20 PÉTALOS

Me quiere

Cuando leas esto, yo ya estaré muy lejos, aunque no tanto como desearía. De todos modos, ninguna distancia me hará olvidar lo que viví allí, pero igualmente necesito alejarme. Esas eran las primeras líneas de la carta que me escribiste, la cual he leído tantas veces que me la sé prácticamente de memoria.

Te estoy escribiendo esto para responder a todas las preguntas que me hiciste, a todas las que no te atreviste a formular y a aquellas que ni siquiera han pasado por tu mente. Al leer esa frase, sentí una gran dicha. ¡Al fin podría entenderte! Te explicaré todo para que así comprendas por qué ha pasado lo que ha pasado y por qué tuve que marcharme. No deseo que te quede ninguna duda ni que queden temas pendientes entre tú y yo, por eso voy a sincerarme contigo. Voy a contarte todo lo que pasó, incluso los detalles que no me atreví a contar a la policía. Mi respiración se detuvo por unos segundos al leer aquello y comprender cuánto confiabas en mí; pues, a pesar de no haberme contado todo eso antes, ibas a hacerlo al fin y eso ya era suficiente para mí.

Seguí leyendo sin poder despegar mi vista del papel y sin que mi cerebro asimilara nada que no fueran las palabras que habías escrito para mí.

Empezaré por el principio.

Mi padre nunca fue cariñoso ni con mi madre ni conmigo, pero yo sabía que él nos quería a su manera o eso era lo que mi inocente mente infantil quería creer.

Pero el carácter de mi padre empeoró cuando yo tenía alrededor de diez u once años, no recuerdo bien, y él perdió su trabajo. Durante un tiempo, intentó buscar otro, pero todas las entrevistas de trabajo terminaban igual: con mi padre emborrachándose en algún bar y regresando a casa muy tarde.

Mi madre trataba de cambiar eso, pero lo único que logró fueron discusiones, gritos, peleas y, finalmente un día, mi padre le pegó. Fue una bofetada muy fuerte.

Yo la vi, pues me había escondido tras la puerta de la habitación donde ellos discutían. Salí de mi escondite para ver si mi madre, que había caído al suelo, estaba bien. Al llegar junto a ella, escuché sus sollozos y lo único que logré con mi intromisión fue recibir yo también un golpe. Mi mejilla ardió y las lágrimas se desbordaron por mis ojos. Lloré junto a mi madre después de que mi padre saliera de casa dando un fuerte portazo. Aquella noche, mi madre durmió conmigo en mi cama. Mi escritorio bloqueaba la puerta.

A la mañana siguiente, mi padre se disculpó. Nos dijo que no había querido lastimarnos, que todo fue culpa del enfado que sentía y del alcohol, que nos quería y que no pasaría otra vez.

Mi madre lo perdonó.

Yo no dije nada, pero no creía que sus palabras fueran ciertas; aquella primera bofetada de mi padre me había sacado de mi mundo feliz y me había arrojado a otro mundo, uno lleno de monstruos con su rostro a los que tenía miedo. Yo sabía que aquello se repetiría y, por desgracia, no me equivoqué.

Un tiempo después, hubo otra pelea y mi madre fue golpeada nuevamente por mi padre. Esta vez yo no acudí a ella; estaba en mi cuarto, con la puerta cerrada, tapando mis oídos en un inútil intento de no escuchar los gritos provenientes de la planta baja.

Tenía miedo.

Esa noche, mi madre durmió otra vez conmigo.

Y esa tampoco fue la última vez. Hubo más disculpas, más peleas, más gritos, más golpes, más disculpas de nuevo... Tiempo después, cesaron las disculpas, solo eso, todo lo demás siguió igual.

En ocasiones yo sentía el coraje necesario para salir de mi cuarto y ayudar a mi madre, aunque sabía que mis fuerzas no bastaban para detener a mi padre. Acudía en su ayuda y me llevaba algunos de los golpes destinados a ella. Era lo único que podía hacer para ayudarla, pero tampoco pude seguir haciéndolo. Mi madre cerraba mi puerta de modo que yo no pudiera salir y ella soportaba sola las palizas.

Así pasaron varios meses, hasta años. A veces, había épocas en las que mi padre parecía olvidarse de todo lo que le había hecho a mi madre, y se comportaba igual que antes de perder su trabajo. Pero no duraba demasiado así.

Las palizas siempre volvían, los monstruos que habitaban mi mundo no desaparecían y el miedo que yo sentía nunca se iba.

Llegado ese punto, yo ya no podía contener mis lágrimas. Juro que sentía tu dolor como propio. Con un nudo en mi garganta imposible de deshacer, continué leyendo tu carta.

Cuando tenía alrededor de quince años, un día que regresaba a casa después de clases, encontré una bandeja de magdalenas de chocolate en la cocina con una nota al lado de ellas. Era de mi madre y me decía que se iba, que no podía soportar más tiempo esa situación, que la perdonara por dejarme con mi padre y que volvería a por mí.

La rabia me cegó provocando que tirara la bandeja de magdalenas y ensuciara el suelo de la cocina. Lloré de impotencia y maldije mil veces a mi madre por no llevarme con ella y dejarme con mi padre.

Cuando él regresó a casa y vio el desastre que era la cocina, me pegó y, cuando leyó la nota de mi madre, volvió a pegarme con más furia que nunca. Incluso me culpó por la marcha de mi madre. Yo no tuve el valor para decirle que todo era culpa suya.

Muy en el fondo yo no perdía la esperanza de que mi madre cumpliera su promesa de volver a por mí. No sé si lo hizo, pues poco después nos mudamos de ciudad.

No podía creer lo que estaba leyendo. No asimilaba que algo tan horrible te pudiera haber sucedido, aunque eso podría explicar tu forma de actuar.

Durante un tiempo, mi vida se basó en intentar evitar las palizas de mi padre, en lo que no siempre tenía éxito, y en continuas mudanzas, hasta que me mudé a la casa al lado de la tuya y te conocí.

Aunque no me creas, tus ojos azules fueron la chispa de color que mi paraguas rojo no había logrado traer a mi vida y tu sonrisa iluminó aquella lluviosa y grisácea mañana invernal de una forma maravillosa. (No sé de dónde he sacado toda esta cursilería, no sabía que era así.) Si no te devolví la sonrisa, fue sencillamente porque pensaba que no era capaz de sonreír.

Aunque, como bien sabes, con el tiempo comprobé que sí podía sonreír... pero solo estando contigo. Tú conseguiste que sonriera en medio del infierno en el que vivía y te doy las gracias por ello.

Mi corazón no podía latir más fuerte en ese momento. Casi no podía creer todas las cosas bonitas que me decías sobre mis ojos, mi sonrisa y tu agradecimiento por hacerte sonreír. Continué con la lectura esperando encontrar más respuestas.

¿Recuerdas el día que dormí contigo en tu cama? Imagino que sí; si es así, también recordarás que esa tarde me habías invitado a tu casa para hablar, pero yo me fui cuando mencionaste las magdalenas que habías hecho. Con lo que te conté antes sobre cómo mi madre se fue ya puedes entender el rechazo que sentía hacia las magdalenas.

Después de irme, regresé a mi casa. Mi padre descubrió que había salido y se enfadó mucho conmigo, pues él no quería que me relacionara con nadie ni que saliera de casa salvo para ir a clases. Para ahorrar detalles, te diré que esa tarde me pegó. No fue lo peor que me ha hecho, simplemente una bofetada y un empujón que hizo que mi cabeza golpeara con el pico de la puerta de un armario de la cocina. Así me hice esa herida en mi frente por la que me preguntaste; si pensabas que era una mentira, te equivocabas. No te mentí... al menos, no del todo.

Mi padre también descubrió que no había dormido en casa por lo que se enfadó de nuevo y desató su ira en mí. Aquella paliza fue peor que lo del día anterior: me quedaron marcas en mis brazos de cuando él me zarandeó bruscamente, además de un chichón en mi frente. Por eso no quería que me vieras cuando te lanzaba los aviones de papel, ni en aquella ocasión ni en las que le siguieron, pues también tenía marcas de otras palizas. Y también por eso llevaba manga larga y un gorro el día que fuimos al prado de margaritas en mi moto. También recuerdas eso, ¿verdad? Seguro que sí.

Hablando de aquel día, imagino que ya sabes por qué intenté evadir las preguntas que hiciste sobre mi madre. No quería hablar de ella porque temía que descubrieras el infierno que vivía en mi casa y me aterraba lo que me haría mi padre si se enteraba.

No podía evitarlo, siempre le tuve miedo, auténtico pavor, y nunca fui lo suficientemente fuerte o valiente como para hacerle frente.

Como cabía esperar, mi padre se enteró de que había faltado esa mañana a clases. La paliza que me dio por ello fue sin duda una de las peores, tan brutal que no pude ir a clases durante mucho tiempo porque todo el mundo lo notaría ni tampoco pude apenas moverme por el dolor que sentía.

Y, por supuesto, también recuerdas aquella otra noche en la que nos lanzamos aviones de papel. Al menos yo jamás la olvidaré, pues el consejo que me diste marcó el principio del fin para mi padre.

Tengo cada palabra de las que me escribiste grabada a fuego en mi mente: «No tengas miedo de hacer lo que te dicte el corazón.»

Y lo que me dictaba mi corazón era que debía acabar con esa situación, que no merecía que mi padre me tratara así por más tiempo. Así que tomé la misma decisión que mi madre: me fui.

Pero no podía solo irme y dejar a mi padre aquí, impune por todo lo que nos había hecho.

Me fui, pero con la decisión de hacer pagar a mi padre por todos los años de maltratos hacia mi madre y hacia mí.

Quiero aclararte algo: estoy escribiendo todo el tiempo "mi padre", aunque ese hombre no merezca ser llamado así, porque pensé que te resultaría extraño leer todo el rato la palabra "monstruo", que es lo que él era.

Siempre he sabido el lugar al que fue mi madre cuando se marchó: a casa de sus padres, pues varias veces la escuché decir eso cuando ella pensaba que no la escuchaba.

Así que fui allí donde ella estaba, me reencontré con mi madre y junto a ella tomé la decisión de ir a la comisaría más cercana para denunciar los malos tratos de mi padre. Y eso hicimos.

Puede que te alegre saber que he vuelto a ver la sonrisa que hacía años que no veía en el rostro de mi madre. También te alegrará saber que me está enseñando a tocar el piano; por ahora solo me salen los primeros compases de Para Elisa, pero iré mejorando poco a poco porque tengo la mejor maestra del mundo. Y durante nuestras clases, hacemos algo que nunca pensé que volvería a hacer: comemos magdalenas de chocolate.

Y ahora solo nos queda seguir viviendo, aprender a superar todo lo que nos pasó, a dejar atrás el miedo y el dolor, e intentar ser felices. Y eso solo lo conseguiremos yéndonos lejos.

Te doy de nuevo las gracias por todo lo que hiciste por mí, aun sin ser consciente de ello. Y por eso lamento muchísimo no volver a verte.

Jamás podré olvidarte; pero, para que no sufras por culpa mía, espero que tú sí puedas hacerlo...

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