Avalancha. Parte III
Mientras giraba en el aire, como una hoja al capricho del viento, Cyan D'rella alcanzó a ver una gran estaca que sobresalía de la montaña de escombros y de inmediato se dio cuenta de que no había nada que pudiera hacer para evitar aterrizar sobre ella.
Era curioso cómo en aquellos casos el tiempo solía estirarse hasta proporciones ridículas; en este caso, no podía llevar más de un par de segundos en el aire, cuando ya había incluso calculado por dónde quedaría empalada, a la altura del abdomen, justo abajo de las costillas, más o menos a la altura del páncreas, quizá unos centímetros más hacia la izquierda y abajo, tal vez por el bazo. En cualquier caso, y ella lo sabía, estaba muerta.
Sin embargo, la enorme bestia no se había detenido, por el contrario: siguió el vuelo de su presa a través del aire y con veloz carrera la alcanzó justo antes de que se impactara contra el tablón, aunque, lejos de usar sus letales cuernos enramados, se limitó a embestirla con un hombro, librándola de una muerte segura.
De nuevo en el aire, Cyan comenzaba a preguntarse qué demonios estaba pasando, justo cuando el impacto contra la piedra de la desdibujada calle le sacó hasta el último vestigio de aire de los pulmones y le arrancó la espada de las manos.
Pero la rubia no era de darse por vencida, ignorando el dolor de un hombro seguramente dislocado alcanzó una estrella nahken de su cinturón y la arrojó a la cara de la criatura con la intención de ganar algo de tiempo y poder alcanzar su ta an-biya. Esfuerzo inútil, con un rápido reflejo, la criatura usó sus cuernos para desviar el proyectil y un milisegundo después ya estaba sobre ella... lengüeteándole la cara.
-¡Oye! ¿¡De qué lado se supone que estás!?-
Detrás de ella, la voz del sujeto sonó, un tanto maltrecha pero todavía familiar, mientras la joven guerrera aprovechaba la tregua para finalmente echarle una buena ojeada a la criatura, a la cual pudo identificar como un datario... el único datario domesticado en el mundo, de hecho, y el cual ahora la ayudaba a pararse.
-¿Qárabas?- la criatura contestó con un amistoso ronroneo, al tiempo que le lamía un par de feos raspones que se había hecho durante la caída -Así que le sigues cuidando las espaldas a este estafador hijo de perra-
-¡Hey! "Hijo de gata", si me haces el favor- protestó el sujeto con una despreocupada sonrisa, al tiempo que se despojaba de la raída capa, descubriendo un rostro de toscas facciones, pero recubierto por un fino vello pardo oscuro, un tanto más claro debajo de la nariz -¿así es como tratas a un viejo amigo?-
Los ojos de color ámbar adoptaron una expresión dolida mientras envainaba la espada y acariciaba el cuello de su amigo Qárabas, quien emitió un ronroneo complacido.
-¡¿Amigo!? ¡¿Después de lo que me hiciste todavía te atreves a llamarte "amigo"?!- reclamó Cyan mientras caminaba, airada, hacia su caballo, el cual se había detenido frente a una montaña de escombros que bloqueaba el camino.
-¡Oh, vamos! No me vas a decir que sigues enojada por lo de...-
Un repentino puñetazo derribó al muchacho de nalgas al piso, mientras Cyan daba media vuelta y retomaba su camino.
-¿Enojada? No. Si siguiera enojada te habría arrancado la cabeza. Ahora aléjate de mí, Vutzu-
El chico estaba a punto de replicar cuando el lejano rumor de rocas que caían en cascada y una oleada de un nauseabundo olor, como si alguien hubiera destapado las cloacas del infierno, hizo que los tres voltearan hacia el lado oeste de la ciudad.
-No hay tiempo para esto- dijo Vutzu mientras olisqueaba el aire y sus ojos intentaban taladrar el pesado manto de oscuridad que los rodeaba -¡Qárabas, adelántate! Cyan, por favor, necesito... necesitamos tu ayuda-
Aquel sonido como de una pequeña avalancha crecía a cada minuto, mientras Qárabas tomaba rumbo al norte y el muchacho jalaba a Cyan por un brazo, tratando de que lo siguiera, al tiempo que la rubia tomaba las riendas de su caballo y se encaminaba hacia donde el medio-oruk le señalaba.
Eran una pareja extraña. Por un lado estaba Vutzu, Ki-taat Vutzu, adolescente, huérfano, ladrón, estafador, tahúr, mentiroso profesional y el único mestizo de oruk y humano que Cyan hubiera visto; por el otro estaba Qárabas, huérfano, noble, confiable, todo serenidad y compostura, leal hasta la muerte y el único datario domesticado (o algo así) del que tuviera noticia.
Con Qárabas y su sensible nariz a la vanguardia, el trío se abrió camino a través de las ruinas humeantes, ojos y oídos alerta ante la menor señal de peligro, las armas en las manos y una plegaria en los labios.
Más rápido, incluso, que la propia Cyan, Vutzu tomó una piedra de una pila de escombros y la lanzó contra una diminuta figura que se aprestaba a huir de ellos.
-¡Miasma! ¡Están más cerca de lo que pensé!-
El veloz proyectil impactó de lleno el blanco, derribándolo, y al inconfundible sonido de roca contra roca le siguió una peste aún mayor que la que les llegaba desde el lado oeste de la ciudad.
-Hay que apresurarnos, eso los va a traer aquí más rápido que moscas a un cadáver- cubriéndose la nariz, Vutzu dio una palmada en una de las ancas de Qárabas y apresuró el paso a través de las ruinas de lo que alguna vez fue, quizá, una hostería.
Dentro, el ambiente era denso, pesado a causa no solo del humo de los incendios, sino de una muy particular peste que embotaba los sentidos y hacía que se les revolviera el estómago casi al punto de tener que vomitar.
Una pequeña sombra se movió de repente intentando ganar la salida, sin embargo, con un veloz movimiento, tan fluido como el cauce de un río, Cyan desenvainó su espada interceptando al fugitivo con un sólido mandoble.
El cerrado espacio se llenó con el sordo sonido del coral-cuarzo golpeando la roca y la inesperada solidez de su objetivo logró sorprender a Cyan al grado que casi le arranca la espada de las manos, mientras la diminuta bestia emitía un olor un tanto más dulzón, justo antes de que Qárabas le asestara una poderosa coz con una de sus pezuñas traseras, arrojándola hacia Vutzu, que la remató en pleno vuelo, golpeándola con un banco de madera.
-Tú no usas armas contundentes, ¿verdad, rubia?-
Cyan negó con la cabeza, la comuna aelf que se había encontrado un par de semanas antes le había dado un nuevo par de ehn-otzabilak (aunque primero tuvo que ganárselos, claro), pero dudaba que aquellos bastones de hueso, por muy duraderos que fueran, sirvieran contra los toritoks.
-Ten, son las mejores contra estas cosas-
Vutzu le extendió una pequeña maza barreteada mientras veía el cadáver en el suelo, el cual dejaba escapar de nueva cuenta aquella peste y, antes de que cualquiera de ellos pudiera hacer algo, dos o tres de aquellas nefastas criaturas se escabulleron por las ventanas y las escaleras que daban al segundo piso del edificio, dejando detrás de ellas un olor acre y penetrante.
-Hay que movernos, es cuestión de minutos para que los toritoks inunden esta zona-
La joven guerrera había oído hablar de ellos, la gran plaga en que el Gran Hechizo había convertido a unas criaturas que antes habían sido no solo inofensivas, sino incluso benéficas para las razas sensibles; transformados en carroñeros y oportunistas, ella nunca había oído que atacaran personas, sin embargo, ahí estaba Vutzu asustado hasta el hueso (a pesar de que lo disimulaba bastante bien) y tratando de conseguir ayuda para alguien que no fuera él mismo.
Salieron por la parte de atrás de la hostería, con el rítmico golpeteo de las botas de cuero y brillantes herrajes de plata que usaba Vutzu guiando el camino a través de montañas de escombros y los esqueletos de lo que alguna vez fueron modestas casa de madera y piedra, hasta que, finalmente, llegaron frente a uno de los pocos edificios que se mantenían en pie y el medio oruk le indicó que entrara.
Pese al incendió que había consumido la ciudad, el cual todavía no se apagaba del todo, dentro de la casa hacía frío y la oscuridad era incluso más profunda que en el exterior sin luna y con la luz de las estrellas bloqueada por la densa capa de humo causada por los incendios; tan densa, que Cyan sentía que podía cortarla con un cuchillo.
Los pasos de la rubia sonaron a tablones que rechinaban bajo su peso y su nariz se llenó con el acre olor del humo mezclado con la dulce esencia del incienso que solía quemarse en las casas de meditación en Thrauumlänt.
Afuera, el resplandor espectral de las brasas que todavía ardían en lo profundo de las montañas de escombros, las sombras de paredes y pilares a medio derribar y las volutas y zarcillos creados por el humo de los incendios distorsionaban el paisaje, creando siluetas fantasmales que se movían y retorcían ante la vista para luego convertirse en algo completamente diferente o, simplemente, desvanecerse sin dejar rastro.
Adentro, Cyan sintió que se había metido en una trampa.
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