4

CARSON

"La vida le preguntó a la muerte:
¿Por qué la gente me ama, pero te odia a ti?
La muerte le respondió: porque tú eres
una hermosa mentira y yo soy una dolorosa verdad."



Tomé una profunda exhalación antes de soltarla a la vez que asesté un golpe certero al saco de boxeo, intentando liberar algo del estrés que me carcomía. El deporte me ayudaba a no tener que pensar demasiado; era metódico y rítmico. Aunque me encantaría que pudiera devolverme los golpes.

No recordaba a qué hora había bajado al gimnasio, pero sentía la piel caliente, el corazón agitado, las extremidades pesadas y el cuerpo lleno de sudor, haciendo que el pelo se me pegase a la frente y que tuviera que echarlo hacia atrás cada dos por tres, dificultándome la serie.

Los pulmones me ardían y la boca comenzó a saberme a metal, lo que al instante me hizo recordar que debería dejar de fumar. Pero no lo haría. Joder, no tenía muchos vicios en la vida así que me los permitiría todos.

» Carson, tienes que dejar de fumar, hará que pierdas rendimiento».

» Podrías haber sacado mejor nota en ese examen, Carson. Tienes que esforzarte más».

» Tienes que comer más verduras: perderás condición física sino te alimentas mejor».

» Carson, tienes que sonreír».

» Tienes que ponerte esa corbata: te quedará mejor».

Y más bla, bla, bla. Cuando mi conciencia hacía el maravilloso acto de presencia una vez cada cinco meses, le gustaba torturarme... Tenía la sensación de que no le gustaba mucho el derrotero que tomaban mis pensamientos...

Le aticé otro puñetazo al saco, y otro más, hasta que los nudillos me ardieron bajo las cintas y me dolió la mandíbula de tanto apretar los dientes. El saco comenzó a agitarse con violentas sacudidas, provocando que la cadena que lo sostenía al techo se bamboleara peligrosamente.

» Sé agradable».

» No puedes llegar a casa después de las tres».

» Tienes que entrenar más horas».

» Tienes que mantener un perfil bajo en los medios. No puedes dejarnos en ridículo».

» No puedes traer chicas a casa».

» No puedes salir con esa chica: no está a tu altura».

» No puedes emborracharte».

» Tienes que ser puntual».

» Tienes que ir a tu clase de equitación».

» Debes aprender a tocar el piano: es de buen gusto».

» Aprende a comportarte».

» Vete a hablar con ella, será un buen partido para tu futuro».

» Debes ser perfecto, siempre».

Perfecto. Perfecto. Perfecto... ¡¿ Es que no se habían dado cuenta de que nadie era perfecto?! Claro, excepto ellos. Papi y mami eran perfectos fuera de casa; eran un puto idilio de familia, y pretendían que su hijo no fuera menos, pero desde luego, nunca había cumplido las expectativas.

Mi puta novia se había muerto hacía menos de un año e incluso así, debía mantener las apariencias... Y joder, bordaba el papel...

«Lo lamento, papá y mamá, tenéis un hijo jodido e imperfecto».

La música rebotaba en las paredes del gimnasio, manteniéndome concentrado en golpear, dar puñetazos, patadas y al mismo tiempo mantener la respiración regular para no desfondarme antes de tiempo.

Mi vida sin Savannah se había vuelto insulsa, sin una pizca de emoción, y aunque lo último que necesitaba un cerebro como el mío eran emociones fuertes, me gustaba; aquella chica estaba tan loca como yo.

Por eso quizá la escogí. Tal vez por su precioso cabello rubio o aquella sonrisa dulce que me recordaba a la suya, o tal vez... A saber... A veces hacía las cosas sin meditarlas a fondo.

Apagué la música cuando dieron las nueve, salí del gimnasio y subí las escaleras hacia la recepción. Ladeé la cabeza como un resorte al sentir unos ojos observándome al pie de las escaleras.

Tal como me había acostumbrado a verlo desde que tenía uso de memoria, no encontré nada fuera de su sitio en el impecable aspecto de Leiland Diedrichs: pantalones de vestir gris plomo con raya diplomática, camisa blanca sin una arruga y los gemelos de oro que mamá le había regalado las Navidades pasadas. Recién afeitado, con el cabello negro perfectamente engominado y retirado hacia atrás. Pero lo que más intimidaban eran sus ojos gris líquido indulgentes como los de un águila: calculadores, fríos y meticulosos, listos para buscar la mínima imperfección.

Todavía me sorprendía lo mucho que me parecía a mi padre físicamente y lo poco que compartíamos en común a la hora de pensar; lo único en lo que coincidíamos era en que estaba tan amargado como él.

Cogí la toalla negra del suelo y me la pasé por la cara para retirar el exceso de sudor antes de colgármela alrededor del cuello.

Leiland me dirigió una mirada escéptica cuando se dio cuenta que solo llevaba unos pantalones de deporte.

Vater —murmuré cuando pasé por su lado hacia las escaleras.

—¿No deberías estar en clase a estas horas? —inquirió con ese fuerte acento alemán que me atemorizaba cuando era pequeño.

Me ladeé en su dirección para contener la sonrisa cínica que amenazó con salir de mis labios y adopté una expresión igual de escéptica que la suya. Siempre estaba tan ocupado en sus asuntos que ni siquiera conocía un poco los de su hijo.

Típico.

Me rasqué la mejilla, fingiendo pensar mientras contemplaba cómo la impaciencia crecía ante mi respuesta, hasta que chasqueé la lengua con entendimiento y le devolví una mirada cargada de intención.

—No sé, quizá saber español, ruso, francés, italiano, alemán y portugués me exima de las clases de idiomas de un instituto promedio, padre —lancé con toda la ironía posible.

Sonreí para mis adentros cuando Leiland tensó la mandíbula antes de tomar una bocanada de aire y asentir con la cabeza secamente. Quizá no pudiera disfrutar de hacerlo perder el control, pero disfrutaba jugando con su beligerancia.

Tampoco me sorprendió que estuviera levantado, lo raro era que estuviera durmiendo; eso sería una pérdida de tiempo.

Di media vuelta con intención de marcharme, no sin antes escuchar la voz de papá a mi espalda.

—Te quiero en casa a las seis, así que Himura te llevará y traerá hoy del colegio. Tenemos una cita en la embajada francesa y me gustaría que asistieras.

—¿Eso es una petición? —pregunté con fingida expresión de sorpresa.

Fordere dein glück nicht heraus —«No tientes a la suerte».

«¿Suerte?».

Hacía tiempo que había llegado a la conclusión de que la suerte me temía desde el momento en el que había nacido.

Suspiré con pesadez y asentí con la cabeza en un gesto seco antes de subir las escaleras. La casa, —como de costumbre—, se encontraba en silencio. El sol se alzaba a través del cielo encapotado, incidiendo contra los ventanales y logrando que me deslumbraran por un par de segundos antes de entrecerrar los ojos.

Les di una patada a los pantalones del suelo para quitarlos de mi camino y fui hacia el escritorio, donde había dejado el móvil anoche.

Me retiré el cabello húmedo hacia atrás mientras desbloqueaba la pantalla para leer los mensajes de Jackson y Olivia.

Jackson

lue, 2 mar 8:45 a.m.

¿Dónde coño te has metido, tío?

Me dijiste que vendrías a buscarme.

No sé cómo DLR.

Puse los ojos en blanco por acto reflejo y me mordí el labio inferior para contener una carcajada.

«¿DLR?».

En serio, a veces me cuestionaba cómo pudo llegar a convertirse en mi mejor amigo. Quizá porque al igual que yo nunca se había establecido en un lugar fijo, o porque era tan encantador como un cactus con pinchos y le daba lástima dejarme desamparado.

Con el paso del tiempo me había acostumbrado a ser como una piedra rodante. Nos habíamos marchado de Alemania cuando tenía apenas cinco años por el trabajo de Leiland como embajador. Había estado dos años en Madrid, otros dos en París, seis meses en Roma y un año más en Lisboa, hasta que terminamos en Londres, donde llevábamos más de cuatro años, por fortuna: tenía la certeza de que Marlene había tenido algo que ver con la decisión de estabilidad.

Tecleé una respuesta rápida diciéndole que llegaría para la segunda hora y pasé al mensaje de Olivia.

Liv

lue, 2 mar 7:01 a.m.

Esta tarde tengo la casa libre.

Podemos vernos.

Llevaba intentando ignorar sus invitaciones durante una semana, pero la tía no se rendía con facilidad. La muy estúpida creía que podía utilizarme igual que se ponía los tampones, pero como de costumbre, bailaba a mí son, siempre buscando una bragueta a la que agarrarse para olvidar lo sola que estaba.

La verdad, lo lamentaba por Luke... Bueno, en realidad no.

Una lástima que no se me permitiera sentir nada.

Directamente, no contesté para darle a entender que no estaba interesado. Con el tiempo se había acostumbrado a interpretar mis silencios.

Dejé el móvil donde estaba y comencé a guardar los libros correspondientes a las clases que tendría. Chasqueé la lengua al recordar que en clase de Inglés trabajaríamos con Cumbres Borrascosas de Emily Brontë.

No era una de mis autoras favoritas del siglo XIX, pero debía confesar que me gustaba su percepción del amor como una obsesión tóxica; una enfermedad que nos consumía desde dentro hacia fuera y le otorgaba el poder de matarnos si nos enamorábamos de la persona equivocada.

Conocía casi a la perfección aquel sentimiento, aunque no tenía muy claro lo que era aún el concepto del amor.

Fui hacia la estantería donde guardaba los clásicos y tanteé hasta que di con una primera edición que mamá me había regalado por mi décimo cumpleaños. Le encantaba que le recitara pasajes, no sabía si para jactarse de lo inteligente que era o porque de verdad le gustaba escucharme.

Nunca lo sabría y en el fondo, tampoco me importaba: aprenderme esos pasajes no lo hacía por obligación, sino por placer.

Pasé las yemas de los dedos por las hojas manoseadas y la encuadernación deteriorada por todas las veces que había sido abierto. Apoyé un hombro sobre la estantería y lo abrí por uno de los múltiples pasajes que tenía marcados.

«¡Que duro resulta el perdón para quien mira esos ojos tuyos y esas manos exangües! ¡Oh, bésame otra vez, pero no me pidas que mire tus ojos! Te perdono todo el mal que me has hecho, perdono a mi verdugo. Pero al tuyo, ¿cómo lo podría perdonar?».







En cuanto terminé de ducharme y ponerme el uniforme, cogí la mochila de la cama y bajé las escaleras. Himura me estaba esperando con la puntualidad británica que lo caracterizaba.

—Su padre me ha ordenado llevarlo al colegio —dijo con seriedad.

—Sí, así es —convine cuando llegué a su altura. Le mostré mi mejor sonrisa de chico bueno y pasé por delante—. Por cierto, buenos días para ti también, Himura —comenté. Percibí cómo puso los ojos en blanco y me siguió hacia el Mercedes que solía utilizar para llevarme de un lado a otro.

Himura llevaba siendo mi guardaespaldas personal desde que tenía quince años y Leiland comenzó a preocuparse no solo por mi seguridad, sino también por mis problemas de actitud; quería a alguien vigilándome veinticuatro horas al día, trescientos sesenta y cinco días al año.

Como si hubiera servido para algo...

Himura fue el único capaz de soportar mi comportamiento y debía confesar que era digno de elogiar, ya que nadie más podría lidiar con una persona como yo en mis malos días, que eran la mayoría.

La verdad, yo tampoco querría a ningún otro que no fuera él.

Nos metimos en el coche. Yo, como de costumbre, en la parte trasera para estar con mis cosas mientras él conducía. Vivir en Kensington Palace Gardens tenía unas ventajas de infarto para moverte por la ciudad, lo único malo era que el personal de seguridad ya me conocía y por supuesto, sabía cuándo estaba metido en algún lío.

Londres podría ser considerada una de las ciudades más turísticas y sobrevaloradas del mundo, y aun así, me encantaba admirar a los cientos de turistas que albergaba cada año. Lo complicado era moverse por algunas zonas durante la conocida hora punta, sobre todo cuando los turistas se introducían en la misma carretera por falta de espacio para ver el Elizabeth Tower.

Al menos, siempre tenía una excusa por la que llegar tarde.

Tecleé un nuevo mensaje antes de bloquear la pantalla del móvil.

—Después de clase necesito que me lleves al Ritz —pedí antes de leer el mensaje de respuesta.

Himura me devolvió una rápida mirada a través del espejo y asintió levemente con la cabeza.

—¿Puedo preguntar por qué? —lanzó sin la menor preocupación.

Sonreí para mis adentros y chasqueé la lengua antes de soltar un dramático suspiro.

—Si te lo contara, tendría que matarte.







Mis nudillos doloridos estallaron al picar contra la puerta antes de abrir. Como de costumbre, llegaba tarde, pero la profesora Alvarez, —una anciana que a mi parecer estaba curada de espantos—, me miró con resignación y me hizo un gesto con la cabeza para que entrara.

Qué suerte que fuera su alumno favorito...

Enarqué una ceja cuando ella arrugó las suyas, haciendo que sus rasgos de expresión se acentuaran.

—Siéntate donde quieras, Carson —masculló.

Pero me estaba haciendo un gesto con la extensión de su brazo hacia el asiento libre en primera fila, al lado de una chica rubia que ni siquiera hizo falta que me mirara para saber que se trataba de chica al ver como intentaba esconderse detrás de las gafas.

Bueno, al final sí que iba a tener un poco de buena suerte...

Se echó hacia delante para dejarme espacio, en lo que aproveché para buscar con la mirada a Jackson, que no me sorprendió que estuviera sentado al lado de Huntington. Me lanzó una mirada inquisitiva que le respondí con una media sonrisa cargada de intención.

Harper retiró su mochila de mi lado de la mesa sin despegar la mirada de la señora Alvarez, que continuaba hablando con entusiasmo sobre los cánones de los autores del Romanticismo. Aunque poco me importaba lo que estuviera diciendo.

Estaba más interesado en mirarla a ella.

Estaba demasiado delgada para ser saludable y aquel precioso cabello rubio que me había fascinado desde la primera vez que lo había visto recogido en un apretado moño seguía igual. Normalmente, los adultos no conservaban el rubio natural de que cuando eran niños, pero el suyo seguía siendo tan rubio que rozaba los tonos platino, largo y recogido en dos delicadas coletas con lacitos blancos que le otorgaban un toque inocente y virginal...

Pero tenía una terrible noticia para ella: cuanto más inocente pareciera, más ganas tendría de arrancarle esa pureza.

Querría corromper todo aquello que no le habían arrebatado aun...

Sus dedos jugueteaban nerviosos con la punta de la corbata pegada al cuello, lo que delataba que le gustaba la perfección llevada al extremo.

Parecía relativamente tranquila, hasta que me vi tentado de enredar un dedo en uno de sus mechones. Se tensó como una cuerda, pero fingió que no la molestaba mientras atendía a la explicación.

—Te prometí que nos volveríamos a encontrar, bonita —murmuré cerca de su piel.

En esa ocasión logré el efecto deseado cuando se estremeció ligeramente y tragó saliva con dificultad.

—¿Y yo no te he dicho que eres un maldito pirado? —espetó entre dientes de forma retorica—. En serio, háztelo mirar —farfulló bajito.

La risa se me quedó atascada en la garganta, pero me obligué a parecer imperturbable. Joder, me encantaba su lengua viperina, sobre todo porque la mayoría del tiempo parecía una cosita pequeña e indefensa que se paseaba por los pasillos como un alma en pena, como si temiera que las paredes fueran a atacarla.

«¿Quién le habrá hecho tanto daño?».

—Mi psicólogo sigue buscando las causas, la verdad —comenté en tono despreocupado.

Y por primera vez, vi la sombra de una sonrisa asomar de aquellos sensuales labios. Por Dios, tenía unos labios realmente sexis: esponjosos, gruesos, de un rosa natural...

Pasé la atención a los nombres que la profesora Alvarez escribía en la pizarra con esa horrenda caligrafía que solo ella parecía comprender mientras seguía jugueteando con el cabello de Harper.

Aun así, fui capaz de intuir que se trataban de autores románticos: Lord Byron, Gustave Flaubert, Mary Shelley, Charles Dickens, Oscar Wilde, Johann Wolfgang Goethe, Charlotte Brontë, Emily Brontë y Anne Brontë.

Cuando terminó con el último nombre dio un toque en la pizarra con la tiza para despejar los murmullos del resto de la clase. Se volvió de nuevo hacia nosotros y sonrió genuinamente, haciendo que las comisuras de la boca se le arrugaran.

—Bien, quiero que por parejas seleccionéis una obra de estos autores, la que prefiráis y la combinéis con una canción. Podéis coger una escena concreta de la novela o el libro en su totalidad. Esto contará para nota, así que ya podéis esforzaros —nos barrió a todos con una mirada de cejas alzadas, hasta que llegó a nosotros y nos señaló con la tiza—. Beauchamp y Diedrichs, seréis los primeros en escoger.

Harper dio un pequeño salto en el sitio y parpadeó repetidas veces, como si acabara de despertar de sus ensoñaciones. Hubo algunas risitas disimuladas al fondo, incluso yo tuve que contenerme para no echarme a reír cuando se encogió de hombros y escondió las manos entre los muslos, avergonzada.

A través del perfil de su rostro percibí cómo sus cejas rubias se fruncieron al mismo tiempo que se mordía el labio inferior, provocando que me fijara en la carnosidad de este.

«Son ridículamente follables».

Se estaba tomando su tiempo, por lo que deduje que no debía tener ni la menor idea de quienes se trataban.

Típico.

Después de más de un minuto y medio, perdí la paciencia y decidí tomar el testigo.

—Emily Brontë —escogí por los dos.

Ella volvió la cabeza en mi dirección como si acabara de darse cuenta de que estaba sentado a su lado. Sus labios se entreabrieron en un gesto a caballo entre la sorpresa y la confusión. Volvió a bajar la mirada cuando alcé una ceja, preguntándole en silencio si estaba de acuerdo, a lo que respondió con un leve asentimiento hacia la profesora, confirmando mi respuesta.

Madre mía, sí que la había acojonado... Digamos que estaba acostumbrado a recibir atención femenina, pero ella hacía como si no existiera.

Y me resultaba de lo más desconcertante..., y excitante a su vez.

El resto de la clase escogió al autor entre algún que otro grito, carcajadas y fortuitos insultos cuando más de dos se decantaban por la misma obra. Mientras, saqué una hoja y un bolígrafo con el que apuntar.

Harper permaneció quieta y callada, esperando para trabajar.

«¡Oh, por Dios!».

—No te voy a comer... —mascullé—, todavía.

No podía parar. Me lo ponía tan fácil que era como perseguir al perrito desobediente que se había hecho pis en la alfombra.

Puse los ojos en blanco y sin darle oportunidad de protestar cogí la parte inferior de su silla para acercarla a mí, provocando que emitiera un murmullo de sorpresa al quedar a un par de centímetros de mí.

Sus ojos se encontraron con los míos a través de las gafas que me recordaban a las que usaba Harry Potter.

—Cuando trabajo con alguien, me gusta que me mire a los ojos. Aunque sea solo por educación —espeté en tono seco.

—De... de acuerdo —respondió, un poco más tiesa de lo habitual.

Me quedé traspuesto observando el color de sus iris, la pequeña chispa de oscura emoción que brillaba en sus ojos gris tormenta. ¿Cómo demonios podía recordar tan bien el color exacto incluso dentro de mis sueños?

«¿Así está de incrustada en mi podrida cabeza?».

Tenía una mirada profunda, pero a la vez muy triste y melancólica. Era de aquellas miradas que te gritaban que te alejaras antes de que te destruyeran: inestables y llenas de pérdidas... A veces detestaba leer los ojos de la gente, sobre todo en ese caso, al comprobar de que una parte de ella estaba tan jodida como la mía.

Aparté la mirada al ver como comenzó a sonrojarse. Intentó recuperar la compostura, retorciéndose los dedos de forma nerviosa.

Volví a la hoja mientras tomaba una profunda exhalación.

—¿Sabes cuántas obras tiene Emily Brontë? —inquirí con tenacidad.

—Solo una publicada y famosa: Cumbres Borrascosas —respondió en un susurro.

La miré por encima de las pestañas, sorprendido porque le gustaran los clásicos; la mayoría de las chicas de su edad leían novelas cursis y románticas con lo que ahora catalogaban como escenas spice, lo que en mi idioma traducía como porno para adolescentes.

De nuevo, volvió a esconderse de mí.

—¿Has leído el libro? —preguntó de forma distraída.

—¿Sería extraño que lo hubiera hecho? —lancé de vuelta con tono sardónico.

En serio, comenzaba a ofenderme un poco.

—La verdad, sí. Me ha sorprendido bastante que la escogieras. —Volvió a morderse el labio inferior de forma nerviosa—. Los chicos siempre escogen El Retrato de Dorian Gray o Frankenstein —añadió—. Tú mismo te declaraste amante de Lovecraft y Poe —me recordó con ese tonito sabiondo que la había escuchado emplear en algunas clases.

Me gustaba su sinceridad, al menos no intentaba hacerme la pelota como el resto del mundo. Tenía una forma sutil de dar su opinión sin hacer que te sintieras atacado o como si te estuviera juzgando.

—Hay cierto encanto en la búsqueda de la belleza en lo macabro y las falsas apariencias. Pero en lo personal, prefiero las relaciones autodestructivas y las rencillas familiares —coincidí con toque irónico.

—¿Y a quién le gustaría que el amor doliera tanto? —preguntó al aire.

Sentí tal grado de inocencia en su pregunta que me hizo mirarla como si acabara de escaparse del Mundo de Barbie. Aun así, bajé la mirada hacia la hoja y comencé a pintar los cuadritos del borde.

«A mí».

Leí en algún lado que el amor era como la guerra, y por lo que sabía sobre la guerra en ella solo había muerte, dolor, pérdidas y lágrimas por lo que alguna vez habías amado y nunca más recuperarías. Muchas veces había creído estar, tal vez, encaprichado, lo que se podía confundir con amor, pero todas me llevaron a una profunda desilusión al darme cuenta de que no me sentía como lo hacían los protagonistas de las historias que había leído durante casi toda mi vida. No había en mi alma un dolor desgarrador que me nacía desde las entrañas o una angustia en el pecho que parecía que nunca fuera a sanar.

Básicamente, había llegado a considerar que mi corazón estaba muerto.

Los sentimientos y emociones me resultaban extraños y caóticos en su mayoría, pero al mismo tiempo fascinantes, ambiguos y sorprendentes. Con el tiempo me había acostumbrado a experimentar tales emociones a través de personajes tan sumamente autodestructivos como Catherine y Heathcliff.

Y una pequeña parte de mí anhelaba sentir aquella clase de dolor y no solo idealizarlo a través de las novelas; quería lo que ella me había hecho experimentar alguna vez y apenas era una reminiscencia en mi memoria.

Me retiré el pelo hacia atrás cuando la pillé observándome de nuevo, con una mezcla de confusión y resignación, pero también de curiosidad. Le devolví una mirada seria y di un toque con el boli sobre el papel para captar su atención, haciendo que su mirada recayera sobre la mesa, y por consecuencia, en mi mano.

Me bajé la manga de la chaqueta para ocultar mi pequeño suvenir.

—Me pondré en contacto contigo para hacerlo —comuniqué, mirándola directamente a los ojos.

Harper tragó saliva con dificultad y bajó la mirada, temblorosa.

—Para eso necesitas mi número —respondió, tan tenaz como de costumbre.

—Tranquila, encontraré la manera de hacerme con él —repliqué con la misma actitud de superioridad.

Después no volvió a pronunciar palabra, quedándonos en silencio, hasta que tomó una profunda respiración y se ladeó ligeramente hacia mí.

—Creo que no deberíamos quedar. Podemos hacerlo en la biblioteca o en algún lugar público —propuso—. No es buena idea que nos relacionen —murmuró.

Volví la cabeza en su dirección y la miré con gesto burlón.

—Una lástima que te desagrade pasar tiempo conmigo, preciosa, porque te aseguro que vamos a pasar muchísimo tiempo juntos si quieres aprobar esta puta asignatura en la que te adelanto que ya tengo la matrícula de honor —solté lleno de sarcasmo mientras jugaba con el bolígrafo entre los dedos.

—Seguro que hay más alumnos de matrícula de honor que estarán dispuestos ayudarme —contraatacó con las mejillas coloradas a causa de la indignación.

«Fick mich nicht...».

—Te aseguro que no... —Alcé la mirada y fingí pensar antes de mirarla con una mezcla de hastío y socarronería—. A estas alturas te aseguro que nadie con dos dedos de frente se acercaría a ti —lancé con una media sonrisa prepotente.

Sus hombros se tensaron imperceptiblemente y exhaló una respiración, con esa carita preciosa llena de confusión.

—¿A qué te refieres? —inquirió, cada vez más enfadada.

Le dediqué una sonrisa torcida y chasqueé la lengua.

—Sabes bien a que me refiero —murmuré. Sin previo aviso, la agarré de la corbata y la atraje hacia mí, hasta que nuestros alientos casi se fundieron. «Joder, huele de maravilla»—. Pensé que te lo había dejado claro la última vez: eres mía —exhalé, enfatizando cada palabra.

Sabía que estábamos dando el espectáculo de la hora, pero eso era lo que precisamente estaba buscando. Quería que todo el mundo supiera que la nueva era mía y quien se atreviera a ni siquiera mirarla de forma que no me gustara se atendría a las consecuencias.

Que en mi caso podría tratarse de una ruleta rusa...

Harper temblaba y los ojos le ardían de odio en estado puro, pero era incapaz de moverse.

—Si piensas que soy de las típicas que deja que primero te metas en sus bragas y después les jodas la cabeza, ya te pueden dar por culo, capullo narcisista —gruñó en apenas un susurro atropellado y cargado de furia.

Joder, su boca sucia me la tenía durísima; no recordaba la última vez que una tía había conseguido ponerme así esforzándose.

Me acerqué a su oreja y le susurré:

—Seguro que si meto la mano en esas braguitas estarán mojadas. —Apenas le rocé el lóbulo de la oreja, pero la escuché jadear quedamente como la primera que la había tocado. «Eso es, nena: hazme el trabajo»—. Puedes soltar toda la mierda que quieras por esa preciosa boca, pero ya tendremos esta conversación cuando mi apellido vaya delante del tuyo, bonita.

Me retiré con calma, mordiéndome el labio inferior y desvié la mirada hacia la hoja, donde no había apuntado nada de nada.

Decir que Harper estaba indignada y escandalizada era un mero eufuismo, pero le había dejado claro mi punto a ella y cualquiera de aquel jodido colegio.

Era mía y cualquiera que se atreviera a tocarla, lo mínimo que perdería sería los dedos.

—Estás loco —farfulló en un susurro apenas audible.

Ni siquiera me molesté en contestarle. No me importaba que me insultara y la verdad, no iba a perder el tiempo en contradecir algo que posiblemente fuera cierto.

Por suerte, el timbre sonó, dando fin a la clase.

Metí mis cosas en la mochila y me la colgué al hombro mientras pasaba por su lado. Harper recogió las suyas lentamente, con las mejillas coloradas y la mirada gacha, como si no quisiera mirar a nadie. Huntington me escrutaba como si quisiera asesinarme, pero honestamente, lo que Addison opinara me importaba entre poco y una mierda; ya le había estado contado cosas sobre mí, así que no esperase que me quedara callado.

Me puse delante Harper en el pupitre y le mostré mi sonrisa más irónica e ingenua cuando levantó la mirada por encima de su mochila y me escrutó con recelo.

—Y por favor, sé un poquito más original cuando me insultes: ese lo tengo muy escuchado —murmuré, guiñándole el ojo.

No esperé a que me contestara con otra ofensa; era lo suficientemente inteligente para saber que no le convenía replicarme. Acto seguido, la dejé sola y salí con el resto.

Di un leve respingo al sentir aquella característica fragancia Armani a unos pasos de mí; una de las pocas señales que daba cuando estaba cerca, ya que el tío era como un puto espectro cuando caminaba. No te dabas cuenta y de repente lo tenías detrás.

En cuanto giré la cabeza, Drew estaba a mi izquierda con su paso elegante y sus ojos gris cristalino observándome con la misma expresión seria e hermética que tenía desde que estábamos en primero. Genuinamente, lo único que había cambiado en su aspecto era el cabello rubio platino, los tatuajes ocultos detrás de los extravagantes abrigos y camisas Prada y la expresión hermética que escondía secretos que no estaba muy seguro de querer averiguar todavía.

Él tenía sus mierdas y yo las mías, y nos iba genial a cada uno metiéndonos en nuestros asuntos, exceptuando cuando la mierda llegaba hasta el techo y nos iba a estallar en la cara.

Por eso me gustaba Drew: solo hablaba cuando tenía algo relevante que decir.

—¿No crees que es imprudente que te relacionen con esa chica? —lanzó de forma casual.

Su tono de voz era suave y persuasivo. Con una dicción perfecta y ese puto acento británico tan depurado que escuchabas en las películas de miedo.

En definitiva: aterrador.

Sacudí un hombro a forma de respuesta y fruncí los labios.

—No veo por qué —respondí sin perder mi expresión tranquila—. Es una chica más —agregué, quitándole importancia.

«¡Ja! No te lo crees ni tú, cabrón!».

Drew frunció levemente sus perfectas cejas rubias, pero no parecía desconcertado.

—La gente suele ser prejuiciosa y pronto empezarán a sacar conclusiones sobre ella y Savannah —comentó como quien analizaba una red de hilos dentro de su propia mente—. Y no es por nada, solo te hizo falta mearle encima para dejarle claro a todo el mundo que no se le deben acercar: esta tarde será noticia de la semana lo de vuestro numerito. Me sorprendió que Alvarez no te parara los pies —agregó.

Me reí entre dientes, lo que hizo que Drew sonriera brevemente, un hecho casi insólito, ya que su cara natural era la de un muñeco de cera; sacarle reacciones era casi más complicado que Dust no bebiera antes de un control.

No me preocupaba que tarde o temprano Harper se enterase del tema de Sav, para cuando supiera al menos lo que se rumoreaba entre los pasillos, la tendría comiendo de la palma de mi mano.

Y nunca se enteraría del resto.

Me retiré el cabello hacia atrás y exhalé un breve suspiro.

—Llevo esperando por ella mucho tiempo, así que por nada del mundo voy a dejarla escapar ahora que la tengo tan cerca —reconocí.

A Drew no tenía la necesidad de esconderle la parte de mí que estaba jodida, la que Jack no veía porque quería pensar que todavía había algo bueno en mi interior y a la que Dustin le importaba una mierda mientras pudiera sacarle partido; Drew también tenía esa clase de oscuridad oculta tras una gran capa de educación, silencio y miradas analíticas.

—Pues espero que no nos salpique a los demás —replicó mientras aferraba el asa de su maletín de cuero.

Parecía ligeramente frustrado, pero apenas se le reflejaba en los ojos.

—Nunca haría nada que os perjudicara —prometí, apoyándole una mano en el hombro.

Drew asintió brevemente con la cabeza y se enderezó mientras entrabamos en el aula de Latín avanzado.

No tenía intención de fallarles, no por una mujer. Había aprendido la lección desde la última vez: podías intentar ser bueno, pero nunca podrías sacar al demonio de la persona, y yo lo llevaba dentro desde que había dado mi primer aliento de vida.







Solté la bolsa de entrenar y me lancé en la cama casi como un peso muerto. Ni siquiera me había quitado el plumífero ni las zapatillas; lo único que quería era dormir una semana seguida sin interrupciones.

Mi cuerpo no daba para más, mis músculos vivían en constante agonía sin importar la cantidad de deporte que hiciera. Los siete días de la semana tenía algo que hacer. El equipo de fútbol, con el que encima de dejarme las pelotas, también me dejaba la garganta; panda de vagos cabrones, —cuando no tenía que jugar partidos fuera de casa de forma obligatoria porque el entrenador Douglas me obligaba a hacer acto de presencia—. Esgrima los martes y jueves e incluso durante horario lectivo. Equitación los sábados y algunos miércoles, si no tenía competiciones fuera de Londres y las malditas clases de defensa personal que Leiland me había obligado a tomar desde que tenía catorce años.

En definitiva, no tenía vida... Mi cabeza estaba demasiado agotada como para preocuparse en liarla parda, y aun así, parecía que nada era suficiente para él.

Con Marlene era un poco diferente: le daba todo igual mientras no apareciera muerto en algún barrio turbio y de alguna forma todavía más turbia y controvertida.

Saqué la cajetilla de tabaco del plumífero y me encendí un cigarrillo mientras le subía el volumen a la música. Enjoy the Silence de Depeche Mode se reprodujo a través de los auriculares mientras entraba en Instagram.

No era muy activo en las redes sociales, no se me daba bien gustar a la gente, pero procuraba tener un perfil recurrente. Esos temas se los dejaba a Dustin y Jackson, a los que les encantaba tener una vida social plena mientras escuchaba sus quejas sobre que la gente solo me seguía por mi apellido.

Bueno, supongo que ser muy rico te abría muchas puertas, incluso en las redes sociales..., sobre todo si eras una potencial inversión.

Mis dedos teclearon su nombre sin pensarlo, casi sin mirarlo. Le di una calada al cigarrillo mientras se cargaban los videos e imágenes.

No me gustaba tentarme con cosas que no podía obtener, pero ahora... Joder, quería saberlo todo sobre ella. Incluso el detalle más insignificante.

A diferencia de mí, Harper sí que era activa en redes sociales, lo que en cierto modo era maravilloso para mi propósito y terrible para ella. ¿Sus padres nunca le habían dicho que dar tanta información sobre su vida privada no era bueno? ¿Cómo que por ejemplo alguien poco equilibrado y muy pirado podría usarlo para aprender cosas sobre su vida y poder acosarla más de lo que ya lo hacía?

Al menos, lo era, ya que su última publicación había sido cinco meses atrás, en una fiesta en pleno julio. La mayoría de su contenido estaba relacionado con el ballet. Zapatillas, maillot y mallas apretadas por todas partes, lo que solo incrementaban mis putas fantasías enfermizas, reproduciendo vídeos en los que reinterpretaba clásicos de Giselle o el Lago de los Cisnes, pero me sorprendía aún más verla bailar sus propias creaciones.

Era delicada, suave y elegante, pero también soberbia y sofisticada. Diferente. Podía ver incluso a través de la pantalla como se dejaba embargar por la música y su rostro... Su rostro era arte. Expresivo. Una extensión de lo que emanaba su carisma.

Cuando bailaba era auténtica.

Decidí dejar de mirarlos, porque me estaba poniendo malo. Por Dios, la sangre me estaba regando a un solo sitio y necesitaba que al menos algo me llegara al cerebro si quería procesar pensamientos coherentes.

Continúe bajando, descubriendo a una Harper diferente. Una Harper feliz. Una que parecía que siempre tenía ganas de sonreír, ya fuera sola, ya que se sacaba muchos selfies, o de cosas ridículas como de pastelerías de estilo chic parisino con posts cursis y muchísimos emoticonos, o con una tal Cordelia con la que tenía muchísimos videos de TikTok y Reels haciendo el idiota. Con lo que concluí que su mejor amiga estaba para encerrar. También tenía muchas fotos con su familia, pero con el panegírico que había dado en el funeral de su madre ya había deducido que eran una familia feliz y unida—. «Igualita que la mía», me jacté con ironía—. Su cumpleaños era el treinta y uno de diciembre. Una fecha horrible para cumplir años, por cierto, y tenía un husky siberiano que trataba como si fuera un niño, ya que le había sacado incalculables fotografías desde que se lo habían regalado por su treceavo cumpleaños. Por cierto, ¿quién cojones llamaba a un perro Nika? Su color favorito era el azul; tenía un montón de cosas azules. También le gustaba el arte, ya que tenía un montón de fotos de museos y galerías a los que había ido a lo largo de su vida. ¿Tendría alguna obra de arte? Su padre era un pintor de los buenos, según Marlene. Otro dato que me sorprendía, —pero no—, le gustaba una tal Gracie Abrams. Casi todos sus posts tenían canciones suyas: estaba entre Taylor Swift y Billie Eilish: extraña mezcolanza de géneros. Otra sorpresa, le gustaban las comedias románticas, del tipo 10 cosas que odio de ti, Love Actually, El Diablo viste de Prada, Como perder a un chico en 10 días. Y por supuesto, le gustaban los libros de romance, ya que su lectura actual era Keeping 13, y decía que quería un Johnny Kavanagh en su vida...

«¿Podía estar celoso de un personaje literario que ni siquiera existía...?».

«Joder, soy un puto tarado».

Era una chica rosa..., tan rosa que no sabía si estaría preparada para mi negro.

Me vi interrumpido cuando en una burbuja emergente apareció el nombre de mi abuelo. ¿Me estaba llamando a esas horas? Solía llamarme siempre entresemana hacia el mediodía, así que no dudé en descolgar mientras carraspeaba para aclararme la voz; lo último que necesitaba era escucharlo repetirme de nuevo que debía dejar de fumar cuando él se fumaba tres cajetillas al día.

Hallo, Opa —«Hola, abuelo» —lo saludé.

Wie war dein Tag, mein Sohn? —«¿Qué tal el día, hijo?» —me preguntó con la voz cascada, lo que me hizo reír entre dientes al darme cuenta de que seguramente acababa de apagar el cigarrillo, igual que yo—. Worüber lachst du, du kleiner Bastard? —«¿De qué te ríes, pequeño cabroncete?» —inquirió, aunque también se estaba riendo.

Me llamaba así desde que era pequeño. Tenía la boca de un marinero, algo que desesperaba a mi madre ya que yo lo imitaba incluso hasta en la forma de hablar.

Abraham Diedrichs era el único miembro de mi familia para el que tenía categoría de persona y no de objeto de exposición social.

Había sido un abuelo de verdad, el que se acordaba de los cumpleaños, me dejaba dinero bajo la almohada cuando se me caía un diente; me regalaba las cosas que verdaderamente me gustaban y no las que me serían útiles. Iba a mis recitales de piano, me llevaba y me iba a buscar a la escuela, comíamos comida basura algún fin de semana, íbamos al parque de atracciones o, a veces solo me acompañaba a la biblioteca, donde no tendría que interactuar con otro ser humano porque sabía que odiaba la vida social a la que mis padres me exponían; quería que tuviera la vida de cualquier niño y que la viviera a mi manera. Se preocupaba por inculcarme valores o nos sentábamos a ver juntos películas de Disney cuando era pequeño, porque mis padres estaban demasiado ocupados ayudando a cualquiera menos a mí. Durante las vacaciones de Verano me llevaba a cualquier parte del mundo que quisiera conocer y explorar. Visitábamos museos y me hablaba de aquellos cuadros que para mí no tenían mucho sentido, pero me transmitían lo que leía a través de los libros de Historia. Me dejaba dormir hasta tarde y no me reprendía si me apetecía andar en chándal durante todo el día y procrastinar tanto como me apeteciera, pero incluso así, siempre supo establecerme los límites.

Él me recordaba que yo importaba y que mis necesidades eran importantes.

Wie gewöhnlich —«Como siempre» —respondí sin darle mucha importancia. Suspiré mientras seguía pasando fotos y videos de Harper distraídamente—. Ich bin gerade vom Training zurückgekommen und jetzt muss ich mich auf den Weg zur beschissenen französischen Botschaft machen —«Acabo de llegar de un entrenamiento y ahora tengo que prepararme para una mierda de la embajada francesa» —le expliqué, intentando sonar lo más neutral posible.

Pero por supuesto, no me creyó una palabra. Abraham me conocía mejor de lo que me gustaría, y también conocía a Leiland. El viejo sabía la clase de familia de retraídos mentales que éramos, pero sobre todo que mi padre no tenía clemencia cuando de mí se trataba.

Me odiaba más de lo que yo lo odiaba a él.

Soll ich mit ihm reden? —«¿Quieres que hable con él?» —propuso. Aunque casi lo estaba gruñendo—. Du weißt, dass du zu uns zurückkommen könntest. Dein Vater kann zur Hölle fahren: Ich habe dich verdammt noch mal großgezogen —«Sabes que podrías volver con nosotros. Tu padre puede irse a la mierda: yo te he criado, joder» —refunfuñó.

Un escalofrío me recorrió la espina dorsal y me incorporé en la cama bruscamente. Sabía lo que implicaba su propuesta, pero no podía aceptarla. Ellos eran mi familia, pero regresar no estaba entre mis alternativas.

Aguantaría.

Es wird nur noch ein paar Monate dauern —«Solo serán unos meses más» —suspiré, mesándome el cabello hacia atrás—. Dann gehe ich aufs College und muss sein verdammtes Gesicht nicht sehen —«Después me largaré a la universidad y no tendré que verle la puta cara» —afirmé.

Era consciente que continuaba dependiendo de su dinero, pero no me dejaría sin educación. Ni él se atrevería a tanto, sobre todo porque prefería no enfrentarse a la furia de su padre, que era mucho más terrible que la suya.

Mi abuelo suspiró en señal de derrota y escuché el inconfundible ruido del mechero Zippo al cerrarse.

Kommen wir nun zu anderen Themen: Was machen Sie in den Weihnachtsferien? —«Bueno, entonces pasando a otros temas, ¿qué harás durante las vacaciones de Navidad? —preguntó tras darle una calada al cigarrillo.

Keine Ahnung... Sterben vor Ekel —«Ni idea... Morirme del asco» —bromeé.

Los dos nos reímos, aunque no tenía gracia. Hasta en eso nos parecíamos; teníamos el mismo humor raro de mierda.

Deine Großmutter hat mir erzählt, dass Ende Dezember im Bolschoi-Ballett ein Manon-Ballett Premiere haben wird... —«Tú abuela me ha dicho que están preparando un ballet de Manon en el Bolshoi...» —tanteó.

¿Así que Manon? Hacía muchísimo tiempo que no veía esa obra, lo que de alguna absurda manera mi cerebro conectó con Harper. Inconscientemente, me levanté de la cama y fui hacia los ventanales.

Me preguntaba si habría visto Manon, ya que era un ballet basado en un clásico francés... Seguro que lo había estudiado, o si no, yo estaría encantado de enseñárselo.

Schlagen Sie vor, dass ich Weihnachten nach Moskau fahre? —«¿Me propones ir a Moscú en Navidad?» —lancé con cierto retintín—. Weihnachten soll mit der Familie verbracht werden —«Se supone que Navidad es para pasarla con la familia» —solté con cierto inquina.

Con suavidad, despejé la cortina y sonreí un poco al verla al otro lado. Le gustaba bailar con luz natural, y aunque a las cinco y media ya estaba anocheciendo, siempre se le olvidaba cerrarlas, lo que a mí me venía de la hostia.

Abraham no caía tan fácilmente en mis provocaciones pasivo-agresivas, así que no me sorprendió cuando su respuesta fue silencio.

Todavía llevaba el ajustado maillot de manga larga azul y mallas blancas. Tampoco se había quitado las puntas, pero estaba tirada en el suelo mientras leía un libro con evidente interés. Incluso desde aquella distancia podía verla morderse el labio de ese modo que producía que pensara en su boca de formas que aún no quería.

Estaba siendo ambicioso, pero de perdidos, al río.

Hey, würde es dir etwas ausmachen, wenn wir dieses Jahr jemand anderen mitnehmen würden? —«Oye, ¿te molestaría que este año vinera alguien más con nosotros? —inquirí mientras mis ojos se deslizaban por sus largas y estilizadas piernas; tenía un pie apoyado en el suelo y la pierna ligeramente levantada, provocando que siguiera la curva de su cintura hasta su pecho, que en esa postura...

Ah! Aber hast du Freunde, du kleiner Bastard? —«¡Ah! Pero ¿tienes amigos, pequeño cabroncete?» —me devolvió el golpe.

«Joder, que tetas...».

—¿Qué dices sobre tetas? —resolló mi abuelo, intentando contener la risa.

—¿Lo he dicho en voz alta? —mascullé, maldiciéndome para mis adentros mientras volvía a poner la cortina en su sitio para dejar de sentirme como un acosador.

Aunque, bueno, teóricamente ya lo era.

En esa ocasión, no se contuvo al reírse en mi cara. Era la única persona que se reía de mí de forma tan indiscriminada. Tal vez Erin también, porque eran prácticamente iguales.

Pensar le producía sensaciones a mi pecho: la echaba de menos.

—Bastante alto, Carson —contestó después de recuperarse del ataque de risa—. Pero, bueno, no me habías hablado de una chica —agregó, como si estuviera un poco ofendido.

—Es la futura madre de tus bisnietos —murmuré mientras miraba de reojo por un hueco de la cortina como se daba la vuelta en el suelo y cruzaba las piernas en el aire.

Con Abraham no tenía secretos. En realidad, no podía tenerlos porque me conocía mejor de lo que incluso yo me conocía a mí mismo, y eso que había hecho muchísimo trabajo de autoexploración con bastantes psicólogos.

—No sé si me gusta esa seguridad —replicó él con cierta indecisión—. Ya sabes que las relaciones tienen que ser reciprocas. O sea, que los dos tenéis que querer, así que no vale la extorsión, ni la intimidación, tampoco la coacción o la manipulación —me recordó con ese tono entre el sarcasmo y la advertencia implícita en el mensaje.

«¿Qué clase de monstruo piensa que soy...?».

—Al menos, no has dicho nada de la persuasión —repliqué con soberbia.

Me di la vuelta rápidamente cuando picaron a la puerta a la vez que me quité un auricular.

—¿Si? —pregunté.

—Tu padre dice que tienes media para estar en el recibidor —dijo Himura detrás de la puerta.

—Está bien —contesté sin ocultar mi hastío—. Tengo que colgar, pero ya hablaremos en otro momento: me están reclamando —le comenté a mi abuelo.

—De acuerdo —farfulló, ya que parecía estar más entretenido con la conversación—. Ya concretaremos lo del viaje y hablaré con Annika —añadió—. Y por favor...

—¿Sí? —inquirí.

—Si esa chica te gusta, no la cagues.

Y aquello fue lo último que dijo antes de colgarme. No éramos muy dados a los te quiero y los cuídate formales de una familia promedio. Honestamente, no éramos de ninguna clase de sentimentalismo; nosotros demostrábamos el afecto con hechos, no con palabras. Así me lo había enseñado durante toda la vida, porque las palabras podían cambiar, pero el cómo hacías las cosas, eran permanentes.

Me quité los AirPods y los lancé junto al móvil en el sofá antes de quitarme el plumífero. Me estaba asando, pero tenía la sensación de que no era a causa de la calefacción, sino por ella; si no tuviera que ir esa mierda de reunión podría seguir mirándola un ratito más.

Parecía un maldito crío incapaz de controlar sus hormonas, lo que no me pasaba muy a menudo. Me arrepentía de no haber aceptado la proposición de Olivia, pero sabía que nadie que no fuera Harper iba a calmar mi apetito.

Mierda. Necesitaba una ducha de agua helada y una paja urgente si quería parecer una persona decente antes de reunirme con mis padres.

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