6
HARPER
"Cree solo en la mitad de lo que veas y en
nada de lo que escuches."
—Lamento lo que ha pasado, Harper —murmuró Jackson, avergonzado. Volví la mirada para descubrir que su rostro estaba a caballo de la vergüenza y la indignación.
—Espero que no te estés disculpando por ese idiota —lo advirtió Addison con los ojos llameantes de pura rabia.
No tenía que disculparse por Carson, honestamente, me había ayudado. Aunque su orgullo fuera el responsable de que casi me abriera la cabeza con tal de no dejarme ganar.
Ahora que ya estaba más fresca, con el uniforme y limpia de pensamientos que no reconocería, era capaz de ver lo que había ocurrido en el trasfondo de la situación, y había sido puro y duro orgullo, tanto de su parte como de la mía.
—Me ha ayudado —intervine, apretando el asa de mi mochila con cierta ansiedad.
—Ya, claro —saltó Addie con sorna.
Sin querer, acudieron a mi mente los recuerdos de sus palabras, la sensación de sus labios contra mi piel...
Sensaciones. Sensaciones. Sensaciones...
No quería sentir esa clase de cosas. Nunca más volvería a dejar que un hombre me liara.
Sin embargo, no podía dejar de pensar en la forma en la que se había referido a mí. Petite danseuse. Podría tratarse de una de sus muchas formas de llamarme, pero esa en particular había captado mi atención, porque no era la primera vez que me lo llamaban.
Para mí, era especial. Lo común entre las bailarinas más pequeñas e inexpertas era que los profesores nos llamaran petit rats; quizá una forma denigrante de referirse a nosotras, pero que en el mundillo estaba más que consolidada y llegaba un momento que incluso se le cogía cariño.
Yo nunca lo había hecho. No me gustaba.
Y a Dominique tampoco. Dominique fue una profesora novata que me dio clases de contemporáneo cuando tenía ocho o nueve años y estaba a punto de darme por vencida con el ballet.
Tenía cinco años cuando descubrí que quería ser bailarina para el resto de mis días, —una decisión bastante contundente para ser tan pequeña—. Mientras paseaba con papá por la calle y detrás de un enorme ventanal, los vi: los bailarines de la Ópera de París ensayando.
Decir que me había quedado maravillada era decir poco.
Era fascinación mientras las veía moverse con aquella gracilidad casi imposible, estirarse hasta límites fuera de la realidad. La elegancia con la que se agitaban, la delicadeza con la que se movían, como si acariciaran la atmósfera; caminaban con aquellos zapatitos sobre las puntas de los dedos de los pies y se elevaban contra la gravedad... Pero sobre todo: eran hermosas y sublimes, y yo quería ser como ellas.
Le pregunté a mi padre que hacían, a lo que él me respondió: «Bailan, Har. ¿A que es bonito? Hace años bailarinas como esas eran el orgullo de Francia». Cuando llegué a casa, lo primero que le dije a mamá era que yo también quería ser el orgullo de Francia.
Lo que desde luego no sabía era que el camino sería tan duro y que mi enfermedad me complicaría el recorrido. Aun así, no me rendí, hasta aquel momento de debilidad en el que pensé que no sería bastante buena nunca; que mis músculos jamás serían tan elásticos, ni mis huesos tan resistentes, ni por supuesto, mi cuerpo tan benevolente.
Nunca había sido tan consciente de que tu propio cuerpo te podía traicionar, incluso más que tu mente.
Sin embargo, Dominique sí tuvo fe en mí cuando el resto decían que una niña enferma nunca daría la talla. Para ella era maravillosa. No era una petit rat. Era su petite danseuse. Su pequeña bailarina, que podía bailar aunque los pies le dolieran y le sangraran, su cuerpo fuera desagraciado y sus músculos se resistieran a estirarse más y más.
«Baila, pequeña bailarina: sigue bailando».
Jackson se encogió de hombros y suspiró con resignación mientras se frotaba la nuca.
—Pero te mereces una disculpa y Carson no te la dará ni aunque le paguen —repuso con tranquilidad, trayéndome de nuevo a la realidad.
No comprendía cómo un chico tan agradable y considerado como Jackson podía ser amigo de alguien tan cretino como Carson. Porque no dejaría que confundiera a mi mente: era cruel y déspota, y nadie me quitaría esa idea de la cabeza, ni siquiera yo misma.
Addison puso los ojos en blanco y bufó, exasperada. Me agarró de la mano como si fuera una niña pequeña y me guio por el pasillo.
—Yo me despido aquí, chicas: iré a ver cómo está el capullo de Diedrichs —anunció Jack con una media sonrisa.
—De acuerdo, nos veremos en Inglés —murmuró Addison.
Me mordí el labio inferior, avergonzada cuando Addie lo tomó de la camisa en un puño y lo acercó a ella para darle un beso en los labios que a ambos los hizo sonreír.
La situación me pareció de lo más cómica al ver unos cuantos pares de ojos mirarlos como si acabaran de descubrir la octava maravilla; eso me hizo saber que todavía había despistados que no estaban al tanto de que tenían alguna clase de relación. Tampoco eran novios en el sentido estricto de la palabra, pero tenía la sensación de que no tardarían en dar ese paso.
Se separaron y Jackson me despidió con un gesto de la mano. Addison soltó un largo suspiro y me sonrió con los ojos brillantes.
—No hace falta que disimules un poquito que bebes los vientos por él, y tal —comenté juntando un poco el índice y el pulgar.
—Venga, Har, no estropees mi momento de gloria. Eso significa que ya hemos DLR —repuso.
«¿DLR?».
La miré con la frente fruncida y enarqué una ceja inquisitiva, lo que provocó que Addie pusiera los ojos en blanco con dramatismo.
—Definir la relación... —tanteó con una sonrisa divertida. Entrelazó su brazo con el mío y caminamos por el pasillo—. Es decir, Jackson me gusta, me gusta mucho. Desde finales del año pasado estuvimos tonteando un poco, pero nada serio. Durante el verano comenzamos con el sexo intermitente, pero no teníamos ninguna exclusividad, así que estábamos en la nada y eso nos ocasionó algún que otro episodio de celos. Y ahora hemos dado el paso de ser exclusivos.
—Entonces, ahora sois novios —repuse más confundida que antes.
—¡No! —exclamó Addie en un susurro exasperado. Torcimos en un pasillo que no me sonaba de nada, porque estaba demasiado ocupada intentando comprenderla—. Ahora somos amigos que tienen sexo solo entre nosotros —explicó.
Definitivamente, no entendía nada. Lo que hacían era lo mismo que haría una pareja normal, pero no quería ponerle el adjetivo a Jackson de novio. Tampoco era nadie para meterme en ese tema, pero me gustaba llamar a las cosas por su nombre y dejar los líos de lado. Quizá tampoco podía llegar a comprenderlo porque no había tenido ningún tipo de relación sentimental seria con nadie...
Mi relación más estable era con mi perro y con mis libros.
Nos detuvimos frente a una puerta con un gran cartel encima que ponía «enfermería» en letras mayúsculas.
—¿Qué hacemos aquí? —inquirí, señalando el cartel con el índice.
—¿Cómo que: ¿qué hacemos aquí? Ese idiota ha estado a punto de desnucarte: tienen que revisarte para asegurarnos de que estás bien —respondió con efusividad.
—¡Pero me encuentro perfectamente! —protesté con un infantil puchero—. Ya le dije a Carson antes que no quería venir —agregué con gesto fruncido.
—Debemos estar seguras de que no tengas algo de estrés postraumático y te desmayes en medio de una clase o algo así —repuso con expresión ceñuda.
Casi tuve ganas de reírme ante su irritante dramatismo; era como una mamá canguro.
—Addie, estoy bien. Lo juro —aseguré como si hablara con una niña pequeña.
Lo pensó unos segundos y asintió.
—De acuerdo —suspiró finalmente—. Pero si en algún momento te encuentras mal, no dudes en venir a la enfermería.
—Lo prometo. —Levanté el meñique, haciendo que Addie se riera con ternura mientras miraba mi dedo.
—¿Cuántos años tienes? ¿Seis?
—Oye, eso ha dolido —farfullé con una falsa mueca de indignación.
—Vamos, que llegaremos tarde a la clase del señor Kim, y créeme que está como un queso, pero si llegas tarde te hará la cruz para el resto del curso. Es un cabrón.
—¿Quién es un cabrón, señorita Huntington? —preguntó una voz masculina a nuestra espalda, provocando que Addie tensara los labios y me mirara con una mueca de fastidio.
Detrás de ella, Scott salió del umbral del pasillo con un vaso desechable de café en la mano. ¿Cuánto café podría tomar este hombre al cabo del día? Yo solo con uno me ponía los nervios de punta para el resto de la mañana.
—Harper —me saludó con una sonrisa cordial.
—Director Scott.
—No, no, Scott es mi nombre —dijo con una carcajada.
Era bastante joven para ser el director de una institución tan prestigiosa. Estaba segura de que no designaban a su equipo directivo a la liguera, así que debía tener un gran expediente.
—Oh, perdona, es que no sabía... —balbuceé con una sonrisita.
—Por cierto, justamente te estaba buscando a ti, Harper —agregó, señalándome con la mano que sostenía el café.
—¿A mí? —parpadeé, confusa.
—Sí. —Asintió con un gesto de la cabeza y se dirigió a Addie—. ¿No tiene usted una clase a la que asistir, señorita Huntington? ¿O acaso quiere que su madre se entere que hace pellas y le retire todos los privilegios que tiene, como ese precioso coche rosa?
—¡Oh, vamos, tío Scott! ¡¿No serás capaz de delatarme?! —Su voz perdió ímpetu cuando Scott se la quedó mirando por largos segundos—. ¿Verdad? —dijo con duda.
Scott sonrió mostrando unos hoyuelos idénticos a los de su sobrina.
—Si no quieres que lo haga, ya puedes dar media vuelta e ir a clase —sentenció.
Los miré con incredulidad al no haberme dado cuenta de algo tan evidente, ya que compartían muchos rasgos en común: ojos verdes, hoyuelos, forma de sonreír y hacer cuarenta cosas al mismo tiempo. Lo único que los diferenciaba era que el cabello de Scott era rubio mientras que el de Addie era castaño... Pero eso significaba...
—¿Tenéis alguna relación con la escuela? —inquirí, señalándolos con el índice a uno y al otro, aunque fuera un poco grosero.
Ambos se callaron de repente y se me quedaron mirando como si fuera alguna especie de animal peligroso que fuera a atacarlos en cualquier momento. Addie comenzó a jugar con el tobillo de esa forma errática que lo hacía cuando estaba a caballo entre la ansiedad y el no querer contar algo mientras que Scott me sonreía con actitud un tanto culpable.
—Mmm...
—Sí, Harper: pertenece a nuestra familia —respondió Scott por Addie, intentando sonar lo más neutral posible—. Pero eso no significa nada: no regalamos las notas a los Huntington ni a los Sterling —decretó con rictus severo—, y tampoco significa que no puedas meterte en líos y tengas régimen especial —aclaró.
Addie intentó sonreír un poco, pero no estaba siendo honesta del todo. Empezaba a conocerla mejor, y sabía que a una parte de ella no le gustaba que los demás supieran la clase de relación que tenía con el Saint Judas. Pero si a ella no le gustaba, a mí molestaba, porque tenía la sensación de que sí que habían tenido favoritismos a la hora de aceptarme.
—Bueno, yo me despido —murmuró Addie con una mueca incomoda, dándome un beso en la mejilla a mí y una mirada cargada de odio a su tío.
Cuando Addison desapareció de nuestro campo de visión, Scott me hizo un gesto con la cabeza para que lo siguiera a su despacho, al otro lado del pasillo contiguo al de la enfermería.
—Addie no quiere que se enteren que la escuela de cierta manera, le pertenece —explicó—. Bueno, teóricamente, le pertenece a Matt, pero ya sabes... adolescentes —suspiró con una risita. Luego me miró y abrió mucho los ojos, como si acabara de darse cuenta de lo que había dicho—. Lo siento...
La gente se olvidaba con frecuencia que yo también era una adolescente.
—No, no pasa nada —lo disculpé con una sonrisa de labios apretados.
Me abrió la puerta y me permitió pasar. Lo primero que captó mi atención fueron todos los títulos que enmarcaban las paredes y la pulcritud de su escritorio. A la izquierda había casilleros de metal que me recordaban a los archivadores de alumnos que había en mi antigua academia.
Scott tiró el vaso de cartón en la papelera y me hizo un ademán con la mano para que tomase asiento mientras él lo hacía en el sillón de piel. Obedecí y me senté.
Me observó con atención mientras entrelazaba los dedos sobre la mesa, lo que provocó que me pusiera aún más nerviosa si era posible.
Por Dios, si había hecho algo malo que me lo dijese y no me hiciera sufrir más.
—He estado echándole un vistazo a tu expediente académico y me ha sorprendido positivamente. Buenas notas, gran bailarina y con dotes para el canto —comentó mientras sacaba una carpeta de papel blanca de su maletín, donde advertí mi nombre escrito en ella. La posó sobre la mesa y la abrió—. Tienes una carrera académica espectacular, Harper: unas notas fantásticas. También he visto que has solicitado todas las becas posibles para Juiliard —comentó. Frunció los labios y me miró con determinación—. Estoy al corriente de lo que ha sucedido en casa, así que me sorprende el modo en el que has logrado remontar las asignaturas suspensas —me felicitó—. Pero he visto que no has solicitado matricula en ninguna otra academia, lo que me preocupa un poco —lanzó con precaución.
Un nudo se me formó en la garganta cuando los dolorosos recuerdos que intentaba reprimir invadieron mi mente. No era que no hubiera enfrentado la realidad de que mamá había muerto, sino todos los recuerdos bonitos y dolorosos que albergaba sobre ella. No era como cuando alguien se moría de forma inesperada, sino que había visto año tras año como la enfermedad la iba consumiendo. Te hacía albergar esperanzas hasta el último segundo porque no sabías cómo podía reaccionar, y eso era todavía más doloroso.
Exhalé un suspiro y decidí soltarlo antes que ponerme a llorar como una niña.
—Muchas gracias, Director Huntington. —Mi voz sonó mucho más decidida y rigurosa de lo que se había escuchado en mi mente—. Pero mi meta es Juiliard, y si no es así, no tengo intención de entrar en ninguna otra escuela —decreté.
Fui todo lo sincera que pude, el resto ya no era de su incumbencia.
Scott asintió con un movimiento de la cabeza y a través de sus gafas de pasta aprecié una chispa de indulgencia.
—Creo que tienes posibilidades de entrar, pero debes esforzarte mucho —coincidió—. Aun así, yo que tú no me cerraría las puertas a otras alternativas, Harper: eres joven y hay grandes academias de ballet que estarían dispuestas a recibirte —agregó. Se quitó las gafas y se frotó los ojos con cansancio—. Sin ir más lejos, en Londres tenemos la Royal Academy: proporciona la élite de bailarines de Inglaterra. O si lo que quieres es estudiar en Estados Unidos tienes la American Ballet School, que además de ofrecer los estudios pertinentes, también tienes la oportunidad de formar parte de la compañía una vez terminados, o la Joffery Ballet: las dos últimas opciones están en Nueva York, así que podrías audicionar al mismo tiempo sin problemas —explicó.
La impresión debió reflejárseme en el rostro ante su extenso conocimiento sobre el ballet. Nadie que no estuviera inmerso en el mundo de la danza conocería ni tan siquiera la mitad.
—Mi mujer también es bailarina —se dio a entender ante mi cara de estupefacción.
—¿En qué escuela estudió? —pregunté, incapaz de ocultar mi curiosidad.
—La Ópera de París —respondió con una sonrisa risueña.
La mirada se le iluminó al pensar en su esposa, delatando cuanto la quería, y cuantos sacrificios habría que tenido que hacer para que ella cumpliera sus sueños, ya que la Ópera de París no era ninguna broma. Conocía de primera mano lo exigentes que eran con su cuerpo de baile porque yo había estudiado de la mano con muchos de sus maestros y bailarines retirados.
París estaba al nivel de Rusia en cuanto a los límites de cuanto podrían exprimir a un bailarín.
—Entonces, su mujer debe ser una gran bailarina —reconocí.
—Lo es —respondió con orgullo—. Bueno, eso es todo lo que tenía que decirte por el momento, Harper —dijo con una sonrisa entusiasta, pero de repente, frunció el ceño, como si se hubiera acordado de algo—. Espera, falta algo. —Abrió uno de los cajones del escrito y se puso a rebuscar entre lo que parecían ser llaves—. ¡Aquí están! —suspiró con alivio, haciendo tintinear unas pequeñas llaves que me tendió por la etiqueta rosa.
Eran las llaves del estudio.
—Muchas gracias, Scott —dije, un poco conmovida.
—Addie me ha comentado que Ethel te ha montado tu propio estudio, pero estoy seguro de que este te encantará —aseguró, dejándolas caer en mi mano—. Podrás ensayar en tu tiempo libre, porque ya me han comentado que la Esgrima no es lo tuyo —comentó con gesto bromista.
No pude evitar reírme entre dientes, ya que el espectáculo que había dado había sido bastante cuestionable.
Asentí un poco con la cabeza y le sonreí con verdadero agradecimiento.
—Muchas gracias... de nuevo —repetí—. ¿Puedo irme ya a clase? —pregunté.
—Por supuesto, Harper —respondió Scott con una media sonrisa mientras se ponía a sus cosas—. Y suerte.
—Gracias.
Me despedí con la mano y salí del despacho, cerrando la puerta mientras aferraba los dedos entorno al metal frío, sin poder eliminar la sensación de gratitud de mi pecho.
Cuando llegó la hora del almuerzo estaba agotada, iba literalmente arrastrando los pies por los pasillos de la abadía en compañía de Dash, ya que coincidíamos en Química Avanzada. Ambos íbamos a encontrarnos con Addie en la cafetería para comer juntos.
Como de costumbre, estaba hasta arriba, a pesar de que fuimos de los primeros en salir de clase porque el profesor Harris se había derramado café sobre el jersey y nos dejó irnos cinco minutos antes.
—Joder, Química es mortalmente aburrida. A veces me dan ganas de beberme un vaso de ácido sulfúrico con unas gotitas de arsénico para que esa tortura termine lo antes posible —refunfuñó.
—Eres un exagerado, tampoco ha estado tan mal —repuse, con lo que me gané una mirada de ojos enormes por parte de Dash.
Me escrutó como si me acabaran de salir dos cabezas.
—Ahora confirmo del todo que vienes de otra galaxia, Beauchamp —sentenció.
Conseguimos ponernos a la cola detrás de una pareja para pedir el almuerzo. El chico que tenía delante era alto y tenía el cabello de un rubio tan platino que parecía blanco, seguramente teñido. Llevaba un elegante abrigo negro de la última colección de Prada que le combinaba con los mocasines, otorgándole un aspecto todavía más refinado y estético: parecía un modelo recién salido de la pasarela. Mientras que la chica a su lado era menuda, cabello negro y un estilo Emo Tumblr que había visto en Pinterest.
A veces me gustaría tener tanta confianza en mí misma como para vestirme de ese modo y no sentir vergüenza.
La elegancia personificada se dio la vuelta en el momento que Dash se puso a hablar sobre por qué el agua con burbujas sabía a pis de perro, por lo que siempre escogía zumo de naranja. Me sorprendió lo guapo que era: facciones cinceladas, pómulos marcados, mandíbula definida, ojos gris trasparente, piel pálida y mechones de cabello cayéndole por la frente de forma desenfadada. Sin embargo, había algo en su hierático rostro que intimidaba un poco si lo mirabas más de cinco segundos seguidos.
Tuve que darle un codazo a Dash en las costillas, provocando que me fulminara con la mirada, hasta que se dio cuenta de que el chico lo estaba mirando a él, lo que le hizo detener su verborrea al instante para contemplarlo con una sonrisa brillante.
—Hola, Drew —lo saludó Dash con efusividad.
—Hola, Dash —contestó él. Tenía un acento marcado y una voz susurrante, masculina, y sí, un poco intimidante porque hablaba tremendamente bajo—. ¿Sería conveniente que esta tarde me pasara por tu casa para terminar el trabajo de Anatomía? —le preguntó con una educación que en cualquier otra persona quedaría pomposa, pero que en él salía de forma natural—. Me gustaría poder entregarlo antes del examen —agregó, intentando mantener la expresión neutral.
—Sin problema —le contestó Dash.
Era frío. Frío como un tempano de hielo en el Antártico, pero la forma en la que miraba a Dash era como si quisiera consumir cada vestigio de su efusivo carácter y hacerlo propio; escrutar dentro de su cuerpo...
«Joder, mis pensamientos cada vez son más espeluznantes».
—¿A las cuatro? —inquirió Drew. Las comisuras de los labios se le curvaron ligeramente hacia arriba.
Una sonrisa bonita, pero superficial, porque no expresaba nada.
—Y también apunta que tenemos pendiente nuestro trabajo para la clase de Música —le comentó la chica a su lado. Cuando se dio la vuelta y admiré sus rasgos orientales y sonrisa sarcástica estaba segurísima de que la conocía, y ella a mí también, porque me sonrió alegremente—. Oh, hola, Beauchamp. Hace tiempo que no coincidimos en Historia —comentó con deje irónico.
—También es un placer verte, Mackenzie —le devolví la sonrisa más encantadora que encontré.
—Eres una pésima mentirosa, que lo sepas —comentó, pero no parecía ofendida. Le hizo un gesto con la cabeza a Drew, indicando que había terminado.
Salieron de la fila y antes de marcharse Drew volvió a mirar de reojo a Dash, provocando que este sonriera de una forma que me resultó bastante insinuante.
—Hasta luego —se despidió para seguir a Mackenzie.
A Dash no se le borraba la expresión de felicidad de la cara, pero no sabía por qué. El tal Drew era un poco espeluznante; espeluznante del tipo súper sexy, pero raro de narices y extravagante que te pasabas; incluso Cora tenía límites.
Mientras cogía un sándwich vegetal al vacío, lancé:
—Parece que Drew estaba muy interesado en estudiar tu anatomía —canturreé con una sonrisilla insinuante.
Él puso los ojos en blanco y me cogió el sándwich.
—Soy un excelente profesor de Anatomía, no deberías poner en tela de juicio mis métodos de estudio —sentenció con la mirada cargada de humor.
—Claro, debe de ser eso —reí mientras cogía otro sándwich.
Salimos de la fila cuando terminamos de pagar la comida y pasamos rodeando las mesas desperdigadas llenas de estudiantes.
—Además, ¿cómo crees que mantengo este físico de Dios Griego, cariño? —añadió, mirándose de arriba abajo con tono ególatra—. El sexo es un ejercicio de cardio y he leído en Google que es el deporte que más adelgaza, así que un polvo bien echado equivale a seiscientas calorías, es decir, un menú whopper —explicó con naturalidad.
—¿Ya te has acostado con él? —inquirí con expresión escéptica.
Dash me miró con absoluta seriedad, hasta que las comisuras de los ojos se le arrugaron antes de soltar una sonora carcajada que lo hizo echar la cabeza hacia atrás y que su barbilla temblara.
—Que va —suspiró con decepción tras el ataque de risa—. Creo que es asexual o algo así, porque me le he insudado de todas las maneras habidas y por haber y ni se ha inmutado —reconoció—. Solo me hace falta ponerme de rodillas y preguntarle si quiere que se la chupe —farfulló con una mueca de irritación.
Me atraganté con el zumo antes de soltar una risita ahogada.
—Al menos no puede decir que no tienes iniciativa —canturreé mientras me quitaba la mochila.
—La iniciativa con Drew Milano no es suficiente —refunfuñó, chasqueando la lengua—. En serio, me gusta desde... No sé... Desde que tenía doce años y él aún era rubio natural —reconoció con gesto disconforme mientras jugueteaba con la manzana—. Pero es que es raro de cojones que nunca se le haya relacionado con nadie, ni chicos, ni chicas. Ni una novia o novio en seis puñeteros años: ni una foto en Instagram, Twitter, Snapchat, o yo que sé, cuándo pones tu Estado en Facebook, pero nada de nada —explicó.
Madre mía, sí que había invertido tiempo en desentrañar la vida de Drew... como un acosador. Pensar en la obsesión que Dash tenía con Drew me hizo pensar en mi propia situación de acoso por parte de Carson, las cosas que sabía sobre mí y el modo en el que las habría descubierto.
Malditas redes sociales...
—Quizá mate a sus parejas después de hacerlo —mascullé, dándole un mordisco a mi sándwich.
Dash se me quedó mirando antes de echarse a reír casi de forma histérica. Cuando se le pasó el ataque de risa, se limpió las lágrimas bajo los ojos y respiró para recuperar el aliento.
—Por una parte es perturbador, pero... sexy —admitió. Hizo un baile con las cejas y me sonrió con picardía—. Estaría dispuesto a ser una de sus víctimas con tal de que me hiciera caso —bromeó, chocando su hombro con el mío de forma juguetona.
—Estás de la olla —exclamé en un susurro antes de darle un puñetazo en el brazo, pero me hice yo más daño en los nudillos: estaba bastante duro.
—¿Qué? —replicó él, alzando las cejas—. No me digas que tú no querrías ser la víctima de Diedrichs solo con tal de comprobar si lo que dicen sobre él es cierto —lanzó.
—Pues no —apostillé con rotundidad.
Pensar en mí y en Carson en esa situación era de lo más estúpido del mundo. Las cosas entre Carson y yo estaban zanjadas y clausuradas. Pero tampoco podía evitar sentir las mejillas calientes y la boca seca al pensar en sus labios contra mi piel...
El saber que era mío. Aunque solo fuera fruto de las rarezas de su cerebro inteligente y trastornado.
—Oh, pequeña, tengo mucho que inculcar en tu tierna cabecita: seré tu próximo Christian Grey, no te preocupes, pero solo en la teoría, ¿eh? —informó con una sonrisa traviesa.
No, mi mente no era nada tierna. Ya estaba enferma y podrida, llena de necesidades y pensamientos perturbadores que incluso a mí me preocupaban a veces. Otras me daban miedo y otras... sentía tanta rabia...
Solté un suspiro de resignación y me senté en la mesa, donde Addison nos esperaba. Traía su propia comida de casa. Nos saludó con una radiante sonrisa antes de pinchar un trozo de carne de hamburguesa.
—¿Qué tal con Scott, Har? —inquirió, mirándome con interés.
—Bien —murmuré sin darle mucha importancia al asunto.
Dash volvió la cabeza hacia mí al percatarse de mi tono monocorde.
—¿Has estado con el tío Scott? —me preguntó con sorpresa en la voz.
—Sí, he estado hablando con él sobre mi futuro académico y... —No pensé que les interesara mi situación sobre el ballet: eran cosas que no importaban a menos que estuvieras en el mundillo—. Me ha dado las llaves del estudio —concluí.
No era una mentira, sino una omisión de información.
Desvié la mirada de Addie, que me escrutó con los ojos entrecerrados, como si supiera que le estaba ocultando algo; así que tal y como me habían enseñado los libros de psicología, le sostuve la mirada para demostrar veracidad y confianza, y después cambié la atención a otro objeto: mi manzana. La cogí por los extremos, dispuesta a darle un mordisco. Pero todo se quedó en una intención.
Maldije mentalmente cuando sentí sus ojos fríos clavados en mí, reclamando mi atención. Fue un contacto visual de apenas un par de segundos, pero que hizo que el vello del cuerpo se me erizara y la sangre rugiera en mis oídos por la anticipación. Estaba al lado de la puerta de la cafetería, en un punto ciego en el que solo los que estuvieran en mi posición podrían verlo.
Apreté la mandíbula sutilmente cuando me hizo un gesto con la cabeza para que lo siguiera fuera. Por acto reflejo, miré hacia Dash y Addie, pero estaban inmersos en la conversación, ajenos a la perturbación que Carson provocaba en mi organismo.
No debería seguirle el «estúpido juego de niño malcriado», debería quedarme e ignorarlo para que se diera cuenta de que no a todos podía controlarnos como si fuésemos títeres en sus manos. Pero de nuevo, estaba mandando mis propias ideas al traste cuando mi mirada regresó al sitio donde se encontraba Carson, para descubrir que se había ido.
Como un resorte, dejé la manzana intacta y cogí mi mochila antes de levantarme.
—¿A dónde vas? —me preguntó Addie con una ceja alzada.
—Me he olvidado el libro de Química en el aula y acabo de acordarme —le respondí.
Eso sí que había sido una mentira con todas las letras.
Ella asintió con un gesto de la cabeza y yo lo tomé como el momento correcto para salir por patas.
Cuando conseguí llegar a la abadía desolada, el sol apenas entraba por los vanos a causa de las nubes que lo eclipsaban, haciendo de los pasillos un lugar poco agradable. Todavía estaba a tiempo de dar media vuelta y decir que iría a buscarlo más tarde. Pero de nuevo mis pies estaban yendo por su cuenta y riesgo a la caza de Carson, movidos por una mezcla entre la rabia por lo que me había hecho y la curiosidad por saber lo que quería decirme.
Quería respuestas. En realidad, quería saber cómo demonios se había enterado de mi mote, porque no era algo que hubiera publicado en mis redes sociales, así que tenía que averiguar cómo demonios sabía algo tan personal.
Ahogué un chillido de miedo y sorpresa cuando unos dedos rodearon mi brazo y tiraron de mí. En cuestión de segundos, mi espalda estaba contra la pared en una esquina donde nadie podía vernos. El corazón me latía contra las costillas como si quisiera salírseme por la garganta y tenía la respiración entrecortada por la impresión, —no la del miedo, sino por la sensación de estar atrapada entre sus brazos—; su cuerpo tan cerca del mío que su respiración casi se fundía con la mía, igual que su olor llegó a mis fosas nasales como una droga, con esa dulce mezcla entre humo y perfume.
«¿Por qué tiene que oler tan malditamente bien?», maldije para mis adentros.
Tragué saliva con dificultad.
—Maldita sea, me has asustado —siseé, intentando sonar enfadada, pero mi voz salió temblorosa como una hoja en otoño.
—Es divertido —murmuró con ese tono grueso y ronco que nunca perdía el débil acento alemán con perfecta pronunciación británica.
—¿El qué?
—Asustarte —respondió con una chispa divertida brillándole en la mirada.
Sus ojos eran absolutamente negros, la pupila no se diferenciaba del iris: sobrecogedor. Eran tan negros como las noches sin luna; tan fríos como el invierno. ¿Cómo algo tan turbio podía provocar que el estómago me diera un vuelco por la emoción?
Quería gritarle que dejara de liarme la cabeza con sus jueguitos macabros y que no me utilizara para su diversión.
Pero no hice nada de eso, solo le sostuve la mirada fijamente mientras pronunciaba:
—Estás loco.
—Pues solo un loco puede mirar a otro loco sin miedo a las consecuencias. —Expelió su cálido aliento contra mis mejillas—. Además, creía haberte dicho que dejaras de llamarme así, Nachtigall: los dos sabemos lo que significa —canturreó con aire socarrón.
—No significa nada —repuse con toda la calma que encontré—. Pensé que te lo había dejado claro antes: tú y yo no vamos a ser, ni seremos nada —mascullé entre dientes—. No quiero ni querré nada contigo nunca —me reafirmé.
Por largos segundos su mirada analizó mi rostro como si quisiera memorizárselo en la retina. Siempre hacía eso, mirarme con exactitud, como si temiera que se le olvidara algún detalle.
Algo en su expresión de atormentada belleza me hizo anhelar conocer cada pedazo de la oscuridad que escondía en su alma, mientras que la otra solo quería huir tan lejos de él como me fuera posible.
Finalmente, su mirada recayó en mi boca, para segundos después volver a mis ojos cuando sus carnosos labios se curvaron en una sonrisa diabólica.
—¿De verdad crees que estoy tan loco, Harper? —lanzó, acariciando mi nombre como si estuviera pronunciando un pecado—. Bueno, que lo estoy, ¿pero cuánto? —me azuzó.
—Sí estás como una puta cabra. Creo que eres una clase de psicópata que me acosa sin parar y encima ha intentado matarme —sentencié.
Bueno, lo de la clase de Esgrima había sido culpa de ambos, pero lo usaría como baza: se lo lanzaría a la cabeza de ser posible.
—¿Y eso te asusta? —inquirió con la voz cargada de cinismo.
«Sí».
—No.
—Mientes fatal —replicó.
Carson se rio, no como si le resultara estimulante, sino de una forma maliciosa, dejándome claro que a una pequeña parte de él le gustaba acecharme y torturarme.
—Puedo leerte como un libro abierto y eso me encanta —dijo, mostrándome una sonrisa perfecta.
Pequeñas gotitas de sudor descendieron por mi nuca y la sensación cálida se extendió por mis venas como veneno corriéndome por el organismo. Estaba tan perdida que no sabía si quería más arañarle la cara o besarlo.
—Carson —lo llamó una voz masculina.
Cualquier tipo de entusiasmo, por perturbador que fuera, desapareció de su mirada, volviendo a mostrar esa expresión fría como una piedra y ojos carentes de emoción. Con una sola mirada me advirtió que me mantuviera en silencio, y no supe por qué, pero lo hice cuando asomó la cabeza y chasqueó la lengua.
—¿Qué coño quieres? —le espetó con aspereza.
—Iba a salir a fumar y venía a preguntarte si querías venir —le respondió el rubio.
—Ahora voy —farfulló con la misma hostilidad.
Las piernas me temblaron como si fueran de gelatina cuando su mirada regresó a mí y despegó una mano de la pared. Sin querer, cerré los ojos al sentir cómo me colocó un mechón de cabello detrás de la oreja para después dibujar con el índice el contorno de mi mandíbula hasta terminar en mi mentón.
—No cierres los ojos, Harper: me encantan —me murmuró al oído. Su aliento provocó que la piel me cosquilleara, y por alguna extraña razón, lo disfruté—. Nos veremos pronto, Nachtigall.
Se separó de mí, pero permanecí con los ojos cerrados, concentrada en los frenéticos latidos de mi corazón.
—¿Cómo sabías lo de mi mote? —inquirí. Mis dedos estaban aferrados a la tela de su camisa, masajeándola casi de forma histérica.
Carson enarcó una ceja, intentando fingir que no me entendía, pero no pudo ocultar por mucho tiempo su expresión de malicioso humor.
—Te dije que nos conocíamos, Harper —respondió con una pizca de esa picardía que cada vez me gustaba más—. Ahora, deja que me vaya, porque cuando te tengo tan cerca me entran ganas de hacerte cosas que aún no quieres que te haga —exhaló con una cruda sonrisa torcida.
Mi corazón se saltó un latido cuando me dio un fugaz besito en la punta de la nariz y se marchó con una última risita descarada.
Me dejé caer al suelo con las rodillas a medio camino del pecho. Me sentía frustrada ante esas vibrantes emociones que acababa de experimentar en apenas unos pocos minutos: miedo, temor, deseo, euforia, impotencia, frustración...
¿Estaría loco de verdad? ¿O solo lo hacía para jugar conmigo?
No lo sabía, y estaba demasiado alterada como para pensarlo de forma racional.
Escuché sus pasos alejándose y para cerciorarme, ladeé la cabeza, apoyando la mejilla en el quicio de la pared helada para ver cómo un chico de cabello rubio caminaba al paso de Carson, que, para mi sorpresa, llevaba la camisa blanca que definía a la perfección los marcados músculos de su espalda, resaltando la palidez de su piel. Pero más lejos de eso, lo que captó mi atención fue la tinta negra que ascendía por la extensión de su nuca en lo que parecían unas ramificaciones; tan perturbador y hermoso como su sonrisa.
—Oye, ¿con quién estabas hablando? —le preguntó el rubio con un toque divertido.
—¿A ti que te importa? —le respondió Carson sin la menor importancia.
—¡Ah! Es tu coñito nuevo, ¿verdad? —lanzó su acompañante con una risita divertida—. Que poco respeto le guardas a Fox, para que luego habléis de mí —resolló, riéndose de forma más insolente.
—Anda, cállate, gilipollas —le espetó Carson. Aunque su voz sonaba más tensa y distante.
La forma en la que se había referido a mí produjo que mi pecho se hinchara con indignación y apretara tanto los dientes que comenzó a dolerme la mandíbula.
Me volvería loca. Bueno, más loca de lo que ya me había vuelto en los últimos meses, pero al menos ya tenía un hilo del que tirar: un margen de tiempo.
En algún punto de mi vida en el que tenía nueve años me había cruzado con Carson, porque la señorita Dominique solo me dio clase durante aquel curso, lo que reducía bastante las posibilidades, y también había estudiado en mi escuela, lo que significaba que tenía que haber dejado algún vestigio de él por ahí.
💙🖤💙🖤💙🖤💙🖤
Solo me reporto para comunicar que me encanta la relación random de #CARPER: definitivamente Lonley Eyes es una de sus canciones y que Dash y Drew siempre serán mi pareja MM favorita.
El próximo capítulo será fuerte, así que prepararos para conocer otras partes de la nueva Harper que me están encantando diseñar y perfilar, pero que sí, dolerán.
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