5

HARPER

"Estamos todos en el mismo juego, sólo

que en diferentes niveles."



Mientras bajaba las escaleras con Percy detrás percibí el aroma de las tortitas recién hechas, provocando que mi estómago rugiera. Me vi obligada a tragar saliva con dureza al encontrar la isleta con cantidades indecentes de comida: tortitas doradas, frutas cortadas, zumo de naranja recién exprimido, café, cereales, —tanto integrales como con chocolate—, tostadas, croissants de mantequilla, tocino, huevos revueltos, beicon y salchichas.

Parecía que hubiera invitado a todo el vecindario a desayunar con nosotros.

A Percy se le iluminaron los ojos al ver lo mismo que yo. Ni los dos juntos podríamos terminar la mitad de lo que había solo en uno de los platos.

Addie ya estaba sentada, tan reluciente y espabilada que me preguntaba a qué hora se levantaba para prepararse solo aquellas ondas tan lustrosas y el maquillaje; yo prefería dormir, la verdad.

Su belleza natural hizo que la mirara por un par de segundos más de lo normal, pero ella no pareció percatarse mientras tecleaba y se recogía un mechón suelto de la coleta detrás de la oreja.

Me recordaba a una Barbie recién sacada del paquete. Perfecta. Era como si pudiera ver su futuro a través de una bola de cristal: estudiaría en alguna buena universidad y tendría un buen trabajo. Se casaría con algún empresario guapo y rico, y tendría una casa bonita con jardín y una mascota. Posiblemente tuviera un hijo o dos, tan bellos como ella y así daría comienzo a una familia de revista. Mientras que lo que veía en mi futuro era incierto: fragmentos esparcidos de lo que alguna vez había querido en mi vida y que ahora no encontraba modo de pegarlos y reconstruir algo nuevo que me llenara de alguna manera.

A las cinco de la madrugada mientras aun dormía, papá se despidió con un beso en la mejilla y como siempre que tenía que hacer algún viaje largo, me dejó una bolsita con piruletas. «Recuerda meter una en la mochila, pastelito». Azúcar directo al organismo por si tenía un bajón.

Era un poco despistada y con la cantidad de deporte que hacía no comía los hidratos de carbono que necesitaba.

Lo echaría mucho de menos; era el que más tiempo pasaba en casa cuando mamá tenía conciertos, pero lo que más temía era pensar que intentar ocupar sus carencias provocara que se olvidara de Percy y no fuera un buen padre como lo había sido para mí.

La tía Ethel nos dirigió una mirada mientras posaba platos con bollitos de mantequilla.

—Vamos, a desayunar, que se enfriará —nos apremió con una media sonrisa para que nos sentásemos.

Estaba igual de radiante que su hija enfundada en un elegante traje negro de dos piezas y la melena rubia recogida en una coleta alta.

—¡Esto huele delicioso, tía Ethel! —exclamó Percy con una enorme sonrisa que me recordó a la del gato de Alicia en el País de las Maravillas.

—Bueno, puedes darle las gracias a Alistar —dijo Addie con una risita mientras posaba el móvil en la mesa.

—¡Muchas gracias por la comida..., Alistar! —lanzó antes de servirse un par de tortitas y embadurnarlas en sirope de chocolate.

La tía Ethel y yo nos reímos ante las palabras de Percy mientras el chef le decía a mi hermano que esperaba que le gustara. Ethel se sirvió una taza de café negro y una tostada con mantequilla y mermelada de fresa junto con un vaso de zumo de naranja. Yo me decanté por huevos, beicon y salchichas mientras Addie seguía masticando un croissant con relleno de chocolate de manera distraída.

Hoy podía permitirme algo más de carbohidratos ya que iba a hacer mucho deporte.

Mientras me servía té sentí cómo algo se enredó en mi falda y me arañó. Por instinto, bajé la mirada hacia el hueco entre mis piernas para encontrarme con la patita de la bola de pelo de Addie; Miu Miu, me miraba con sus grandes ojos verdes, intentando llamar mi atención.

Puse los ojos en blanco y le rasqué detrás de la oreja para ver si me dejaba en paz, pero lo único que logré fue que comenzase a ronronear y a frotar la cabeza sobre mi rodilla, esparciendo sus pelos anaranjados sobre mi falda negra.

Genial.

No era una gran fan de los felinos, me resultaban empalagosos y crueles a veces. Siempre me habían gustado más los perros. Nika y yo éramos almas gemelas. Para mí era un miembro imprescindible de la familia, y aunque todavía era joven, a veces me asolaba la idea de que algún día me abandonaría.

Últimamente había pensado en la muerte de maneras que antes no concebía.

—¿Qué tal en el colegio, Harper? —me preguntó la tía Ethel mientras cortaba un trozo de tostada—. ¿Addie ya te ha presentado a sus amigos? —preguntó.

El trozo de tortita se me hizo una bola de plástico en la boca que me obligué a tragar.

—Mmm, sí —murmuré. Inconscientemente, me llevé los dedos a la corbata y miré de reojo a Addie, pero no me devolvió la mirada. Tenía la sensación de que estaba un poco enfadada—. Son... majos —agregué.

La tía Ethel sonrió satisfecha y yo intenté volver a mi comida, pero la voz de Addie nos interrumpió.

—Pero, vamos, tampoco necesitaba mi ayuda para hacer amigos, mamá —comentó como quien no quería la cosa. Sonrió con dulzura mientras cogía la taza de café—. Ya se ha hecho amiga de Carson al segundo día, un hito insólito, por cierto —murmuró a través de la loza.

Ethel frunció un poco el ceño antes de enarcar una ceja.

—¿El hijo de Marlene? —lanzó, haciendo un aspaviento con su delicada mano.

—No somos amigos —repliqué rápidamente.

Solo me acosaba.

Addie me escrutó con falsa sorpresa y sus ojos verdes refulgieron con una chispa maliciosa, pero yo no me quedé atrás cuando le devolví la mirada igual de fría. Ahora comprendía que estaba disgustada por lo que había sucedido en la clase de Inglés, pero no podía echarme la culpa por lo que Carson provocaba con sus acciones; yo no había hecho nada, básicamente existir.

No me podía echar la culpa por existir.

—Mi hermana puede escoger perfectamente sus amistades —decretó Percy de repente, siendo la voz de la razón. Tenía la mirada clavada en Addison, con la misma intensidad que tenían los ojos de nuestra prima—. Así que deberías respetar sus decisiones.

—En eso tiene razón, cariño —coincidió la tía Ethel, intentando sosegar el ambiente—. Además, Diedrichs no es un mal chico y lo ha pasado mal —me apoyó.

«No, es...».

—Carson es un hijo de la gran puta —escupió Addie, repentinamente enfurecida. Azotó la servilleta sobre la mesa y se levantó de la isleta arrastrando el taburete. Los ojos le brillaban con lágrimas contenidas—. Y Savannah también era mi amiga, joder —farfulló con la voz contenida.

Ethel miró a su hija con una mezcolanza de lástima y tristeza mientras esta se marchaba a toda prisa escaleras arriba. La tensión que se respiraba en el ambiente produjo que las náuseas me revolvieran el estómago, pero lo que más tenía eran preguntas.

Ethel intentó recuperar la sonrisa y exhaló un débil suspiro.

—Acabad de desayunar, chicos —murmuró con la mirada un poco perdida.





Tras terminar el desayuno y como nos sobraba tiempo antes de irnos, nos ofrecimos a ayudar a Alistar a lavar los platos. Yo me encargué de lavarlos y Percy de secarlos y colocarlos en su sitio.

Cuando el timbre sonó, Percy y yo intercambiamos una mirada interrogante. Me sequé las manos con uno de los paños de cocina y fui a ver de quien se trataba.

El niño frente a mí tenía una enorme sonrisa que me dio un poco de miedo. Pero no fue eso lo que más me perturbó, sino que parecía un pingüino con la cantidad de prendas que llevaba encima. Su cabello era rojo, tanto que me recordó al fuego en pleno apogeo, y estaba bastante despeinado. Sus ojos casi parecían negros a primera vista, con el rostro plagado de pecas naranjas que le daban un toque tierno e infantil.

—¿Louis? —La suave voz de Percy a mi espalda me sacó de mi perplejidad—. ¿Qué haces aquí?

—¡Hola, Percy! —lo saludó Louis alegremente, como si no se diera cuenta de la cara de susto de mi hermano, que lo miraba con una mezcla de resignación y vergüenza ajena.

—¿Qué haces aquí? —Volvió a preguntar mi hermano, claramente disgustado.

—Ah, vivo a un par de calles... —dijo, señalando con el pulgar detrás de su espalda—. Así que eso nos convierte casi en vecinos.

—¡¿QUÉ?! —exclamó mi hermano, abriendo los ojos como si acabara de ver arañas radiactivas—. Digo... ¡Genial! —exclamó, forzando una sonrisa de oreja a oreja.

—¡Sí, muy guay! Ahora podremos jugar juntos, hacer los deberes juntos, ver Netflix juntos. —Abrió los ojos como si acabara de acordarse de algo y sonrió—. Oh, podría enseñarte esa peli de la que te hablé ayer: te va a encantar. También iremos al colegio juntos...

—Sí... Sí, todo genial —lo interrumpió mi hermano.

Me sentí como una mera espectadora de un programa de cámara oculta. Carraspeé un poco para llamar la atención de Percy, quien parecía estar sumergido en algún pensamiento terrorífico.

—Oh, ella es mi hermana, Harper —me presentó, como si acabara de darse cuenta de que estaba justo a su lado.

«¡Uch, eso ha dolido!».

—Hola, Harper, soy Louis, el mejor amigo de Percy. —Le sonreí educadamente y le devolví el gesto.

—Hola, Louis. Me alegra que Percy pueda contar con tu ayuda para sentirse a gusto en su nueva escuela —dije con sincero agradecimiento.

—Para mí es un honor.

—Y..., ¿quieres pasar? —ofrecí, haciéndome a un lado.

—Claro —respondió Louis con los ojos cargados de emoción.

—¡No! —replicó Percy precipitadamente, dirigiéndome dagas venenosas con los ojos cargados de fastidio—. Tenemos que coger el bus. —Le dio un pequeño empujón a Louis para que caminara hacia delante—. ¡Adiós, Harper! —se despidió sin mirarme, agitando las manos en el aire de forma grosera.

—¡Hasta luego, Harper! ¡Ha sido un placer! —se despidió Louis, quien trató de girarse a pesar de los empujoncitos de mi hermano.

Agradecí que Percy hubiera conseguido hacer al menos un amigo; de verdad que lo necesitaba. No era que no los tuviera, pero las circunstancias que habíamos atravesado no habían facilitado que mantuviera una vida social plena. Percy tenía un carisma particular y un don de gentes que muchos envidiarían, a pesar de que a veces era demasiado analítico y lógico, como un pequeño científico.

Fui hacia el despacho de la tía Ethel, que estaba inclinada sobre el escritorio de cerezo mientras preparaba documentos y guardaba el MacBook en un maletín de cuero. Piqué con los nudillos en la puerta para llamar su atención.

Levantó la mirada y se colocó un mechón de cabello detrás de la oreja que se le había escapado de la coleta.

—¿Necesitas algo, cielo? —preguntó mientras guardaba algunos bocetos en carpetas rápidamente—. Hoy no vendré hasta tarde, así que no esperéis por mí: tengo reuniones todo el día —comentó.

Se incorporó y recogió el maletín y el móvil antes de venir hacia mí. Cuando la tuve tan cerca no pude evitar pensar que era una de las mujeres más guapas y sofisticadas que había visto en mi vida; irradiaba vitalidad y magnetismo por cada poro de la piel.

Me examinó por un instante y me tomó por debajo de la barbilla con la palma de la mano en una suave caricia.

—¿Qué te parece si un día te llevo a una de nuestras joyerías y así conoces el legado familiar? —propuso con una sonrisa tímida.

Me quedé un poco perpleja ante su propuesta, ya que lo último que esperaba por su parte era que me hiciera partícipe de sus negocios. Además, no era mi legado, era el de Addie. Mi apellido era Beauchamp. No tenía nada de aristocráticos como los suyos.

Pero mis ojos debían decir todo lo contrario cuando la tía Ethel me sonrió con más ilusión todavía.

—¿Te cuento un secreto, Har? —murmuró con un aire confidencial que produjo que el corazón me diera una ridícula voltereta en el pecho—. Hay una joya en nuestro catálogo que lleva tu nombre. Es una pieza exclusiva que solo vendemos durante un mes al año bajo demanda y una lista rigurosa de clientes reservados: es delicada, sofisticada y elegante, como tú —explicó—. Es una pieza que cualquiera se moriría por tener en su caja fuerte, pero muy pocos pueden obtenerla: la creé cuando naciste, mientras estaba en el hospital. La lancé al mercado en tu primer cumpleaños: el treinta y uno de diciembre. Todo el mundo piensa que es una horrible fecha para cumplir años, así que yo lo convertí en el día especial de Harper —confesó con los ojos anegados de añoranza.

Las lágrimas me empañaron la vista. No sabía que decir ante esa revelación. Mis padres nunca me habían hablado sobre ese detalle, y a mí sí que me parecía relevante. Aunque fuera extravagante, no le quitaba importancia al hecho de que Ethel se acordaba de mí incluso como para darle mi nombre a sus joyas cuando llevaba años sin verme, o sabía un detalle tan concreto como que no me gustaba el día de mi cumpleaños, ya que estaba en medio de fechas tan señaladas que casi todo el mundo se olvidaba de él.

Estaban demasiado ocupados emborrachándose y celebrando el Año Nuevo.

No tenía mucha familia, mis abuelos maternos habían fallecido, mi abuelo paterno también. No había conocido a mi abuela porque era una historia complicada y papá no tenía hermanos, así que teóricamente, Ethel y Addie eran la única familia que Percy y yo teníamos.

Asentí débilmente con la cabeza y me tragué el nudo que tenía en la garganta.

—Me gustaría mucho visitarlas, tía Ethel —dije con una sonrisa.

—Pues estaré encantada de enseñártelas —coincidió con una sonrisa igual de plena. Me besó la mejilla con cariño y me acarició el cabello con afecto—. Y, por favor, no te tomes el arrebato de Addie a pecho: todavía está un poco afectada —pidió, intentando disculpar a su hija.

—No pasa nada. Por mí está olvidado —aseguré.

Me despidió con un gesto de la mano y la vi desaparecer por el extenso pasillo con el inconfundible repiqueteo de sus tacones de aguja.

Honestamente, no estaba enfadada con Addie, sí molesta por su actitud y su modo de intentar usar a su madre como arma arrojadiza contra mí sin razón alguna, pero ahora que sabía que existía un trasfondo tal vez debía abogar por que me contara quien era esa tal Savannah y que relación tenía con Carson.

Lo último que necesitaba era volver a meterme en relaciones complicadas.





Addie agitaba la cabeza y las manos mientras cantaba Lover de Taylor Swift. Me mordí el labio para contener una carcajada al verla hacer el ridículo sin precedentes.

A veces me preguntaba cómo era que nada ni nadie era capaz de avergonzarla. Aunque estuviéramos en plena Chelsea Square. Su enfado parecía haber quedado relevado a segundo plano en cuanto nos subimos al coche y nos pusimos a cantar las canciones de Taylor en su lista de reproducción de Spotify.

Addie soltó las manos del volante y se las llevó al pecho con toda la pasión condensada en su rostro mientras cantaba el estribillo final.

Suspiré aliviada cuando la canción terminó y comenzó a sonar una más relajada. Para ese entonces la cola de caballo de Addison era un desastre, tanto que tuvo que volver a hacérsela mientras esperábamos en un semáforo.

—¿Has hablado con Scott sobre el estudio de ballet? —Negué, mordiéndome la uña del pulgar—. Si quieres, yo se las puedo pedir, pero que sepas que no te dirá que no. Es más, estaría encantado de que lograras darle algún uso. —Me miró por encima de las pestañas con cara de buena.

—Hace una eternidad que no doy clases —reconocí, encogiéndome de hombros—. Además, ahora debo preocuparme en buscar un compañero decente de baile —suspiré, frotándome las cejas con pesadez—. ¿Tú no conocerás a nadie, por cierto? —inquirí.

Addie soltó una risita díscola por la nariz mientras aceleraba.

—¿Un tío que haga ballet clásico y que lo admita abiertamente? —murmuró para sí misma con un toque sardónico—. Ni idea... Conozco algunos que hacen contemporáneo y Street, pero no creo que sea lo que necesitas, Har —admitió con una mueca de disculpa.

Tenía la sensación de que Addie no se daba cuenta de lo ofensivos que eran sus comentarios con respecto a lo que dedicaría el resto de mi vida y lo mucho que nos esforzábamos los bailarines para lograr un hueco digno en una industria tan masacrada, sexualizada y estricta, en la que la que por supuesto, había muchos hombres, que por cierto, se dejaban la vida y los sueños tanto o más que nosotras, ya que a veces eran más duros con respecta a los cánones de belleza.

Por otro lado, sabía que sería complicado encontrar una pareja de baile con tan poca antelación y con la que además consiguiera no solo una buena técnica de trabajo, sino una química decente para llevar a cabo una coreografía que me abriera las puertas de Juiliard.

No era el simple hecho de lograr entrar en la academia, era también conseguir las becas y todas las ayudas posibles una vez dentro, así que debía dar el doscientos por ciento, lo que significaba que mi pareja debía dar al menos ese cien por ciento de la ecuación.

Cuando volví a mirar por la ventanilla descubrí que el camino que estábamos recorriendo no era el que cogíamos para ir al colegio, sino que estábamos en Chelsea. A diferencia del nuestro, había extensas hileras de sobrias casas adosadas de época de la Regencia.

Justo cuando estaba a punto de preguntarle a Addie que hacíamos allí, estacionó delante de la número doscientos veinticinco. A través de las varillas de la verja principal vislumbré a un chico sentado en el borde las escaleras.

Su aspecto me recordó a los frikis que describían en los libros: guapo y adorable, con el cabello oscuro despuntando en todas direcciones y gafas de pasta negra que se adaptaban a la perfección a su rostro de mejillas marcadas y nariz recta. Iba vestido con una chaqueta vaquera bajo el uniforme y unas gastadas Vans negras.

Se levantó de un brinco y abrió la verja antes de sacarle el dedo del medio a una cámara en alguna parte de la propiedad.

Addie lo miró a través de la ventanilla del coche y le sonrió de forma juguetona. El chico le devolvió una sonrisa condescendiente que hizo que los ojos se le achinaran.

Se montó en la parte trasera y exhaló un sonoro suspiro.

—Por Dios, arranca antes de que mi madre se dé cuenta de que me he ido —apremió con cara de circunstancia.

Addie se puso en marcha y dejamos atrás las mansiones adosadas. El chico se recostó en el asiento y se frotó la frente con expresión de circunstancia, haciendo que mi amiga se riera entre dientes.

—Eres un exagerado, primito —canturreó Addie.

—Claro, como tú solo la aguantas un par de veces al año no sabes lo que es convivir con ella. Pero anoche se pasó el día cosiéndome a preguntas sobre mi viaje a Nueva York. Llegó ayer desde Buenos Aires y estaba como loca por saber lo que había hecho: menuda pesada —masculló en un bufido.

—Y le dijiste que estuviste atracando bancos para comprarte el último de Call Of Duty, ¿verdad? —lanzó Addie con una sonrisa socarrona.

—Sí, pero como de costumbre, no me creyó —suspiró, encogiéndose de hombros con fingida decepción.

Tragué saliva con dureza al oírlo referirse de ese modo a su madre cuando yo pagaría por escuchar una vez más alguna de las pullitas de la mía. Era algo que no se valoraba porque se daba por sentado que estaría ahí siempre, sin importar lo que hicieras, lo que hubieras dicho o las veces que la hubieras maldecido a sus espaldas. Siempre estaría dispuesta a darte la mano, una palabra de aliento o un abrazo cuando sentías que el mundo se te caía encima.

Solía considerarla una pesada con trastorno obsesivo compulsivo, un tanto histérica y sobreprotectora y una quejica empedernida, pero daría cualquier cosa por tener todas las cosas que no me gustaban de ella de vuelta.

Pensar en mamá hizo que mi pecho se encogiera y los ojos se me humedecieran; nunca había pensado que podría echarla tanto de menos.

—Tienes suerte de tener una madre que se preocupe por ti —repuse con una débil sonrisa.

El primo de Addison me miró a través del espejo retrovisor y asintió un poco con la cabeza, suspirando de nuevo.

—En el fondo la quiero muchísimo, para que decir qué no —confesó. Frunció el ceño al volver a mirarme, hasta que de un segundo a otro abrió los ojos como focos luminosos y pegó un grito de conmoción, como si acabara de presenciar una aparición—. Joder, tú eres la nueva chica Diedrichs —aludió, señalándome con el índice.

Apreté los labios para contener una mueca y asentí con la cabeza, avergonzada.

—No digas esa mierda machista, Dash —protestó Addie.

—Oh, cállate, Pantera Rosa —farfulló Dash antes de abarcar con su mano la cabeza de Addie y echársela por delante del cuerpo de modo juguetón.

—Capullo —masculló ella, frotándose la parte trasera de la cabeza con una mirada de puro resentimiento.

—Zorra mimada —canturreó él en tono inocente.

Esos dos eran como el perro y el gato, pero no podían negar que eran familia.

Dash se adelantó y apoyó los codos en el borde de los asientos a la vez que se giró en mi dirección, tendiéndome la mano con una sonrisa cálida y llena de hoyuelos, como los de su prima.

—Dash Fitzgerald: adicto a Netflix, Fortnite, el chocolate y un buen drama. Puedo ser tu mejor amigo, un hombro en el que llorar o escuchar tus problemas, pero el sexo por despecho está fuera de mis límites, al menos que tengas un pene de veinte centímetros, querida —soltó con naturalidad, sin perder la sonrisa.

Alcé una ceja incrédula ante semejante discurso y le sonreí un poco.

—Harper Beauchamp —me presenté—. La otra prima de Addie.

—¡Oh! Pero si resulta que aquí todos somos familia —dijo, agitando nuestras manos de forma cómica—. Por parte de madre, ¿verdad? No vaya a ser, porque ya te digo que entre los Huntington se lleva mucho el puterío —comentó con aire melodramático.

—Le vas a necrosar la mano —comentó Addie, mirándonos por el rabillo del ojo.

—A ti sí que te voy a necrosar la cara —murmuró Dash, poniendo los ojos en blanco.

Por unos segundos, me quedé en silencio cuando se acercó tanto que ocupó mi espacio personal y me miró con una sonrisa felina, como si estuviera esperando a que le contara mi secreto más oscuro.

Lo tenía tan cerca que me di cuenta de que sus ojos no eran negros, sino de un azul tan oscuro que a primer golpe de vista resultaba negro, pero que brillaban con una chispa tan luminosa que los hacían cálidos y amables.

Alcé una ceja y lo miré con duda.

—¿Y...?

—¿Y cómo se siente que Carson, bombón alemán, Diedrichs te quiera en su cama? —puntualizó, escondiendo la lengua detrás de los dientes mientras sonreía.

—Pues que está como una cabra —respondí con una seguridad que me saqué de la manga.

No diría que no fue confuso, misterioso y horripilante. Después del modo en el que me hizo quedar como una estúpida delante de la clase de Historia estaba bastante ofendida con su comportamiento pedante, pero lo que había ocurrido en la clase de Inglés había sobrepasado límites que hasta aquel entonces pensé que no ocurriría.

Primero, tal como me esperaba fue pasivo-agresivo, sabiendo a que puntos atacar para provocarme. Después, cínico al tenderme una estúpida trampa para novatos con Cumbres Borrascosas; misterioso con su contestación sobre por qué eligió a Brontë, pero lo que hizo después... Me ridiculizó delante de la clase, produjo todo lo que no quería experimentar al sentir sus labios casi pegados a los míos; la seguridad con la que afirmó que tarde o temprano sería suya... Esa clase de coerción no era común... No era normal que sus ojos me fascinaran y me incomodaran a la vez; era como si fueran capaces de desnudar mi alma y leer mis secretos más ocultos, mientras que yo solo era capaz de ver... nada...

—¡Oh, Dios mío! ¡Te estás poniendo roja otra vez! —exclamó Dash, emocionado.

Por suerte, Addison me salvó del escrutinio de Dash cuando tiró de su cazadora hacia atrás y lo hizo sentarse de un brusco movimiento antes de dirigirle una iracunda mirada por encima el hombro, como si se tratara de una mamá osa cuidando de sus oseznos.

—Si no vas a decir nada inteligente, métete la lengua en el culo, Dashton —gruñó—. Ya le he advertido sobre Carson y los peligros que conlleva, así que no vengas a confundirla con tus chorradas —espetó, tajante.

La miré perpleja cuando resopló hastiada mientras que Dash escrutó a Addie fijamente y asintió, todavía recostado en el asiento y con las manos extendidas sobre los muslos.

—Tiene razón, Carson es un capullo. Hace un par de semanas tuve que hacer un trabajo con él para Biología y me trató como si fuera un saco de mierda. Solo me dirigió la palabra para informarme de que se encargaría de que sacara un sobresaliente. —Se encogió de hombros e hizo un gesto indiferente con los labios—. Sacamos una matrícula de honor, pero me hizo sentirme como un inútil.

Miré con lástima a Dash al percibir la frustración en su voz. Ambos tenían razón: Carson era un capullo arrogante. No era solo un cuerpo escultural, sino una mente retorcida y cruel que trataba a todo el mundo como si fueran a besar el suelo por donde pisaba. También era muy inteligente, pero la humildad se la debía haber dejado en casa, porque nunca había conocido a una persona más pagada de su cociente intelectual y de saber que conseguiría todo lo que se propusiera en el mundo.

Addie asintió con la cabeza ante la contestación de Dash.

—No te dije que te alejaras de él porque no es una buena persona, sino porque le encanta retorcerlo todo a su favor —murmuró—. Cuando quieras darte cuenta, ya estarás comiendo de la palma de su mano, igual que todas las que no lo conocen bien.

—¿Hablas de eso que él y Olivia hacen con las novatas? —No había ironía ni maldad en su pregunta, solo curiosidad.

—Es una guarrada —lanzó Addie, mirándolo a través del espejo—. Y lo peor es que se dejan y como hay esa conciencia de silencio nadie lo denuncia. Como les da vergüenza de que sus padres lleguen a descubrirlo cuando llega la presa nueva, no se entera de la movida.

Dash dibujó una sonrisa maliciosa en sus labios y alzó una ceja en mi dirección.

—Creo que ya es tradición en el Saint Judas —comentó—. No sé quién la seguirá perpetuando una vez que se gradúen —canturreó con retintín pomposo.

—Espero que nadie: es repugnante —afirmó Addie.

Addison estacionó en el aparcamiento, entre un Ferrari blanco y un Corvette rojo. No me sorprendió ver al «club de los mimados de Saint Judas» acaparando la atención, pero me extrañó ver a Addison nerviosa mientras se miraba en el pequeño espejo del coche y se pasaba los dedos por el pelo para darle orden.

Sacó un pintalabios rosa pálido de su cazadora de cuero, —también rosa—, y se lo pasó por los labios.

—Ahora pasemos a noticias mejores: «Addison Huntington se muere por comerle el rabo a Jackson Forbes» —canturreó Dash como si fuera un comentarista del tiempo.

—Eres un cerdo —sentenció ella con una mueca de asco, pero después nos sonrió con superioridad—. ¿Y quién no te ha dicho que no la haya hecho ya? —lanzó, esbozando una sonrisilla descarada.

Nos lanzó un exagerado beso con la mano y salió del coche con una soberbia que me resultó extraña en ella. Segundos después, la seguí, pero Addie caminaba como si fuera la diosa del amor subida en semejantes tacones de Prada.

—¿Me has echado de menos, Jackie? —dijo, provocando que diera un respingo desde mi sitio, oculta detrás del coche.

Addie se le encaramó a la espalda y le plantó un sonoro beso en la mejilla, haciendo que él se riera antes de tomarla por la cintura y besarla entre alguna que otra risita mientras se comían a besos, porque no había otra forma de describirlo.

Madre mía, cada vez eran más intensos.

Le dirigí una breve mirada interrogante a Dash, que seguía dentro del coche tecleando en el móvil. Sacaba la punta de la lengua en un gesto de concentración que me hizo reír entre dientes.

Lo dejé con lo que estuviera haciendo y me colgué la mochila al hombro con la idea de poder escoger asiento en clase de Matemáticas.

No tardé en encontrar el Porsche 911 de Carson, exudando desinterés cuando salió del interior. Del otro lado apareció la ardiente pelirroja con la misma soberbia con la que la había visto moverse desde la primera vez que la vi.

Como siempre, el uniforme le quedaba como si se lo hubieran confeccionado a medida, bajo un abrigo negro abierto y unos zapatos del mismo corte que los de Addie a juego con el abrigo. Pareció percatarse de mi mirada cuando se colgó del brazo de Carson a la vez que sus carnosos labios rojo bermellón se curvaron en una sonrisa que hubiera resultado inocente si no escondiera tanta insidia en sus ojos.

Desde luego, esos dos eran tal para cual...





Nunca había tenido una clase de Esgrima, en realidad, ni siquiera la había escogido como optativa, pero como me quedaba una hora muerta debía rellenarla con alguna materia extra para conseguir créditos.

La clase se impartía en la bóveda del edificio de deportes. Era tan antiquísimo que debía ser considerado patrimonio histórico; el exterior incluso estaba decorado con gárgolas góticas mientras que el interior albergaba un aire elegante y pintoresco. Cuando llegué subí el último tramo de escaleras y entré lo primero que captó mi atención fue que el techo estaba conformado por un enorme tragaluz donde se filtraba una maravillosa luz blanca que le otorgaba calidez al área de entrenamiento en combinación con unos enormes ventanales que rodeaban la sala.

Los alumnos estaban reunidos en torno a uno de los combates que se estaban llevando a cabo. Incluidos Jack y Addie, con los que compartía la mayoría de mis clases. El entrenador miraba los movimientos de cada alumno, analizándolos.

Ambos contrincantes eran excelentes, pero el de la derecha, dentro de un traje negro, era más ágil y preciso, se movía más rápido y atacaba en cada contraataque de su adversario.

Parecía un ángel del infierno.

Con disimulo, me acerqué hasta Addie, que me saludó con una sonrisa tensa. Tenía la trenza intacta, así que supuse que aún no había tenido que enfrentarse a nadie.

—¿Estás nerviosa? —me preguntó en un susurro.

—Un poco: nunca he hecho Esgrima —confesé.

—No te preocupes, lo harás bien —comentó Jackson al otro lado, guiñándome el ojo.

Le devolví la sonrisa con verdadero agradecimiento y volví la mirada para seguir el combate en el preciso momento en el que un florín cortó el aire de forma seca y la punta del contrincante negro impactó contra el pecho del blanco, que estuvo a punto de caerse cuando intentó retroceder.

El de negro mantuvo la postura elegante y el brazo detrás de la espalda.

Touch —dijo con firmeza una voz que reconocí al instante.

Pero el shock en mi expresión fue irremplazable cuando se quitó la careta y aprecié su cabello oscuro apelmazado contra el rostro lleno de sudor, las mejillas rojas y los ojos del diablo escrutando a su contrincante con desafío y entereza.

—¡Arrêt! —exclamó el instructor.

Ambos se alejaron automáticamente y el chico de blanco soltó un «joder» entre dientes antes de quitarse la careta. Era alto y de complexión atlética y robusta, atractivo, con la piel dorada y el cabello rojo retirado hacia atrás de forma descuidada.

El instructor hizo un par de anotaciones en un cuaderno que tenía detrás de la espalda y frunció los labios en un gesto de aprobación; seguro que para alabar a Carson, que ya se había retirado para beber agua que la chica pelirroja le entregó en una botella de metal.

En cuanto terminó de apuntar, el instructor levantó la mirada para volverla a la lista.

—La nueva... Beauchamp. ¿Harper Beauchamp? —llamó.

Las rodillas me temblaron, pero me obligué a adelantarme bajo la mirada de todos mis nuevos compañeros. De repente, comencé a sentir mucho calor, el traje empezó a ser muy ajustado y el cuello de la chaquetilla me asfixiaba.

—Soy yo —respondí cuando llegué hasta él.

Me sentí muy pequeña cuando me miró de pies a cabeza con escepticismo. El estómago se me puso del revés. Apreté el contorno del florín entre mis dedos y alcé la barbilla, intentando darme un poco de la dignidad de la que carecía.

El instructor asintió y con un gesto de la cabeza señaló algo por encima de mi hombro.

—Diedrichs —dijo después.

Me quedé congelada al darme la vuelta y encontrarme de pie al mismísimo diablo en toda su intimidante altura, sus hombros anchos y su sonrisa torcida cargada de desafío.

Solo tenía una cosa clara: iba a hacerme papilla. Iba a humillarme e iba a tener un arsenal para meterse conmigo el resto de mi vida.

No sabía lo que debía hacer, así que cuando él se movió, yo me moví como un resorte, quedando cada uno en un lado de la sala rodeada por veinte pares de ojos.

Ambos nos pusimos las caretas.

—¡En garde! —exclamó el instructor con voz potente. Carson se puso en guardia y yo lo imité como vagamente pude—. ¡Allez! —gritó como pistoletazo de salida.

Casi juraría que pude verlo sonreír a través de la careta al sentir el temblor de mi florín. Por inercia, fui la primera en marchar, pero Carson rechazó mi golpe con un elegante movimiento de su florín.

No abrió la boca, pero pude ver su pecho agitarse debido a la risa que contenía, lo que por alguna ridícula razón me mosqueó mucho más que si estuviera peleando con cualquier otra persona. Estaba harta de que siguiera humillándome frente a todos. Estaba harta de que me usara incluso en contra de mi voluntad y estaba todavía más harta de que me mirara como si fuera su juguete favorito.

En un parpadeo, Carson se movió con gracilidad y antes de que pudiera respirar la punta de su florín presionó mi pecho.

Maldije en mi interior y me quedé muy quieta cuando el instructor gritó:

—¡En garde!

Nos alejamos y volvimos a ponernos en guardia antes de que el instructor volviera a repetir la orden anterior, dando luz verde al siguiente combate, en el que otra vez, Carson me venció sin la mayor dificultad.

Durante los tres siguientes combates apenas conseguí ser un aperitivo para él. Cada vez me frustraba más y más con cada Touch. Aun así, no me rendí en ningún momento mientras me empapaba de sus debilidades, como que era grande y por tanto más pesado. Yo era más ligera y podía saltar mejor en cada ataque; era más rápida, pero él tenía mejor reflejo de movimiento.

Para cuando dio comienzo el cuarto combate estaba empapada en sudor, la tela se me pegaba al cuerpo, me costaba respirar, la muñeca me dolía y estaba cabreada como una mona, así que todo dejó de importarme cuando el profesor dio la orden.

Si atacaba primero, tendría más posibilidades de ganar, por muy remotas que fueran, y eso fue lo que hice. Carson frenó el golpe alzando el florín y se retiró hacia atrás, pero en vez de darle tiempo para recuperarse volví a atacar, lo que le sorprendió.

—No soy ninguna cría a la que puedas manipular, Diedrichs —gruñí con la respiración irregular.

Casi perdió el equilibrio, pero se recuperó rápidamente y contraatacó, tardando lo justo para que yo pudiera retroceder y absorber el golpe.

—Te pones muy sexy cuando te enfadas, ¿lo sabías, Beauchamp? —contraatacó—. Quizá deba cabrearte más a menudo.

La tranquilidad se rompió y el metal chocando contra metal invadió el ambiente con cada ataque y contraataque, cada retroceso y marcha en el que nos tanteábamos en busca de un vencedor.

Sus movimientos se volvieron agresivos y desafinados, al igual que los míos, que también estaba muy cabreada. La adrenalina insuflaba mi corazón y la sangre me rugía con furia. Apreté los dientes y Carson me atacó a matar, pero yo fui más rápida y me giré justo a tiempo para que no me diera la estocada de gracia, haciendo que nuestros compañeros abrieran el círculo y se apartaran de nuestro camino para que pudiéramos continuar.

Destilaba indignación por cada poro de la piel cuando blandió el florín y mi muñeca se resintió por el potente golpe, arrancándome un gruñido de dolor que me alentó para atacar aún con más rabia.

«¡Maldito alemán!».

—¡Diedrichs, basta! —ordenó el instructor.

Pero hizo caso omiso al volver a atacarme. Esquivé el golpe y le devolví la feroz estocada. Ninguno estaba por la labor de detenerse, presas de la indignación y la rabia del momento.

Ya no era cuestión de ganar, sino de no perder el orgullo.

A la mierda las reglas del juego. No tenía ni puta idea de cómo iba la Esgrima, pero se me daba genial bailar, así que fue lo que hice. Estaba utilizando todos esos pasos que el ballet me prohibía, pero que me ayudaban a deslizarme con agilidad y flexibilidad a su alrededor.

Me escurrí entre sus piernas y cambiamos las posiciones de ataque y contraataque.

Ya no estaba en la posición de presa cuando me incorporé rápidamente y antes de que me diera por la espalda desvié su golpe y me moví por la sala, atrayéndolo hacia mi campo. Lo que estábamos haciendo no era Esgrima, era una batalla de egos y florines mientras que un cúmulo de excitación se formaba en la sala ante nuestro espectáculo.

—¡Vamos, Har! —me animó alguien al fondo de la sala. Me parecía la voz de Addie.

Varias veces estuvo a punto de darme el golpe de gracia, pero si él era tozudo, yo lo era el doble. El suelo tenía alguna especie de polvo en el que me había fijado al entrar, así que aprovechando ese factor y que una mesa se interponía en mi camino, hinqué una rodilla en la gravilla, utilizándola para deslizarme los pocos centímetros que me separaban de la mesa y subirme de un salto con ayuda de la mano que no estaba apretando el florín como si mi vida dependiera de ello.

«Continue de danser, petite danseuse», me repetía una y otra vez en mi cabeza.

Carson me tenía acorralada en la mesa, pero yo seguía apuntándole con el florín desde mi posición de superioridad, alerta al menor movimiento para darle el golpe de gracia.

—Dile que te rindes —exigí con un jadeo entrecortado.

—Ni muerto —replicó él, igual de fatigado—. Llevo sin perder un combate desde que tenía doce años: no vas a venir a cambiar mi suerte, pequeña bailarina tramposa —agregó. Me pinchó un poco con el florín en busca de distraerme, pero lo esquivé y le gruñí como si me tratara de un animal rabioso—. Ríndete tú —contrapuso—. Así te acostumbras a saber que yo siempre gano —masculló con prepotencia.

—Ni muerta —escupí.

Sentía el familiar hormigueo que se me extendía por las manos y que una vez que me llegara a la cabeza sería irreversible, pero a la mierda. No iba a dejarle ganar, aunque me costara una buena reprimenda la próxima vez que tuviera una revisión médica.

La excitación me recorría el cuerpo; hacía tiempo que no me sentía tan viva cuando retrocedí por el largo de la mesa y en el último tramo me abrí paso al suelo con una voltereta mariposa.

La cabeza me cosquilleaba a lo bestia y sentía las extremidades frías, pero en cuanto mis pies tocaron el suelo firme lo primero que hice fue apuntarle con el florín, pero sin rozarlo.

—Si te acercas, te mato —jadeé.

Percibí la sombra de una sonrisa a través de la careta.

—Puedes matarme a polvos, Beauchamp —comentó con aquella voz que a mi mente a punto del declive le sonaba de lo más sensual.

Con un veloz ataque, desvió mi florín con el suyo. Rápidamente, comenzó a comerme el terreno y me hizo retroceder. El agotamiento acumulado y el hecho de que la vista se me nublara hizo que la indignación me jugara una mala pasada y acabara tropezándome en un falso retroceso.

Perdí el equilibrio, caí y mi cabeza se golpeó contra un borde que sentí reverberar en mis paredes craneales. Gemí de dolor cuando el impacto hizo que me mordiera la lengua y mi campo de visión se llenara de puntitos negros que me hicieron perder el mundo de vista. El aire abandonó mis pulmones por el golpe y cerré los ojos con fuerza en el momento que el dolor se volvió insoportable.

Segundos después escuché cómo una pieza de metal caía al suelo con estrépito y alguien se precipitó hacia mi cuerpo y me arrancaba la careta con brusquedad.

Mis ojos encontraron los suyos cargados de preocupación al mirarme. Su mano enguantada fue a mi mejilla, acariciándome con cautela. La perturbación era palpable en su expresión, en su respiración errática golpeando mis mejillas y su fragancia a metal y perfume embriagando mis sentidos.

—Har... —susurró con vehemencia.

¿Acababa de llamarme «Har» o eran imaginaciones de mi cerebro fracturado? Peor aún, ¿cuándo me había colado en una escena de Oscuros? Pero en vez de mi sexy ángel caído tenía al mismísimo diablo mirándome a los ojos, por cierto, los ojos más hermosos y atormentados que había tenido la oportunidad de contemplar.

—¿Eres mi Daniel Gregory? —susurré con la mirada perdida.

El corazón me latía tan rápido que me martilleaba contra el cuerpo como si me hubieran picoteado cientos de pájaros. La sangre me rugía en los oídos por la adrenalina cuando Carson soltó una risa de alivio atrapando el labio inferior entre los dientes.

—Tienes que dejar de leer tanto —masculló entre dientes.

«Oh, pero si hasta su risa es agradable...».

Nos miramos por un par de segundos, todavía con las manos temblorosas por el miedo y la respiración irregular.

—Y tú tienes que dejar de acosarme —repliqué, a punto de vomitar.

Todo en ese momento parecía sacado de ACOTAR, hasta que nuestros compañeros se interpusieron, incluida Addison, que pegó un chillido de horror. El pánico me invadió de nuevo cuando Carson cerró los ojos, irritado consigo mismo a la vez que la máscara de frialdad regresaba a su expresión.

Lo agarré de la manga del traje y lo pegué a mí, lo que tiñó sus ojos con evidente sorpresa. Mis labios apenas rozaron su oreja cuando le susurré:

—Me voy a desmayar.

—¿Qué? ¿Ahora? —murmuró, como si no le viniera bien.

«Idiota».

Si pudiera, me reiría, pero estaba demasiado ocupada temblando. No me resistí cuando me cogió en brazos y me pegó contra su cuerpo. Inconscientemente, hundí el rostro en su pecho y cerré los ojos. Adoraba su fragancia a Azzaro, aunque nunca se lo diría.

—¿Qué coño estás haciendo, Diedrichs? —exclamó Addie, cabreada—. Primero le rompes la cabeza...

—Vete a cagar, Huntington —le espetó Carson en tono cortante.

Rápidamente, se abrió paso entre los estudiantes y sentí el rebote de sus piernas mientras bajaba las escaleras.

—Mira lo que te pasa por cabezota, joder —suspiró con resignación.

—Haberme dejado ganar —repuse.

—Jamás.

Carson se rio entre dientes, provocando que reverberara contra mi rostro.

—¿Tienes frío? —inquirió. Me apretó más contra su cuerpo, afianzando el agarre bajo mis rodillas.

—No —respondí lánguidamente. En realidad, tenía calor—. Necesito azúcar —murmuré.

Era la última persona a la que quería hacer partícipe de mis problemas, pero sabía que si no comía o bebía algo ahora mismo el siguiente paso iba a ser la hipoglucemia severa y el hospital, así que quisiera o no, necesitaba su ayuda.

—Entonces, ¿no quieres que te lleve a la enfermería? —inquirió. Intuía cierta nota que se asemejaba a la preocupación en su voz—. Te has pegado una hostia importante...

—Mochila.

Ya ni siquiera era capaz de hilar oraciones coherentes...

Supuse que habíamos llegado a los vestuarios al ser golpeada por una mezcolanza de perfumes femeninos que estuvo a punto de matar mi pituitaria y produjo que las náuseas se multiplicaran.

No protesté cuando Carson me sentó en uno de los banquillos y cogió mi mochila antes de sentarse a mi lado.

—En la botella de metal hay Coca-Cola: pásamela —pedí mientras me quitaba los guantes y los azotaba al suelo.

Obedeció y me acercó mi termo negro, que casi tuvo que colocarme en la mano, ya que me costaba enfocarlo; era una sensación similar a cuando estabas borracha. Le di varios sorbitos, disfrutando de la explosión de burbujas en la lengua. Me encantaba la Coca-Cola. Y no importaba que me dijeran que la sin azúcar era lo mismo: ni de coña sabían igual.

Cerré los ojos y apoyé la cabeza contra los casilleros de metal, sin ocultar mi expresión de alivio al sentir que los latidos de mi corazón se normalizaban y el hormigueo disminuía.

—Eres diabética —dijo Carson de repente, sacándome de mi trance.

Desvié la mirada en su dirección, hacia su rostro estoico y que nunca admitiría que era guapo, sexy, atractivo, fo...

«Cállate, Harper».

Parecía un poco desconcertado porque no lo supiera todo sobre todo el mundo.

Sin querer, mis labios se curvaron en una sonrisa pretenciosa.

—¿Qué? ¿Ahora he perdido encanto para ti, Diedrichs? —lo azucé con tonito sugerente —. Supongo que ya no soy una presa de categoría, sino un animal enfermo —farfullé con una risita carente de humor.

Los ojos de Carson, que usualmente nunca expresaban nada, brillaron con una chispa de rabia, pero que tenía la sensación de que no iba dirigida hacía mí. Sus mejillas aún estaban coloradas por el ejercicio y su gesto era hierático, pero había algo animal que me gritaba que me alejara antes de que el lobo me comiera mientras que mi parte irracional me susurraba que explorara que había debajo de la piel del temido cazador.

—La emoción de la caza no está en el tipo de presa, sino en el proceso de caza de dicha presa —murmuró.

Su acento alemán se había acentuado y su voz era más gruesa y analítica. Me costaba entender porque le gustaba tanto la analogía de presa-cazador. Tampoco me consideraba tan débil e indefensa, aunque él si fuera eficaz, persistente e inteligente como un animal que se alimentaba de otros animales.

Me pasé la lengua por el labio inferior y me apoyé contra el casillero.

—Ni siquiera sé porque te gusto, Carson —reconocí en un murmullo apenas audible—. Ni siquiera sabía quién eras hasta que apareciste en el funeral de mi madre y me trataste como si fuera de tu puñetera propiedad: eso fue muy ofensivo —confesé, arrugando el gesto. Carson seguía observándome en silencio, con atención—. En serio, no sé qué has visto en mí que te cause tanto interés —suspiré—. No tengo emoción de persecución —aseguré.

Carson adoptó la misma postura que yo, hasta que estuvimos a un par de centímetros y nuestras rodillas se rozaron sobre el banquillo. Podía sentir su aliento, ver las pequeñas pecas que le salpicaban la nariz, leer la intensad con la que sus ojos exploraban mi rostro, como si quisiera aprenderse cada detalle de él mientras que yo solo quería hundir los dedos en ese espeso cabello negro como mis pesadillas y acariciar las tupidas y largas pestañas que le acariciaban los pómulos cada vez que parpadeaba.

—Siempre me has resultado fascinante —confesó—. Eres un pequeño ruiseñor en su jaula de oro, triste y solo, encadenado a sus opresores —murmuró.

—Ni siquiera sé quién eres —murmuré con suavidad.

—Tú y yo nos conocemos desde hace tiempo, Harper —contestó. Su rostro seguía siendo tan imperturbable como de costumbre—. Intenta recordarlo —pidió, dándose un golpecito en la sien con el índice.

Pero ¿qué debía recordar? ¿En qué momento de nuestras vidas nos habíamos cruzado y me había vuelto tan inolvidable?

Una cara como la suya no era fácil de pasar desapercibida.

—Me das miedo —reconocí, aunque estaba sonriendo un poco.

—¿Por qué? —inquirió, pero él también sonreía.

—El modo en el que te metes en la cabeza de los demás es aterradora: como si pudieras leernos solo con mirarnos a los ojos —expliqué—. Intimida.

Carson se quedó en silencio y se mordió el labio inferior, provocando que me fijara en lo carnosa que era su boca. Sentí calor en las mejillas al darme cuenta de que me había pillado in fraganti, pero no dijo nada al respecto, sino que hizo algo más inusual cuando con una suavidad que no encajaba con su actitud, me colocó un mechón suelto de la trenza detrás de la oreja.

El estómago se me encogió en esa olvidada sensación y un millón de pequeñas descargas eléctricas se deslizaron por mi mejilla, provocando que su silencio produjera más expectativa.

«Ay, joder, Harper, lo estás volviendo a hacer».

Sus dedos eran suaves y delicados, expertos en tocar de la manera adecuada para ponerte a temblar, y él lo sabía. Era perfectamente consciente del efecto que causaba en los demás, incluso en mí.

Sus labios se curvaron en una media sonrisa relajada y me miró con una pizca de curiosidad.

—La única cabeza en la quiero entrar veinticuatro horas del día es la tuya, Nachtigall —dijo con ese tono firme y al mismo tiempo que sonaba como campanas celestiales.

«¿Otro apelativo raro?».

—No soy nadie interesante y no tengo nada interesante en mi vida —admití. Sin que mi cerebro procesara mis órdenes, mis dedos atolondrados viajaron hacia su mandíbula y le recorrí el contorno con las yemas—. No sé qué ideas preconcebidas te habrás hecho sobre mí, porque ya deberías saber que los acosadores idealizáis a vuestras víctimas y luego cuando nos caemos del pedestal, vienen los problemas. Así que te adelanto que cualquier cosa que cruce tu retorcida cabeza, no funcionará.

Carson cerró los ojos cuando mis dedos alcanzaron el límite de su definido rostro y su pecho se hinchó imperceptiblemente cuando le acaricié la mejilla a palma abierta. ¿Le gustaba? Su piel era extremadamente suave y lampiña. Tan delicada y pálida que hacía contraste con el tono bronceado de la mía y mis uñas pintadas de negro.

—Ponme a prueba —propuso. Su voz se había enronquecido ligeramente.

Pues sí que quería jugar. Por supuesto que no se rendiría con facilidad, era el rasgo principal del acosador. Hasta que no lo decepcionara de verdad no dejaría de idolatrar lo que demonios haya pensado que era dentro de su cabeza. Aunque no sabía con qué necesidad alguien con el aspecto y las posibilidades de Carson perdía el tiempo con una chica que evidentemente no estaba interesada, no cuando las debía tener haciendo cola.

—No vas a usarme para lo que sea que Olivia y tú hagáis, lo que supongo que serán jueguitos perversos y sexuales, ¿verdad? —lancé.

Carson abrió los ojos como un ave rapaz y detuvo la caricia de mis dedos, apretando su mano contra la mía sobre su rostro. El contacto directo de su piel con mi piel produjo que las llamas estallaran en mi torrente sanguíneo, pero las ignoré mientras le sostenía la mirada con la misma entereza.

Tensó ligeramente la mandíbula y chaqueó la lengua.

—Te enteras demasiado rápido de las cosas, pero... —Frunció los labios y negó con expresión de conformidad—. Nada de mierdas morbosas con Liv. Además, no tenía pensado compartirte —masculló con ese gesto posesivo que cada vez reconocía mejor—. Lo que hagamos, se lo que sea, se queda entre tú y yo.

Sacudí un poco la cabeza, resignada.

—No habrá un tú y yo, Carson. Ese es el asunto —dije, lo que lo hizo entrecerrar los ojos con suspicacia—. Si en tu cabeza concebías la idea de que me fuera a enamorar de ti o yo que sé, me ibas a follar para saciar tu encaprichamiento obsesivo porque te excito, te adelanto que no va a suceder. Tampoco valgo para esas cosas —admití.

Sin querer me empecé a reír, era una risa un poco histérica, un poco desconcertante y totalmente sin sentido, pero que me salía de las entrañas.

¿A dónde había ido a descarrilar mi vida que estaba hablando de mis problemas con el tío que me acosaba como si se tratara de mi mejor amigo? ¿Hasta qué punto me habían hecho pedazos como para aceptar que mi vida sexual se reducía a ese desastre? ¿A qué simplemente «no servía» y que precisamente él era al único hombre que había tolerado tener tan cerca desde hacía meses?

Patética.

Era jodidamente patética.

Si Carson pensaba que estaba cuerda, debió ser el primer estigma que le rompí cuando me eché a llorar entre risas absurdas.

Humillada, me cubrí los ojos con el antebrazo y apoyé la espalda contra el casillero. Era un desastre. No podía pasarme nada peor que ponerme a llorar delante de la única persona que con casi toda posibilidad en algún momento lo utilizaría en mi contra.

Las lágrimas me ardían en la garganta. Me obligaba a exhalar e inhalar para intentar calmar el ridículo llanto, pero era algo más profundo, algo que llevaba meses aguantándome y tragándome, ocultándolo para no preocupar a mi familia y darles más problemas.

Porque al final, siempre terminaba convirtiéndome en el problema.

Me estremecí cuando me apartó el brazo con delicadeza y yo no me resistí a que lo hiciera.

Sus ojos negros entraron en contacto con los míos cuando me tomó el mentón y me hizo mirarlo. Debería estar prohibido que alguien fuera tan guapo mientras que yo estaba hecha un asco.

—¿Sabías que se te ponen los ojos muy grises cuando lloras? —comentó. Me miraba de forma distraída, pero con la profundidad para fijarse en detalles tan insignificantes—. Y son realmente bonitos... Quizá deba hacerte llorar más a menudo —sugirió, sopesando la idea.

Me lo quedé mirando con verdadero desconcierto, ya que tenía la liguera sospecha de que sí que se lo planteaba; era así de literal.

Solté una risita por la nariz mientras me tragaba las lágrimas que me ardían en los ojos.

—Espero que estés de coña —musité.

—Puede...

Tragué saliva con dureza cuando recogió una de mis lágrimas con el índice y después se la llevó a los labios.

«Ay, joder...».

¿Por qué tenía que hacer esas cosas tan perturbadoras y al mismo tiempo sexis? Vale, definidamente había leído demasiados libros oscuros y me tenían el cerebro podrido, porque no podía estar bien que eso me hubiera gustado.

Me miró por encima de sus larguísimas pestañas y me sonrió de esa manera tan suya, que no decía nada, pero lo expresaba todo.

—¿Algún día me contarás quien te rompió el corazón? —preguntó con ese tono casual que empleaba cuando algo le causaba curiosidad.

—Puede... —le respondí. La primera vez que me lo sonsacó había sido cruel, sin embargo ahora su actitud era otra. Parecía... decidido—. ¿Por qué te interesa? —inquirí.

Hurgar en mi pasado eran heridas que no pensaba reabrir. Londres había sido mi vía de escape a todo aquello y por nada del mundo pensaba permitir que me persiguieran cuando sencillamente, podía cerrar el cajón y hacer como si jamás hubieran existido.

Le quitó importancia con un movimiento del hombro y ladeó un poco la cabeza.

—Nada... simple curiosidad insatisfecha —respondió como quien no quería la cosa. Recuperó el semblante enigmático e invadió un poco mi espacio personal, lo que produjo que no pudiera dejar de mirar su maldita boca sexy y mal hablada—. Mis ojos están arriba, Harper —apuntó, haciendo que levantara la vista y él se riera en respuesta—. Es curioso que os quejéis cuando nosotros os miramos las tetas sin disimulo, pero nosotros no podemos decir nada cuando nos miráis la boca... Prácticamente, están a la misma altura —lanzó, frunciendo el ceño con expresión reflexiva, pero rápidamente recuperó la sonrisita engreída de mierda—. Aunque, es bueno saber que te gusta mi boca, y te gustaría más...

—Ya lo has estropeado todo, pedazo de idiota —me quejé, dándole un puñetazo bromista en el pecho.

Y sin darme cuenta, me estaba riendo de nuevo y él también lo estaba haciendo. Tenía una risa suave, un poco gutural y discreta que le profundizaba los hoyuelos que hacían acto de presencia cuando me dedicaba esas sonrisas maliciosas.

Parecía que por fin podía catalogarlo como humano y no tan malvado.

Cuando las risas se apaciguaron, se me quedó mirando con esa magnitud que me producía miedo al principio y ahora... Ahora no quería pensar en lo que me producía. En realidad, no lo conocía, y las cosas que decían sobre él eran verdaderamente horribles, incluso su forma de comportarse era terrible un noventa por cierto del tiempo, así que no podía bajar la guardia porque fuera agradable cuando había estado a punto de abrirme la crisma.

Con el tiempo había aprendido que las personas no cambiaban, se reinventaban.

Y dudaba que Carson fuera a ser la excepción a la regla.

Adopté una expresión seria y carraspeé para aclararme la garganta.

—Tengo, eh... que ducharme —dije rápidamente a modo de excusa.

Me puse de pie tan rápido que incluso me mareé, pero me sobrepuse mientras volvía a guardar la botella en la mochila y abría mi taquilla para sacar las cosas que necesitaba para la ducha.

Ignoré la fugaz expresión de confusión de Carson ante mi repentino cambio de actitud mientras también se ponía de pie. La segunda vez que me miró, sentí que estaba mirando a una persona diferente; se le daba de perlas enfundar lo que pensaba y a mí se me daba todavía mejor decepcionar a los chicos, incluso los que estaban obsesionados conmigo.

Era lo que había estado haciendo la mayor parte de mi vida.

Contuve el temblor que se extendió por mis manos cuando hizo el amago de irse, pero en el último instante sentí su cuerpo grande y fuerte rozando mi espalda y su cálido aliento acariciar mi oreja.

—Nada de lo que digas o hagas me alejará, Nachtigall: ni ese rollo puro y virginal, ni la actitud pasivo-agresiva ni mucho menos que estés rota —confesó—. Quiero cada pedazo de ti, pero negarte el placer de lo que es follar porque «no sirves», es una mierda muy turbia. Así que está bien, no te enamores de mí, pero no niegues que te mueres por follarme cada vez me llamas pirado, porque yo sí me muero por hacerlo cada vez que lo haces, Harper —me susurró con ese tono ronco y meloso que produjo que el estómago se me tensara y sintiera esa corriente de electricidad recorrer el interior de mis muslos—. Solo con mirarte sé que a una parte de ti le pongo: loco, obsesionado, intenso, pero tuyo. Te gusta que te preste atención, y yo estaré aquí, esperando para darte toda la atención que te niegas a experimentar. —Contuve el aliento al sentir como expelió contra la piel sensible de mi cuello, provocando que se me erizara el vello de la nuca antes de que sus labios la rozaran con una delicadeza sublime—. No me des tú corazón, pero no intentes huir de mí, porque tus orgasmos me pertenecen, petite danseuse.

Con esas últimas palabras, salió del vestuario, dejándome sola, aturdida y con las bragas hechas un desastre.

Definitivamente, estaba enferma, pero de la cabeza. 


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