre alto con la boca adornada con un rectilíneo bigote congelada en un rictus de horror. Viper agarró el cuerpo y lo tiró al suelo como si de un simple despojo se tratara. Bajó la vista para contemplarlo un momento con indiferencia y luego se volvió para centrarse en su audiencia—. Al general Schmidt ya lo conoces, Zemo. Te presento al doctor Armin Zola.
—Es un placer conocer al hijo de Heinrich —dijo Zola con un tono siseante y haciendo una breve reverencia.
—Veo que ha hecho una purga excelente —felicitó la mujer dirigiéndose a Schmidt.
—No es mi mejor obra, pero me alegra que sepa apreciarla, Fräulein —contesto el cráneo rojo, displicente.
Steve se inclinó un poco para corresponder el saludo. Después echó un rápido vistazo a aquel lugar de muerte con un asco y compungimiento que trató de disimular, pero Viper se dio cuenta y torció sus finos labios en una sonrisa de desdén.
—¿Incómodo? No tendría por qué. Ha demostrado ser un eficiente asesino.
—Algunos prefieren verlos enterrados, bajo tierra —replicó Schmidt girándose para posar su mirada sardónica sobre el capitán, el cual permanecía silencioso, sin entrar en provocaciones—. Aun así, ¿por qué no se sienta, Zemo?
—Estoy bien aquí, gracias —dijo Steve muy serio.
—Basta de charla superficial, si no les importa —dijo Viper haciendo callar a los dos, poniendo las manos sobre la mesa manchada de sangre reseca tras haber dejado el cetro sobre ella—. Señor Zola; confío en que pueda poner en marcha la operación de sintetización del suero.
—Está ya en proceso. Pronto tendremos a un ejército de supersoldados de Hydra marchando por la tierra sin ningún impedimento —confirmó el doctor—. En cuanto al proyecto Viuda Negra... El éter está encontrando resistencia con el cuerpo del sujeto. Pero con la ayuda del Tesseracto, podremos llevar a cabo la operación con éxito en una sola puesta en marcha.
—¿Por qué encuentra resistencia? La judía es una simple bailarina del Bolshoi. Con las primeras puestas en contacto no parecía reaccionar mal a la exposición del éter —protestó Viper contrariada arrugando la nariz—. Me parece, doctor, que no se está esforzando lo suficiente. La combinación de ambos materiales tiene que ser proporcional. Si no, no se podrá realizar la simbiosis. Si hay algún fallo en el proceso de asimilación del éter.
—Pero creo que podría funcionar...
—¿No me está escuchando? Si la bailarina no le sirve, pruebe con la niña de Auschwitz. No encuentre problemas, busque soluciones —cortó Viper tajante—. Necesito sus conocimientos de matemática para que halle la fórmula que me permita tener al supersoldado perfeccionado.
—Nuestro equipo no está preparado para alterar el tejido de la realidad. Podríamos alcanzar el campo subatómico y desatar un agujero negro que nos engulliría —replicó Zola.
Viper empuñó el cetro y, con un movimiento rápido, apuntó directamente a la cabeza del científico. Se hizo un silencio tenso.
—No me replique si no quiere que lo desintegre aquí mismo —amenazó la mujer. Schmidt observaba la escena entre divertido y atemorizado y Steve permanecía alerta por si las cosas se ponían peor. Por suerte para todos, ella logró tranquilizarse. Se levantó de la silla y llevándose el centro consigo, se dirigió hacia la salida de la estancia, una especie de compuerta de hierro muy pesada que abrió como si estuviera hecha de algodón—. Haga el favor de poner al día a Zemo sobre cuál es su cometido ahora. Yo debo ausentarme durante unas horas.
—Sieg Heil, Fräulein —dijeron los tres a la vez.
*
La oscuridad de la noche lo cubrió todo con su manto tenebroso y Bucky despertó por fin, tosiendo debido al molesto polvo que se había alojado en sus pulmones y se empeñaba en no dejarlo respirar. Mareado, tomó unos segundos para concentrarse en un punto concreto de los escombros y respirar profundamente. Un dolor terrible procedente de su pierna izquierda sepultada bajo una viga, invadió todo su cuerpo.
Intentó ahogar un grito, pero era demasiado punzante. Al haber permanecido tanto tiempo en aquella posición tenía los brazos y piernas entumecidos. No sabía si podría zafarse de aquel trozo de madera que le aprisionaba. Resopló haciendo un gran esfuerzo con los brazos para desplazarlo, pero fue inútil. Si no encontraba otra manera de salir de allí, moriría en ese viejo establo. Le escocían los ojos. ¿Cuánto tiempo llevaba inconsciente? ¿Habría algún superviviente?
Entonces, como un fogonazo la imagen de Steve disparando contra él acudió a su mente y las ganas de echarse a llorar fueron incontrolables.
No era posible, pensó. Steve, el chico menudo de rostro angelical y entrañable. Steve, el hombre del cual se había enamorado desde aquella vez que acudió a su porche desorientado y sin esperanza. El chico al que había besado en Central Park, incapaz de controlarse cuando vio que aún conservaba el envoltorio de aquel caramelo.
Ahora todo resultaba lejano, irreal y doloroso. Sabía que no podía hacerse oír o lo encontrarían, si es que había alguien más ahí fuera, pero no podía evitar sollozar como un crío de cinco años. No era posible, no tenía sentido. Y menos cuando le había contado sus deseos, sus inquietudes y lo que había hecho su padre con él. Iba a ir al Gran Cañón con él. ¿Cómo pudo hacerle algo así?
De pronto, escucho el sonido de unas pasadas fuertes y decididas que se abrían paso por entre los escombros. Alguien se aproximaba. Enmudeció y cerró los ojos intentando permanecer inmóvil como un muerto. Una poderosa voz resonó en la cercanía.
—¡Loki, Loki! —llamó a gritos—. ¡Maldita sea, dónde demonios estás!
Bucky notó que hablaba su idioma con un ligero acento nórdico. ¿Quizá le habría llamado a él? Aunque no había entendido bien, sonaba como su nombre. ¿Y si era un soldado alemán? Estaba perdido si le revelaba su paradero. Sin embargo, ¿qué otras opciones tenían de sobrevivir? Lo llamaría y rezaría entonces para que tuviera piedad de su lamentable estado.
—¡Aquí, aquí! —gritó el sargento con un quejido lastimero.
Rápidamente, los pasos del desconocido se adentraron en los escombros y Bucky pudo ver por fin al dueño de la voz con acento extranjero. No podía creerse la visión que apareció ante él; un hombre barbudo de larga melena rubia recogida con un primitivo peinado, ataviado con una armadura con forma de escamas, una capa del color de la sangre y que además portaba un mazo, le observaba con el ceño fruncido, contrariado. Barnes llegó a la conclusión de que había perdido el juicio. Las sienes le palpitan con fuerza.
—Tú no eres mi hermano. Me has mentido —dijo el hombre con aire de vikingo—. ¿Dónde está tu honor, midgardiano?
Posiblemente sea un soldado alemán que se haya vuelto tan loco como yo, pensó Bucky.
—Escucha, por favor —dijo el americano en un tono conciliador. Tenía la garganta reseca y le costaba vocalizar—. No soy tu hermano, pero necesito que me saques de aquí.
—Has dicho que eras mi hermano. Él ha estado aquí, pero tú no eres él. Lo reconocería incluso con su forma cambiada.
—Pensé que habías dicho mi nombre. Mi apodo es Bucky, ¿comprendes? —explicó Barnes a aquel tiarrón que no parecía tener demasiadas luces. Quizá no entendiera del todo el idioma—. Escucha, por favor. Necesito que me saques de aquí. Luego si quieres te ayudaré a buscar a tu hermano, pero ahora mismo estoy en un aprieto.
—No puedo hacer tratos con humanos que mienten. No sois de fiar.
—¡Y dale con lo de mentir! —exclamó Bucky exasperado—. ¡Que no te he metido! Pensé que habías dicho mi nombre. ¡Eso ha sido lo que ha pasado! ¿Es que naciste con algún tipo de deficiencia o estás sordo?
El hombre, en un arrebato de furia, se agachó y con fuerza, sacó a Bucky de su trampa agarrándolo del cuello de la camisa del uniforme, como si fuera simple papel. A partir de ese momento, todo paso a la velocidad de un fogonazo; el hombre alzó la maza y fue a asestar un golpe sobre la cabeza de Bucky. Sin embargo, este, con las manos libres, colgando, las alzó y para sorpresa de aquel demente, detuvo la maza.
Esta no hizo impacto, el sargento cambió de sentido la trayectoria del golpe como el hombre barbudo estaba firmemente agarrado al mango, salió despedido con ella, directo a estrellarse contra la única pared del estado que aún permanecía en pie, derrumbándola por completo.
Por fortuna, el hombre había soltado a Bucky y este no vio mejor momento que aquel para salir pitando de allí, corriendo como podía con la pierna coja. Detrás de él resonó la rotunda voz de aquel pirado pero el neoyorquino no pensaba detenerse a charlar con él. Tenía que correr y volver a la playa y avisar a los demás de lo que había pasado.
Torció una esquina y se topó con la plaza principal de Caen. La niebla se había disipado y se podía ver los alrededores y el propio pueblo con claridad. Tanto, que no pudo soportar el horror que ante él se había manifestado y se detuvo en seco con el corazón latiéndole en el pecho a punto de estallarle. La pálida luz de un sol medio oculto entre nubes iluminaba la dantesca escena de una masacre.
No sólo estaban los soldados que había asesinado Steve con su traje. También estaba la totalidad de la población de la villa tirada sobre el adoquinado. Hombres, mujeres y niños yacían sin vida, cubiertos de sangre y con un feo rictus de pánico en sus lívidos rostros. Como si antes de morir se hubieran topado con sus peores pesadillas.
Bucky intento reprimir las ganas de vomitar ante la impresión que le sacudió su debilitado cuerpo, en vano. Se apoyo sobre los muros del edificio y allí le flaquearon las piernas. ¿Qué había sucedido allí?
—¡Espera, detente! —dijo una voz tras él. El hombre barbudo le había seguido hasta allí, pero no parecía querer atacarle. En su lugar se detuvo a su lado y contempló con igual horror los restos de aquel magnicidio—. Que Odín nos asista...
—¿Qué ha pasado aquí? —sollozó Bucky, limpiándose la boca reseca y sus ojos enrojecidos por el llanto previo—. ¡Qué coño es esto? ¡Quién ha sido capaz de hacer una cosa así?
—Mi hermano —contestó el hombre desconocido. Le temblaba el labio inferior quien sabía si por miedo o rabia—. Mi hermano Loki ha hecho esto.
*
Viper avanzó por el pasillo desierto y tras unos minutos llegó hasta una celda cuya puerta estaba doblemente blindada. Accionó el Tesseracto y este la abrió sin esfuerzo describiendo una abertura en forma de rombo. Antes de entrar por ella, la siniestra mujer cambió su aspecto y su indumentaria.
Con un chasquido de sus dedos el vestido fue sustituido por un moderno traje verde con detalles dorados y una capa larga y aterciopelada de color esmeralda. Creció en estatura y su pelo se acortó y adquirió una textura grasienta. Fue cubierto al instante por un dorado casco con dos cuernos de carnero que sobresalían de su parte posterior. Su cara se volvió angulosa y su nariz y sus labios finos y crueles se perfilaron. Y sus ojos se volvieron más claros y despiertos.
Aquel desconocido entró en la estancia con el paso solemne de un monarca y se detuvo en medio de la estancia cuya forma circular estaba desprovista de ornamentación. Casi recordaba a una celda de aislamiento. En el centro se hallaba una cama de aspecto austero y en ella, la dormida silueta de una mujer de cabellos dorados, tan largos que se habían caído del colchón y se repartían por el suelo. El extraño los apartó con un mágico movimiento de su mano, hincó una rodilla cerca del borde de la cama y con un suspiro de abatimiento, dijo:
—Sigyn, querida. Estoy de vuelta.
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