La hermandad del cazador. Parte IV

Los bastones volaron en una danza que parecía perfectamente sincronizada, sin embargo, no lo era, eran la extraordinaria velocidad y destreza de las contendientes las que hacían que una feroz pelea pareciera un bien ensayado baile.

Cyan intentó mantener el paso de Ram avanzando, retrocediendo, atacando y defendiendo, devolviendo golpe por golpe, sin embargo, muy pronto se vio peleando a la defensiva, algo que la rubia realmente odiaba.

Pero no tuvo que "odiarlo" durante mucho tiempo más, la veloz aelf amagó un golpe a la cabeza con el ehn-otzabilak en su mano derecha y cuando Cyan levantó su arma izquierda para protegerse, desde ese mismo lado, el bastón izquierdo de Ram la golpeó sin misericordia en el muslo, obligándola a doblarse.

Lo único que la chica pudo hacer fue encogerse esperando el brutal golpe que sabía caería sobre su nuca, dejándola inconsciente, en el mejor de los casos, o muerta, si de verdad se había levantado por el lado equivocado de la cama aquella mañana.

Pero nada ocurrió, como por un milagro, el bastón derecho de Ram se detuvo justo al tocar la dorada cascada de su cabello, que caía en completo desorden sobre la blanca espalda de Cyan, quien, exhausta, se dejó caer sobre la suave hierba del campo que habían elegido para practicar.

Algunos aplausos y enormes sonrisas de aprobación se desprendieron del pequeño grupo de unos 10 aelfs que se habían reunido aquella mañana, la última en este campamento, para practicar un poco de amihrkzeí-lak, el arte del bastón corto, una de las tradicionales artes marciales de los "elfos carmesí".

De hecho, aquella era la principal razón por la que la hermosa guerrera había aceptado la invitación de la comuna para acompañarlos bordeando el lado largo del pantano, en vez de rodear por el lado corto o atravesarlo directamente hacia su antigua aldea.

Durante su cautiverio como gladiatrix en Fälant, la joven había visto a algunos aelfs, quienes habían sido tomados como prisioneros de guerra, utilizar una variedad de armas hechas de hueso en las luchas en el coliseo y en especial la habían fascinado la versatilidad y velocidad de los ehn-otzabilak.

Era sorprendente cómo, utilizando una mezcla secreta de ciertos polvos, hierbas, tierras especiales y algunos líquidos extraños, los aelfs podían darle a los huesos dureza y flexibilidad extraordinarias, suficientes, incluso, para detener el afilado golpe de una zim i-tana.

De hecho, en alguna ocasión vio cómo un solo aelf, utilizando dos de aquellos bastones, un poco más largos que su mano y antebrazo, había derribado a dos orūk armados con lanzas.

Pero la práctica había terminado temprano aquel día, había llegado el momento de levantar el campamento y dirigirse al siguiente poblado.

Los aelfs, no obstante, no necesitaban mucho tiempo para ponerse en marcha, no cargaban pesadas tiendas ni aparejos complicados que tuvieran que desarmar o recoger; cada uno de ellos, incluidos los niños, cargaba justamente lo que necesitaba para la jornada: dos o tres raciones de carne seca, pan y fruta (cuando había) para comer sobre la marcha, dos mantas para acostarse en la noche, sus utensilios de cocina, un plato y una cuchara, algunas mudas de ropa y, los mayores, sus armas personales.

En esta ocasión, sin embargo, llevaban bastante carne, producto de la cacería de unos días atrás, demasiada para llevarla cargando, pero fue entonces cuando Cyan comprendió porqué se habían tomado la molestia de capturar a los bonacons, en vez de matarlos en el mismo campo de caza.

En grandes sacos de piel, los aelfs metieron la carne, las artesanías de hueso e incluso algunos artículos de piel que ellos mismos no necesitaban en aquel momento y los cargaron a lomos de la bestia sobreviviente, que se encargaría de transportarlos de aldea en aldea, donde los elfos los trocarían por pan, frutas, semillas y otras cosas que necesitaran, o quisieran, y cuando la carga se agotara, aquel bonacon correría la misma suerte que su compañero un par de días atrás.

Lo único que restaba era una corta ceremonia, encabezada por el shamán, asistido por el imponente Amóh, en la que el brujo recorrió el gran campo agitando frente a sí un incensario que emitía una dulce fragancia, al tiempo que entonaba un rítmico canto cuyas palabras parecieron quedarse flotando en el aire, incluso después de terminada la ceremonia con la que los aelfs agradecían al Padre Sol, la Madre Lluvia, el Hermano Viento y, sobre todo, a la Sagrada Abuela Tierra, por su generosidad, su paciencia y las bendiciones que habían derramado sobre ellos.

Y eso fue todo, los aelfs no se aferraban a los lugares, a las cosas, ni a los tiempos; para ellos lo único que existía era el momento y lo único que atesoraban era aquella vida tan simple como infinitamente complicada.

-¿Lista Cyan?-

La rubia tenía eso en común con los aelfs, no necesitaba mucho tiempo para ponerse en camino, recogió sus cobijas y guardó el juego de bastones que Ram le había regalado dentro de sus alforjas, las cuales cargó en las ancas del caballo, al que tomó de la rienda para guiarlo a pie, siguiendo el tranquilo paso con el que sus anfitriones recorrían el continente entero.

-En marcha, Ram-

Y así dejaron el enorme llano que había sido el centro de su vida durante poco más de una semana, sin embargo, apenas quedaban señas del paso de la gran comuna por aquel lugar, sólo los restos de la gran fogata en la que habían cocinado y un poco de hierba aplastada, los deshechos habían sido recogidos y enterrados, de modo que aquel lugar recuperaría su belleza natural en unos cuantos días.

En apenas unos minutos, todo aquello quedó atrás, pero ninguno de ellos volvió la mirada, sus ojos estaban enfocados sólo en el camino que tenían por delante, un camino que los llevaba directo a Viform I'tnaijt. Para los aelfs era sólo un pueblo más en su eterno peregrinar, pero para Cyan era al mismo tiempo una despedida, de la gente que la había adoptado como una hermana, y un reencuentro, con todo lo que le habían arrebatado 12 años atrás.


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