Capítulo nueve

Tu madre no permitió que me explayara en mi poco convincente explicación. Quizás se debió a mi titubeo, o a que no apartaba la mirada de ti.Antes de que me dijera que no volviera a aparecerme por su casa te saludé.

—Soy Dorian—Llegué a decirte. Solo eso.

Lo último que vi fue a ti encogiéndote de hombros.

—Yo no sé quien soy.

Me quedé parado en la puerta otros diez largos minutos. Estaba estático, perdido en el limbo en el que me había arrastrado tu mirada parda y brillosa; clavado allí, como si tuviera estacas traspasando mis pies y algún artificio demoníaco en los párpados para que no cerrara los ojos.

Te quise para mí y en esa tarde soleada comprendí que muchos más también te querrían. Sentí celos de todo lo que te rodeaba y me rodeaba; incluida mi sombra.

Cuando volví a casa de Ron comencé con los planes para ese miércoles en el cual te quedarías completamente solo. Iría después de las dos de la tarde, pues no eras precisamente un ser madrugador, y por lo que había visto te levantabas entre enfurruñamientos y rezongos cuando te llamaba tu madre; por cuarta o quinta vez.

Te llevaría flores, ya las había encargado en el pueblo.

La noche anterior a "ese día" Ron me dijo que tenía unos tramites que hacer y que se iría a la ciudad por un par de días. Al mismo tiempo me tendió una carta de mi padre. Antes de abrir la carta pensé en que Ron se iba porque tenía miedo de que yo hiciera alguna locura; y él no quería ser parte. Luego me concentré en la hoja que tenía en mis manos. En pocas palabras mi progenitor me pedía que volviera pronto, decía que entendía que la rutina a veces podía sobrepasarnos, como también el que quisiera un poco de soledad y descanso, que ese era un buen lugar para hallar las dos cosas, que hubiera preferido que lo pusiera al tanto cuando me marché... Como si yo hubiera planeado enamorarme de un alma tierna y solitaria, como si hubiera planificado volver a nacer. Anexada a la suya venía una nota de Julie, mi novia. Eran solo tres palabras.

"Vete al diablo"

Me hizo reír.

Posdata me anunciaba que uno de sus socios, Robert Rickman, iría a encargarse de algunas contratos por la zona. Ventas insignificantes pero que sumaban a fin de mes; que pasaría a ver si necesitaba algo.

Si Robert hubiera sabido lo que sé ahora, no habría venta ni contrato que lo hiciera poner allí un solo pie.
Esa noche dormí como nunca, no eran las ocho todavía cuando me levanté en ese miércoles que lo cambiaría todo en mi vida, en tu vida, y en... tantas otras.

Conduje hasta el pueblo para retirar mi pedido. El ramo era más grande de lo que había imaginado, y mucho más colorido. Me corté el pelo en una peluquería diminuta cuyo dueño era un anciano afable y charlatán. Me afeitó por el mismo precio y de regalo me contó unas diez historias de la Segunda Guerra Mundial; el tipo había sido un héroe, condecorado y todo.

Es raro como uno encuentra lo que no estaba buscando donde menos hubiera pensado encontrarlo.

Así te hallé a ti, muñequita... Un cristalino ojo de agua oculto en medio del bosque. Mi saciedad y mi sed.

Era de mediodía cuando volví a la propiedad del buen doctor. Me di una ducha y me vestí con mi traje de la suerte ( con el que había vendido más de cincuenta casas), gris oscuro con una camisa blanca y una corbata azul eléctrico.Faltaban solo cinco minutos para las dos de la tarde y yo caminaba rumbo a tu casa.

Era un día esplendido, el cielo parecía sacado de una pintura romántica, un firmamento de celestes recién nacidos, y el sol deslumbrándolo todo.

La puerta de tu casa estaba abierta y eso llamó mi atención. De par en par y con la cortina de eslabones de madera echada de lado.

Entré sin anunciarme porque había algo que no me olía bien. No había nadie en la sala, poco después corroboré que tampoco en la cocina, ¿te habrías ido a dar un paseo aprovechando ese corto lapso de libertad?... era una posibilidad pero, igual la escena no me cerraba.
Llevaba observándote tres meses y tú no eras así. De pronto un grito me heló la sangre. Venía del primer piso. Me dirigí hacia el sin siquiera pararme a pensar en los peligros que podrían aguardarme. Solo me importabas tú, ese grito tenía impresa tu voz, esa que solo me habló una vez.

Salté los escalones de dos en dos. Arriba había tres puertas. Deduje que la del medio era el cuarto de baño, y la que tenía un dibujo de un niño y su madre apoyados en un árbol era la de tu mamá, así que abrí la que quedaba.

Lo primero que vieron mis ojos fue a los tuyos. Dilatados y aterrados, cristalizados por las lágrimas que esperaban a caer, como las que les precedieron, por las pendientes de tus mejillas.

Él, estaba sobre ti. Entre tus piernas abiertas a la fuerza, dentro de tu cuerpo que se resistía entre ruegos y golpes de uno solo de tus brazos; el otro caía de lado, fláccido y quebrado.
Tomé a aquel bastardo de los hombros y lo tiré hacia un lado.

Tus muslos tenían escrito en letras de sangre la brutalidad y el ultraje.

Susurraste—Dorian.

Creo que oírte llamarme en un murmullo roto y apagado encendió mi ira, y nunca más pude apagarla.
Para cuando tuve conciencia de quién era la persona a la que estaba desfigurando a trompadas, él estaba con un pie en la tumba.

Era Ron, maldito hipócrita desalmado, aunque ni su madre podría asegurarlo. Mi cara, mis manos, mi traje, el suelo, todo era rojo brillante.

—Es una criatura diabólica, Dorian, ¿no lo ves?... los seres como el son un... un tropiezo para los buenos hombres. Una tentación inmunda que debe ser... erradicada.

Fue lo último que dijo Ron antes de que de un golpe le terminara de quebrar la nariz. Se ahogó con su propia sangre.

Y en ese momento comprendí. Erradicar era aniquilar. Me giré a mirarte. No había visto el bermellón líquido que manaba como un río de uno de tus costados.

El cobarde asqueroso te había apuñalado antes de violarte, te estabas desangrando.
Me apresuré a ir hasta ti. Tus ojos se cerraban pero te resistías a dormir el sueño eterno. Era tarde para ir en busca de ayuda, lo evidenciaba el enorme charco en el que estabas descansando; me quedaría contigo hasta el final. Me autoimpuse el verte morir como la primera de mis muchas expiaciones, pues que estuvieras por irte de este mundo de esa manera tan atroz, era mi culpa.

Yo le marqué la presa al cazador. Hasta le di indicaciones. Fui yo el que se cegó de odio y no vio que estabas fatalmente herido.

Te traje la muerte, petit poupée... cuando tú me habías regresado a la vida.

—Quédate—me pediste en un hilo de voz. Y alzándote un poco te tomé entre mis brazos.

—Para siempre—musité.
Y así lo hice.

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